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Mucho después de que la noche tapara los últimos rayos de sol, un estridente atronar de trompetas en la puerta principal anunció la llegada de Claudio. La avenida que iba de la puerta a la casa de madera del general estaba flanqueada por legionarios que sostenían en alto unas antorchas encendidas. Bajo la luz de las llamas doradas y anaranjadas, la cohorte superior de la guardia pretoriana desfiló hacia el interior del campamento. El blanco inmaculado de sus uniformes y escudos engendraba cierto resentimiento contenido en los hombres que habían tenido que combatir para abrirse paso hasta el Támesis. Siguieron entrando más cohortes que formaron en la plaza de armas frente a la casa del general. Luego aparecieron un montón de jovencitos vestidos con túnicas de color púrpura que llevaban unos cestos de mimbre dorados y que tiraron pétalos de flores por todo el recorrido. Finalmente, otro toque de trompetas rompió el aire de la noche, acompañado en esa ocasión de otro trompeteo distinto que pocos hombres del ejército invasor habían oído antes.

Por la avenida de titilantes antorchas aparecieron los elefantes con su pesado andar y con el mismísimo emperador montado en el primero de la fila. En el momento justo, los legionarios situados a lo largo del recorrido empezaron a gritar ¡Imperator! imperator! ¡Imperator!», la aclamación tradicional para un amado y respetado comandante. Claudio estaba sentado detrás de un conductor de elefantes en un elaborado trono hecho especialmente para ser colocado sobre una de esas bestias. Sin inclinar ni volver la cabeza, el emperador movió una mano como respuesta al saludo. Llevaba una magnífica coraza de plata con incrustaciones de piedras preciosas que refulgían como ojos de color rojo y verde a la luz de las antorchas. Sobre él caía una capa con el tono púrpura imperial. En la frente llevaba una corona de oro cuyo lustre reflejaba el parpadeante resplandor.

Para un espectáculo tan espléndido como aquél, el miembro principal del elenco se habría beneficiado de un ensayo general. El insólito bamboleo de un elefante causa molestias en el estómago a alguien que no tenga experiencia en montar esos animales y el movimiento exigió unos frecuentes ajustes de la corona para mantenerla en un ángulo estéticamente agradable. Por lo demás, Vespasiano consideró que Claudio lo estaba haciendo bastante bien.

El conductor del elefante detuvo a la bestia que llevaba al emperador y la hizo descender con una serie de golpes y órdenes ya establecidos. Las rodillas de las patas anteriores se doblaron con garbo y el emperador, que seguía saludando con la mano de forma despreocupada a las tropas que lo aclamaban, casi salió despedido de su trono y sólo evitó esa indignidad echándose hacia atrás y agarrándose a los brazos del asiento. Con todo, la corona imperial se cayó. Rebotó en el costado del elefante y hubiera aterrizado en el suelo si Narciso no hubiera dado un salto adelante y la hubiese interceptado hábilmente con una mano. La bestia bajó su parte trasera y el emperador tiró de una palanca oculta para soltar el lateral del trono, que se desplegó, proporcionando así una serie de escalones de ángulos precisos que descendían hasta el suelo.

– ¡Anda! ¡Muy ingenioso! -se maravilló Vitelio, que se hallaba en su puesto junto a Vespasiano.

El emperador descendió, se volvió a colocar la corona que Narciso le había devuelto discretamente y avanzó renqueando para saludar al general de su ejército.

– Mi querido Aulo Plautio. ¡Ve-ve-verte de nuevo m-me alegra el corazón!

– El placer y el honor son ambos míos, César -dijo Plautio, e inclinó la cabeza.

– Sí, mu-muy amable por tu parte, t-t-tengo que reconocerlo.

_Espero que César haya tenido un cómodo viaje.

– No. N-no mucho. Hubo un poco de to-tormenta tras zarpar de Ostia y a las carreteras de la Galia les hace fa-falta una mejora. Pero los muchachos de la a-a-armada britana fueron muy complacientes. ¿Y sabes, P-Plautio? ¡todos los fuertes por los que he p-p-pasado desde que tomé tierra en Rutupiae me han aclamado como imperator ¿Qué te parece? -Le brillaban los ojos de orgullo y el tic nervioso que nunca había logrado dominar del todo destacó su satisfacción con un brusco movimiento lateral de la cabeza que casi volvió a tirarle la corona. En aquel momento colgaba, ligeramente torcida, por encima de su ojo izquierdo y, tras él, Narciso tuvo que detener su mano cuando la alargó de forma instintiva para enderezar el símbolo del cargo de su amo. Claudio giró repentinamente sobre sus talones para dirigirse a su primer secretario.

– ¡Narciso! -¿César? -¿Cuántas veces me llamaron Imperator? -Dieciocho veces, incluidas las de esta noche, César. -¡Ve veis! ¿Qué me decís a esa ¡Más de lo que nunca consiguieron Augusto o Tiberio!

Narciso inclinó la cabeza y sonrió con modestia ante la hazaña.

– César -dijo Plautio respetuosamente -No más de lo que se merece. Se hizo a un lado y señaló a sus oficiales superiores con un gesto de la mano-. ¿Me permite presentarle a mis legados y tribunos, César?

– ¿Qué has dicho? -Claudio acercó un oído hacia él. las tropas se habían entusiasmado demasiado con sus aclamaciones y se estaba haciendo difícil mantener una conversación a la distancia prescrita entre emperador y subordinado. Otra convención completamente distinta existía entre el emperador y el liberto, puesto que este último ocupaba un escalafón social tan bajo que no había protocolo. Claudio le hizo una señal a Narciso para que se acercara y le gritó al oído.

– Mira, es muy a-amable por su parte y todo eso, p-p-pero -tendrías que, decirle a alguien que los hiciera callar. No oigo n-n-nada.

– ¡Enseguida, César! -Narciso hizo una reverencia, retrocedió y señaló a los centuriones jefe de la guardia pretoriana allí reunidos, luego señaló al suelo delante de sus pies. Vespasiano observó atónito cómo inmediatamente los centuriones acudían allí como respuesta a la llamada del liberto.

Estaba claro que Narciso se hallaba tan bien situado junto al emperador que podía exigir obediencia inmediata por parte de aquellos ciudadanos de Roma libres de nacimiento que en teoría eran socialmente superiores a él. Se dieron las instrucciones con rapidez, los centuriones salieron a toda prisa al tiempo que agitaban los brazos hacia los soldados alineados en el recorrido y enseguida empezó a decaer el griterío.

– ¡Ah! ¡Mu-mucho mejor! Y bien, Plautio, ¿qué de-dedecías?

– Mis oficiales, César. Me gustaría presentárselos. -¡Claro que sí! Es una idea e-estupenda. El emperador recorrió la fila de legados y tribunos, dispuestos según legiones, mientras que al pasar iba repitiendo una serie de frases hechas.

– ¿Estáis teniendo una buena campaña? Lamento no haber podido u-unirme a vosotros antes. Quizá la p-p-próxima vez, ¿eh?… Tuvisteis unos buenos co-co-combates, por lo que he oído. ¡Espero que les hayáis d-d-demostrado lo duros que somos los romanos!… ¡Espero que me hayáis dejado suficientes b-bárbaros para una batalla decente! ¡Tengo que pepe-pelear mucho para ponerme al día!

Hasta que se acercó a Vespasiano. Se aproximó cojeando tras dejar al último tribuno de la novena legión y se detuvo frente al legado de la segunda.

– ¿Estáis teniendo…? ¡Vaya, pero si es Flavio Vespasiano! ¿Cómo estás, muchacho?

– Estoy bien, César. -Bien, eso es bueno. Muy bu-bueno. He oído cosas excelentes sobre tu hermano últimamente. Debes de estar orgulloso de él.

– Sí, César -respondió Vespasiano con mucha frialdad antes de poder contenerse.

– Pero bueno, si-sigue así, y quizás algún día puedas tener el mando de tu propia legión. -César. -Narciso se le acercó con soltura--. Este es el hermano Flavio que está al mando de la segunda.

– ¿Entonces quién es el otro?

– Flavio Sabino. Adscrito al Estado Mayor.