Adminio informó de que ahora las tribus habían planteado un compromiso. Si Camuloduno caía en manos de las legiones antes del final de la actual temporada de guerra, cumplirían su anterior promesa de hacer las paces con Roma. Pero si Carataco seguía teniendo el control de su capital, se sentirían obligados a unirse a la confederación de tribus que habían jurado destruir a Plautio y a su ejército. Reforzado de ese modo, el ejército de Carataco sería mucho más numeroso que el de Plautio. La derrota, si no la retirada, sería inevitable y las águilas serían expulsadas de las costas britanas.
Una vez más, Vespasiano maldijo el forzoso retraso mientras el ejército esperaba que aparecieran Claudio y su cortejo. Ya habían pasado cuatro semanas y Plautio dijo que podía pasar otro mes más antes de que se empezase a avanzar sobre Camuloduno. Como muy pronto, cuando las águilas llegaran ante la capital ya sería septiembre, y eso suponiendo que pudieran sacarse fácilmente de encima a Carataco y su nuevo ejército. Todo porque el emperador se empeñó en estar presente cuando avanzaran.
Aún era posible que la vanidad de Claudio los matara a todos.
Río abajo, los restos de la sexta centuria esperaban pacientemente a que terminaran de embarcar a los heridos. Los ordenanzas médicos de la legión subían con cuidado a los diversos heridos por las rampas de embarque de los transportes y dejaban las camillas bajo los toldos extendidos sobre las cubiertas. Era un espectáculo bastante deprimente. Se trataba de hombres a los que les darían la baja médica del ejército y a los que mandarían a sus casas con miembros amputados o huesos destrozados que nunca se curarían del todo. Aquellos hombres eran compañeros y algunos de ellos buenos amigos, pero los soldados de la centuria de Macro se quedaron en silencio, incómodos al saber el negro futuro que aguardaba a los inválidos. Muchos de ellos todavía sentían dolor y gritaban al menor movimiento brusco.
Cato bajó por el embarcadero provisional buscando a Niso, esperando que fuera posible renovar su amistad de algún modo. No fue muy difícil encontrar al cartaginés. Estaba sobre un montón de sacos de grano, bramando instrucciones e insultos a sus ordenanzas mientras éstos subían con dificultad las camillas a bordo de los transportes. Cuando Cato se acercó, Niso lo saludó de manera cortante con un movimiento de la cabeza.
– Buenos días, optio. ¿Qué puedo hacer por ti? Cato había estado a punto de subir y unirse a él, pero su tono gélido le hizo abandonar su propósito.
– ¿Y bien, optio? -Niso, yo… yo sólo quería saludarte. -Bueno, pues ya lo has hecho. Y ahora, ¿hay algo más? Cato lo miró fijamente con el ceño fruncido y luego sacudió la cabeza en señal de negación.
– Entonces, si no te importa, tengo mucho trabajo que hacer… ¡Hacedlo otra vez y os tiraré al río de una patada en vuestros malditos culos romanos! -les gritó a un par de ordenanzas que, al forcejear con un soldado con sobrepeso, habían hecho que el muñón de la pierna, en carne viva, golpeara contra un costado del transporte. El hombre daba alaridos de dolor.
Cato aguardó un momento más, con la esperanza de ver algún atisbo de cambio en la actitud del cartaginés, pero Niso le estaba dejando muy claro que no tenía nada más que decirle. Cato se alejó lleno de tristeza y regresó a la centuria. Se sentó a cierta distancia de Macro y se quedó mirando fijamente hacia el río.
Al final, subieron al último de los heridos y el capitán del transporte hizo una señal a Macro.
– ¡Es hora de moverse, muchachos! ¡Id subiendo! Los miembros de la centuria ascendieron en fila india por el tablón de embarque y se dejaron caer pesadamente sobre la cubierta, desde donde los guiaron hacia la proa. Macro dio permiso a sus soldados para quitarse las mochilas y la armadura. Los marineros apartaron el transporte de la orilla del río mientras algunos de los legionarios los observaban ociosamente. La mayor parte de la centuria se tumbó en cubierta y echó una cabezadita bajo el cálido sol.
Mientras que Cato miraba hacia el espacio cada vez mayor que se abría entre el barco y la costa, vio a Niso que conducía a sus ordenanzas cuesta arriba de vuelta a las tiendas del hospital. En sentido opuesto, caminando a grandes zancadas con toda tranquilidad, iba el tribuno Vitelio. Vio a Niso y con una ancha sonrisa levantó la mano para saludarlo.
CAPÍTULO XXXIV
Aunque sólo habían pasado dos meses desde que la segunda legión había tomado tierra en Rutupiae, el fuerte construido a toda prisa para vigilar la playa durante el desembarco había sido transformado en un inmenso depósito de suministros. Había montones de barcos anclados en el canal que esperaban su turno para acercarse al embarcadero y descargar sus mercancías. Más de una docena de embarcaciones estaban amarradas junto al muelle y cientos de tropas auxiliares se llevaban los sacos y ánforas de las profundas bodegas de los cargueros de manga ancha para amontonarlos en los carros y transportarlos en grandes cantidades hasta el depósito.
En lo alto de la corta cuesta que ascendía desde la costa se alzaba una puerta muy fortificada y, más allá, la rampa de tierra y la empalizada invadían el paisaje. Unos graneros construidos sobre bajos pilares de ladrillo se extendían en largas hileras hasta llegar a uno de los lados del depósito. Junto a ellos había unos montones cuidadosamente diferenciados de ánforas tapadas llenas de aceites, vino y cerveza. También había otras zonas destinadas a las reservas militares de jabalinas, espadas, botas, túnicas y escudos.
Un pequeño recinto cercado contenía una apretada multitud de prisioneros britanos que llevaban varios días agachados bajo el sol que caía implacable. A su debido tiempo los conducirían a todos a las bodegas de algún barco que volviera a la Galia y, tras un largo viaje, acabarían en el gran mercado de esclavos de Roma.
A poca distancia de los muros del enorme depósito se encontraba el matadero de campaña, donde los hábiles carniceros mataban cerdos y bueyes. A un lado de aquellas instalaciones había un gigantesco montón de intestinos, órganos y otras partes de desecho de los animales muertos. El montón refulgía bajo la brillante luz del sol y una bandada de gaviotas y otros carroñeros se atiborraban entre un frenesí de aleteos y agudos chillidos. El sonido llegaba claramente al otro lado del canal, transportado por una ligera brisa que, lamentablemente, también arrastraba con ella el hedor despedido por el amontonamiento de vísceras.
El fétido olor se fue intensificando a medida que el transporte se iba acercando al embarcadero y más de un soldado de Macro sintió que se le revolvía el estómago. Pero más o menos a unos treinta metros del embarcadero el hedor del montón de despojos dejó de llegar directamente hasta el barco y el aire se volvió más respirable. Cato se agarró a la barandilla de madera y tomó aire unas cuantas veces para limpiarse los pulmones. Con mano experta, el timonel hizo girar el ancho gobernalle que estaba suspendido sobre la aleta: el barco de transporte se deslizó con fluidez y giró de manera que el bao quedó frente al embarcadero.
– ¡Remos! -bramó el capitán haciendo bocina con las manos, y la tripulación rápidamente recogió los remos palmo a palmo y los puso sobre la cubierta. De proa a popa había hombres con rollos de cabo de amarre y, cuando el barco se acercó lentamente al embarcadero, les lanzaron las cuerdas a otros que esperaban junto a los amarraderos. Estos últimos tiraron del transporte y lo arrimaron a los pilares de madera con una suave sacudida antes de atar las amarras.
Inmediatamente se colocó una pasarela con bisagras por encima de la borda y un tribuno subalterno se acercó corriendo desde la cuesta que había junto al embarcadero, donde montones de soldados yacían sobre camillas y parihuelas. Cerca de ellos había algunos auxiliares hispanos en cuclillas. El tribuno miró por la cubierta, se cruzó con la mirada de Macro y se le acercó a toda prisa. _¡Centurión! ¿Qué cargamento tienes?