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– Ahora veremos lo buen zapador que eres -dijo Plautio al tiempo que observaba con interés el puente a la espera de los primeros indicios de derrumbamiento. A su lado, el prefecto de los zapadores parecía consternado ante la posibilidad de que un hundimiento imperial encontrara la manera de Introducirse en su currículum vitae.

El bamboleante avance de los elefantes ofrecía un espectáculo peculiar tras la rígida regularidad de las cohortes pretorianas y, para alivio del prefecto, la línea de enormes bestias ~ iba en absoluto sincronizada y el puente permaneció estable. Tras el último elefante se abrió un espacio. El séquito Imperial y sus carros viajarían con el resto del convoy de bagaje a la retaguardia del ejército, y no se pondrían en marcha hasta al cabo de unas horas.

Pasó el último de los estandartes y entonces el emperador salió del puente y el conductor del elefante le dio unos golpecitos al animal a un lado de la cabeza para hacer que se detuviera frente a Plautio y sus oficiales.

– Buenos días, César. -General. -Claudio saludó con un movimiento de la cabeza-. Confío en que no haya p-problemas con el avance. -Ninguno, César. Su ejército está formado y listo para seguirle hacia una gloriosa victoria. -Era una frase trillada y Vespasiano se esforzó para contener una expresión divertida, pero el emperador pareció tomárselo en serio.

– ¡Estupendo! ¡Maravilloso! Me muero de ganas de caer sobre esos britanos. ¡Démosles una fuerte dosis de acero roromano! ¿Eh, Plautio?

– Bueno, sí, claro que sí, César. El último de los elefantes se detuvo y Narciso se acercó a caballo. Iba a lomos de un pequeño pony que se sobresaltó, nervioso, cuando uno de los elefantes levantó la cola y depositó un pequeño montículo justo en su camino. El primer secretario esquivó rápidamente el desagradable obstáculo y siguió trotando hasta situarse al lado de la bestia en la que iba su señor.

_¡Ah! Estás ahí, Narciso. ¡Ya era hora! Creo que ahora me trasladaré a la silla de manos.

– ¿Está seguro, César? Piense en la heroica imagen que ofrece ahí arriba sobre una bestia tan magnífica. ¡Un auténtico dios conduciendo a sus hombres a la guerra! ¡Qué estampa tan inspiradora para los soldados!

– No, cuando este es-estúpido elefante me haga vomitar no lo será. ¡Conductor! Haga descender a este animal ahora mismo.

Después de su última experiencia al desmontar de un paquidermo, Claudio se agarró con fuerza a los brazos de su trono y se echó hacia atrás tanto como pudo cuando las patas delanteras del elefante se doblaron. De nuevo a salvo en tierra firme, el emperador miró al animal con desaprobación. _¡No sé cómo se las arreglaba ese sinvergüenza de A-Aníbal! Bueno, Narciso. Que me traigan la litera enseguida.

– Sí, César. Haré que la vayan a buscar inmediatamente al convoy de bagaje.

– ¿Qué hace otra vez allí?

– Usted mismo lo ordenó, César. Quizá recuerde que tenía intención de encabezar el avance a lomos de un elefante.

– ¿Ah sí? -Quería «ser más Aníbal que Aníbal». ¿Se acuerda, César? -¡Hum! Sí. Bueno, eso era ayer. Además -Claudio señaló hacia el sur-, no me apetece tener que aguantar encima de un e-e-elefante cuando todo eso estalle.

Narciso se volvió para mirar las negras nubes que avanzaban en grandes cantidades hacia el Támesis. Un fogonazo de luz blanca proveniente de su interior los iluminó y, momentos después, un profundo estruendo retumbó en dirección al campamento romano.

– La litera, por favor, Narciso. Lo más rápido que puedas. -Enseguida, César. Mientras el primer secretario se apresuró a pasar las líneas traseras, el emperador se puso a observar con el ceño fruncido la tormenta que se avecinaba, como si su desagrado fuera a desviarla. Una irregular línea blanca descendió hasta clavarse en el pantano a una corta distancia río arriba y un sonido terrible, como de metal al romperse, atravesó el aire.

Sabino maniobró su caballo para situarse junto a su hermano.

– No podía fallar, maldita sea -dijo en voz baja--. No levantamos el culo durante casi dos meses esperando al emperador con un sol glorioso y en cuanto reanudamos la ofensiva se nos viene encima una tormenta.

Vespasiano soltó una queda y amarga risita al tiempo que `asentía con la cabeza. -Y no hay esperanzas de que nos paremos a esperar a 'que amaine, supongo. -Ninguna, hermano. Hay un buen trecho que recorrer en esta campaña y Claudio no osa estar ausente de Roma más tiempo del absolutamente necesario. El avance sigue adelante haga el tiempo que haga.

– ¡Oh, mierda! -Vespasiano notó una gota en la mano.

A continuación se oyó el suave golpeteo de las pesadas gotas de lluvia sobre los cascos y escudos. Por toda la ancha superficie del Támesis, un frente gris se extendía hacia la orilla izquierda. De pronto el aguacero empezó en serio, cruzando el aire con un siseo y repiqueteando sobre cualquier superficie. Con la lluvia se levantó una ligera brisa que zarandeó las ramas de los árboles en los bosquecillos cercanos y agitó las gruesas capas militares de los oficiales cuando éstos se apresuraron a envolverse en ellas. Claudio levantó la vista hacia el cielo justo cuando un relámpago estallaba sobre el mundo con una deslumbrante cortina de luz blanca y la enojada expresión de su rostro se heló durante el más breve de los instantes.

– ¿Crees que esto podría ser un presagio? -preguntó Sabino medio en serio.

– ¿Qué clase de presagio? -Una advertencia de los dioses. Una advertencia sobre el resultado de esta campaña, quizás.

– ¿O una advertencia dirigida a Claudio? -Vespasiano se volvió para intercambiar una mirada de complicidad con su hermano mayor.

– ¿De verdad lo crees? -Tal vez. O puede que sólo sea una señal de los dioses anunciando que va a llover a cántaros unos cuantos días.

La desaprobación de Sabino por aquella despreocupada manera de mofarse de la superstición se hizo evidente por su ceño fruncido. Vespasiano se encogió de hombros y se volvió para observar al emperador, que le gritaba algo al cielo. Sus palabras quedaban ahogadas por el estrépito de los truenos y el golpear de la lluvia. Los elefantes se empujaban nerviosamente unos a otros a pesar de los mejores esfuerzos de sus conductores, y la agitación de aquellas enormes bestias estaba empezando a afectar a los caballos. _¡Sacadlos de aquí! -les gritó Plautio a los conductores-. ¡Apartadlos del camino! ¡Rápido! ¡Antes de que perdáis el control sobre ellos!

Los conductores de los elefantes percibieron el peligro, así que les dieron patadas con los talones frenéticamente y apearon las arrugadas calvas grises de sus monturas hasta que las bestias se apartaron del camino pesadamente y se dirigieron hacia el borde del río, alejándose del puente todos apiñados.

Claudio dejó de reprender a los dioses y se encaminó por el sendero hacia los oficiales a caballo.

– ;Dónde está mi co-condenada litera? -Ya viene, César -respondió Narciso a la vez que señalaba en dirección al puente, que en ese momento era cruzado al trote por una docena de esclavos cargando una enorme silla de mano dorada de dos plazas. Cuando la litera llegó a la orilla más cercana, por el sendero bajaban unos pequeños arroyos y lo que momentos antes era una superficie seca y dura se había vuelto resbaladiza. Los porteadores trataban con todas sus fuerzas de no perder el equilibrio mientras se dirigían hacia el emperador, el cual los aguardaba con furiosa impaciencia. Cuando alcanzaron terreno llano aceleraron el paso y rápidamente dejaron la litera en el suelo junto al emperador.