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Bajo el clima de resentida depresión que se cernía sobre las tiendas de la sexta centuria, Cato estaba más abatido que la mayoría. Las costillas le seguían doliendo de forma punzante a causa de las patadas que había recibido del centurión de la guardia pretoriana cuando éste lo sorprendió espiando en el campamento del séquito imperial. Tenía los ojos hinchados y morados por las contusiones. Podía haber sido mucho peor, porque el castigo inmediato que se podía imponer sin que luego se hicieran preguntas tenía un límite. En aquellos momentos, una noche después, no tenía sueño. Estaba sentado encorvado y miraba al vacío a través de la rendija abierta entre los faldones de la tienda. Sus pensamientos no estaban ocupados por el nervioso temor anterior a la batalla que se preparaba. Ni siquiera consideraba perspectivas finales de gloriosa victoria o innoble derrota, sólo la muerte. Lo consumían amargos pensamientos celosos y el miedo de que Lavinia, en cuyos brazos había estado hacía sólo unos días, en aquel mismo momento pudiera estar acostada con Vitelio.

Al final, el amargo veneno de su desesperación fue demasiado para él. Lo único que quería era olvidarlo, dejar de soportar aquel incesante sufrimiento. Su mano buscó a tientas el cinturón de la daga, sus dedos se cerraron sobre el pulido mango de madera y se tensaron cuando se dispuso a desenfundar la hoja.

Entonces aflojó la mano e inspiró profundamente. Eso era absurdo. Debía obligarse a pensar en otra cosa, algo que apartara su pensamiento de Lavinia.

Contra su pecho todavía tenía el vendaje limpio de sangre que Niso llevaba en la rodilla. Cato lo apretó con la mano y se forzó a pensar en las extrañas marcas que había en la cara interior de las vendas. Debían de tener algún significado, razonó. Aunque sólo fuera por las sospechosas circunstancias bajo las cuales se había obtenido aquel vendaje. Y si las marcas eran alguna clase de mensaje cifrado, ¿de quién provenía y a quién había tratado de entregárselo Niso?

Como respuesta a la última pregunta Cato ya sospechaba del tribuno Vitelio. Y puesto que las únicas personas que había al otro lado de las líneas romanas eran los nativos, de ello se deducía que el mensaje era suyo. Eso apestaba a traición, pero Cato no se atrevía a tomar medidas contra el tribuno sin disponer de pruebas irrefutables. Hasta el momento, todo lo que tenía era su propia mala opinión de Vitelio y unas extrañas líneas negras en una venda, nada que fuera suficiente para basar en ello una causa. Era demasiado desconcertante y, mientras Cato trataba de pensar en cómo iba a afrontar el problema, su cansada mente abrazó la sutil llegada del sueño. Los pesados párpados cayeron y se cerraron lentamente, y al cabo de poco Cato ya roncaba junto con el resto de los veteranos de la centuria.

A la mañana siguiente los legionarios empezaron su actividad con un rumor que se extendió por el campamento como fuego entre los arbustos: se había avistado al ejército enemigo. A un día de marcha hacia el este, una patrulla de reconocimiento de la caballería auxiliar se había topado con una serie de fortificaciones defensivas y baluartes. Las tropas auxiliares habían sido recibidas con una lluvia de flechas y lanzas que les obligó a retroceder lo más rápidamente que pudieron y a dejar a varios de sus soldados heridos o muertos tras las líneas britanas. En cuanto los auxiliares informaron al emperador, la noticia sobre su encuentro se extendió por el ejército. La perspectiva de una batalla enardeció a los legionarios y se sintieron aliviados de que el enemigo hubiese decidido entablar un combate como los de siempre en lugar de una prolongada guerra de guerrillas que podía alargarse antes que enfrentarlos.

Los soldados se olvidaron de las incomodidades del día anterior y mientras se vestían y armaban apresuradamente, tragaron el desayuno frío bajo un cielo plomizo por el que avanzaban raudas unas nubes oscuras empujadas por la fuerte brisa. Macro levantó la mirada con preocupación.

– Me pregunto si va a llover.

– Tiene todo el aspecto de que sí va a hacerlo, señor. Pero si Claudio se mueve con rapidez, tal vez podamos evitar la lluvia y llegar hasta los britanos antes de que caiga la noche.

– Y si no lo hacemos, será otro día de marcha con la ropa mojada -se quejó Macro-. Ropa mojada, un barro de mierda y comida fría. Bueno, ¿quién dice que esos malditos nativos no saldrán corriendo?

Cato se encogió de hombros. -Será mejor que hagas formar filas a los muchachos, porque De un modo u otro va a ser un día muy largo.

Los temores del centurión en cuanto al tiempo resultaron ser infundados. A medida que transcurría la mañana las nubes se fueron despejando, el viento amainó completamente y al mediodía el sol ya caía de lleno sobre el ejército. Una fina nube de vapor se levantaba de la ropa que se secaba y se cernía sobre los legionarios, que avanzaban penosamente tras la embarrada estela de la vanguardia pretoriana.

A media tarde la segunda legión rodeó un pequeño cerro y se vio ante las líneas enemigas. Delante de ellos, a unos tres kilómetros de distancia, se extendía una baja cadena de colinas plagada de defensas. Frente a ella había un extenso sistema de rampas y zanjas diseñado para desviar un asalto directo y exponer a los atacantes al fuego de los proyectiles durante el mayor tiempo posible antes de que pudieran llegar hasta los defensores. A la derecha de la línea enemiga las colinas descendían hacia una vasta extensión de tierras pantanosas cruzada por un ancho río que torcía por detrás de la colina describiendo una prolongada curva grisácea. A la izquierda de la línea enemiga la cadena de colinas desaparecía en un denso bosque que cubría el ondulado terreno hasta allí donde a Cato le alcanzaba la vista. La posición estaba bien escogida; cualquier atacante se vería obligado a realizar un asalto frontal ladera arriba entre el bosque y el pantano'.

La decimocuarta legión había llegado por delante de la segunda y ya tenían muy adelantados los preparativos de las fortificaciones para que el ejército pasara la noche. Al pie de la loma había toda una cortina de auxiliares y más adelante unos cuantos grupos pequeños de exploradores de caballería realizaban una minuciosa inspección de las defensas enemigas. Un oficial del Estado Mayor le indicó el camino a la centuria de Macro hasta la hilera de estacas que delimitaban su línea de acampada y el centurión bramó la orden de desprenderse de las mochilas. No se reprimió el entusiasmo de los soldados mientras montaban las tiendas a toda prisa y luego se sentaban en la pendiente para mirar por encima de la poco profunda hondonada hacia las fortificaciones enemigas de enfrente. El sol centelleaba en los cascos y las armas de los Britanos que se apiñaban tras sus defensas. La tensión en la tranquila atmósfera se vio agudizada por el aumento de la humedad mientras que, de nuevo, las nubes se iban haciendo cada vez más densas por el sur, a lo largo del horizonte. Pero en aquella ocasión no había ni un soplo de viento, y la miríada de soldados de un ejército que se disponía a acostarse para pasar noche flotaba de forma extraña en el aire en calma.

Al anochecer se encendieron las hogueras y, en la creciente penumbra, unas alfombras gemelas de destellos anaranjados se extendían una frente a otra por el valle poco profundo y el humo de las llamas emborronaba el aire por encima de cada uno de los ejércitos. Vespasiano había dado la orden de que a sus hombres se les diera una ración extra de carne para que se llenaran el estómago antes de la batalla que se preparaba y los legionarios se acomodaron agradecidos para comer el estofado de ternera salada y cebada mientras caía la noche. Cato estaba limpiando los restos de su estofado con una galleta cuando percibió un extraño sonido que el aire transportaba débilmente. Era un canturreo que iba aumentando de volumen y terminaba en un rugido acompañado por un apagado traqueteo. Se volvió hacia Macro, que se había terminado su plato con una voraz eficiencia y estaba tumbado boca arriba sacándose trozos de carne de entre los dientes con una ramita.