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– Veamos tu espada, Máximo -gruñó Macro. El legionario se llevó la mano al costado y con rapidez sacó la espada de su vaina, le dio la vuelta y presentó la empuñadura al centurión. Macro cerró el puño sobre el mango de una manera respetuosa y alzó la hoja para inspeccionarla de cerca. El cuidado puesto en mantenimiento era evidente de inmediato y un ligero roce en el filo reveló un agradable afilado.

– ¡Bien! Muy bien -Macro le devolvió el arma-. Al final del día sabrás la unidad a la que te han asignado. ¡Puedes retirarte.

El legionario saludó, se dio la vuelta y se alejó, con demasiada rigidez para el gusto de Macro.

– ¿Lo anoto para la segunda, señor? -preguntó Cato, que estaba sentado junto a Macro con cuatro pergaminos desenrollados ante él. Mojó la pluma con tinta y la sostuvo preparada sobre el pergamino de la segunda.

Macro sacudió la cabeza en señal de negación. -No, no podemos quedarnos con él. Mírale la pierna izquierda.

Cato vio una vívida línea blanca que le iba del muslo a la pantorrilla y se dio cuenta de que la tirantez del tejido de cicatrización hacía que el hombre arrastrara ligeramente la pierna.

– Sería un lastre para sí mismo y, lo que es más importante, para nosotros en una marcha forzada. Anótalo para la vigésima. Sólo está en condiciones de realizar servicios de reserva.

Macro levantó la vista hacia la fila de legionarios que estaban a la espera de asignación.

– ¡El siguiente! A medida que iba pasando el día, la larga hilera de reemplazos se fue reduciendo lentamente al tiempo que las listas de nombres en los pergaminos de Cato se hicieron más largas. El proceso no se terminó hasta última hora de la tarde cuando, bajo la luz de la lámpara, Cato cotejó sus listas con el recuento que había mandado el cuartel general de la octava legión para asegurarse de que no se hubiera omitido ningún nombre. Dicho sea en su honor, Macro había compensado las cifras de manera que cada legión obtenía unos reemplazos proporcionales a sus bajas. Pero los mejores soldados se destinaron a la segunda legión.

A la mañana siguiente Cato se levantó al clarear el día e hizo que cuatro hombres de su centuria reunieran a los reemplazos de cada legión y los alojaran en las unidades que les habían sido asignadas para que así se acostumbraran a su nuevo destino lo antes posible. Macro se entretuvo yendo al cuartel general para ver qué pasaba con los equipos de los reemplazos. De algún modo las solicitudes se habían traspapelado y un administrativo había ido a buscarlas, dejando al centurión sentado en uno de los bancos alineados en la entrada del cuartel general. Mientras esperaba, Macro empezó a sentirse como un cliente rastrero que esperara a su patrocinador en Roma y se revolvió enojado en el banco hasta que al final no pudo aguantar más. Al irrumpir en la tienda se encontró con que el administrativo estaba de vuelta en su escritorio y tenía las solicitudes a un lado.

– ¿Las has encontrado entonces? Bien. Ahora vendré contigo mientras arreglamos las cosas.

– Estoy ocupado. Tendrás que esperar. -No. No voy a esperar. Levántate, muchachito. -No puedes darme órdenes -respondió el administrativo con aire altanero-. Yo no pertenezco al ejército. Formo parte del servicio imperial.

– ¿Ah, sí? Debe de ser un buen chorro. Ahora vamos, antes de que retrases más la campaña.

– ¿Cómo te atreves? Si estuviéramos en Roma te denunciaría al prefecto de la guardia pretoriana.

– Pero no estamos en Roma -gruñó Macro al tiempo que se inclinaba sobre el escritorio-. ¿O sí?

El administrativo vislumbró una amenaza de violencia inmediata en la ceñuda expresión del centurión.

– De acuerdo entonces, «señor» -dijo, dándose por vencido-. Pero que sea rápido.

– Tan rápido como quieras. No me pagan por horas. Con Macro a la zaga, el administrativo corrió de un lado a otro del depósito y autorizó la provisión de todas las armas y el equipo solicitados, así como unos carros para transportarlo todo durante la marcha de vuelta al Támesis.

– No puedo creer que no tengas ningún barco de transporte disponible. -lo provocó Macro.

– Me temo que no, señor. Todos los barcos disponibles se han enviado a Gesoriaco para el emperador y sus refuerzos.

Por eso nos han mandado a nosotros delante. Para echar una mano con el papeleo.

– Me preguntaba qué hacíais todos vosotros en el cuartel general.

– Cuando hace falta organizar algo como es debido, -el administrativo sacó pecho-, hay que llamar a los expertos.

– ¡No me digas! -dijo Macro con desdén-. ¡Qué tranquilizador!

Tras la comida de mediodía Macro reunió a los nuevos reclutas de su centuria y los hizo formar frente a su tienda.

Eran todos buenos soldados: aptos, experimentados y con unas hojas de servicio ejemplares. Cuando condujera de nuevo a la sexta centuria contra los britanos, se abriría camino por el centro de las filas enemigas. Satisfecho con su selección, se volvió hacia Cato con una sonrisa.

– Muy bien, optio. Será mejor que presentes a éstos a la segunda legión.

– ¿Yo? -Sí, tú. Es una buena práctica de mando. -¡Pero, señor!

– Que sea algo inspirador. -Le dio un suave golpe con el codo-. Adelante. -Retrocedió y entró en su tienda donde, sentado en un taburete, empezó a afilar la hoja de su daga tranquilamente.

Cato se quedó solo frente a dos filas de hombres con el aspecto más duro que había visto nunca. Se aclaró la garganta con nerviosismo, puso la espalda rígida y se irguió cuanto pudo, con las manos entrelazadas detrás mientras su mente se apresuraba a buscar las palabras adecuadas.

– Bueno, me gustaría daros la bienvenida a la segunda legión. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito en la campaña y estoy seguro de que pronto estaréis tan orgullosos de vuestra nueva legión como lo estabais de la octava. -Recorrió con la mirada las filas de rostros inexpresivos y la confianza en sí mismo mermó.

– Cre-creo que os vais a encontrar con que los muchachos de la segunda os reciben bastante bien; de alguna manera, somos como una gran familia. -Cato apretó los dientes, consciente de que se estaba revolcando en el fango de los tópicos-. Si tenéis algún problema del que queráis hablar con alguien, la puerta de mi tienda está siempre abierta.

Alguien dio un resoplido burlón. -Me llamo Cato y no dudo que muy pronto me aprenderé vuestros nombres en nuestro camino de vuelta a la legión… Esto… ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta en este momento?

– ¡Optio! -Un hombre de un extremo de la fila levantó la mano. Tenía unas facciones sorprendentemente duras y, Por suerte, Cato logró acordarse de su nombre.

– Cicerón, ¿no es cierto? ¿Qué puedo hacer por ti? -Sólo me preguntaba si el centurión nos está tomando el pelo. ¿De verdad eres nuestro optio?

– Sí. ¡Claro que lo soy! -Cato se sonrojó.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el ejército, optio? Una serie de risitas recorrieron ligeramente la línea de soldados.

– El suficiente. Y ahora, ¿algo más? ¿No? Bien, se pasa lista al despuntar el día en orden de marcha completo. ¡Podéis retiraros!

Mientras los reemplazos se alejaban con toda tranquilidad, Cato apretó los puños por detrás de la espalda, enojado, avergonzado de su actuación. Por detrás de él, en el interior de la tienda, se oía el regular sonido áspero de la hoja de Macro sobre la piedra de afilar. No podía hacer frente a las inevitables burlas de su centurión. Por fin el ruido cesó.

– Cato, hijo. -¿Señor? -Puede que seas uno de los muchachos más inteligentes y valientes con los que he servido.

Cato se ruborizó.

– Bueno… gracias, señor. -Pero ése fue el peor discurso de bienvenida que he presenciado en toda mi vida. He oído alocuciones más inspiradoras en las juergas de jubilación de los administrativos de contaduría. Creía que tú lo sabías todo sobre este tipo de cosas.