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El centurión Macro se pasó la lengua por los labios, alzó el ánfora y realizó su brindis.

– Por el centurión jefe Lucio Batacio Bestia, un cabrón de cuidado, pero justo. Un buen soldado que hizo honor a sus compañeros, a su legión, a su familia, a su tribu y a Roma. -Macro bebió un buen trago del añejo vino de Cécubo, su nuez trabajando frenéticamente, antes de bajar el ánfora y relamerse-. Absolutamente maravilloso. Prueba un poco.

Cato tomó el ánfora que le tendían y la levantó sobre el cadáver del fallecido centurión jefe, sintiéndose ligeramente cohibido por aquel gesto.

– Por Bestia. Macro tenía razón. El vino era sabroso como pocos, intensamente afrutado, con apenas un toque de almizcle y un regusto seco. Delicioso. Y con mucho alcohol. Echemos un vistazo a tu espada.

– Sí, señor. -Cato le entregó la espada. Tras una rápida mirada a la vaina, Macro agarró el mango de marfil con su pomo de oro torcido de manera ornamental y desenfundó la hoja. Estaba bien templada y bruñida y brillaba como un espejo. Macro alzó las cejas en un sincero gesto de apreciación, al tiempo que deslizaba el dedo por el cortante filo. Estaba más afilada que de costumbre para tratarse básicamente de Un estoque. La sopesó y murmuró su aprobación ante el delicado equilibrio entre el pomo y la hoja. Se trataba de una espada, que uno podía empuñar con facilidad y que no sobrecargaba la muñeca del modo en que lo hacían las espadas cortas de los oficiales. Aquello no lo había hecho ningún romano. La hoja era sin duda obra de una de las grandes forjas galas que habían venido haciendo las más excelentes espadas durante generaciones. ¿Cómo la habría conseguido Bestia?

Entonces se dio cuenta de que había una inscripción, una frase corta cerca de la guarnición, escrita en un alfabeto que él había llegado a reconocer como griego. _Mira, ¿qué dice aquí?

Cato tomó la espada y tradujo mentalmente: «De Germánico a L. Batacio, su Patroclo». Un escalofrío de asombro recorrió la espalda de Cato. Bajó la mirada al rostro horriblemente desfigurado del centurión jefe. ¿Alguna vez ese hombre había sido un atractivo joven? ¿Lo bastante atractivo para ganarse el afecto del gran general Germánico? Era difícil de creer. Cato sólo había conocido a Bestia como una persona dura y cruel que imponía disciplina. ¿Pero quién sabe los secretos que un hombre guarda al morir? Algunos se los lleva con él al Averno, otros son desvelados.

– ¿Y bien? -dijo Macro con impaciencia-. ¿Qué dice? Conociendo las intolerancias de su centurión, Cato pensó con rapidez.

– Es un regalo de Germánico, por sus servicios.

– ¿De Germánico? ¿El mismísimo Germánico? -Me imagino que sí, señor. No se dan más detalles. -No tenía ni idea de que el viejo estuviera tan bien relacionado. Eso merece otro brindis.

Cato le pasó el ánfora de mala gana e hizo una mueca de dolor cuando Macro engulló más vino añejo. Cuando recuperó el ánfora, ésta parecía pesar tan poco que le resultó decepcionante. Antes de que se perdiera el equilibrio de su herencia en la tripa de su centurión, Cato prefirió brindar de nuevo por Bestia y bebió todo lo que pudo asimilar de un solo trago.

Macro eructó.

– Bue… bueno, Bestia debió de llevar a cabo una hazaña bastante heroica para ganar esta pequeña belleza. ¡Una espada de Germánico! Eso es todo un logro, todo un logro.

– Sí, señor -asintió Cato en voz baja-. Debió de serlo. -Cuida esa hoja, muchacho. No tiene precio. -Lo haré, señor. -Cato empezaba a notar los efectos del vino en el caluroso bochorno del limitado espacio de la tienda y de pronto ansió respirar aire fresco-. Creo que ahora deberíamos dejarle, señor. Que descanse en paz.

– -Está muerto, Cato. No está dormido.

– Era una forma de hablar. De todos modos necesito salir de aquí, señor. Necesito salir fuera.

– Yo también. -De un tirón, Macro volvió a cubrir a Bestia, con la mortaja de lino y siguió al optio afuera.

Había dejado de llover y, como las nubes se estaban deshilachando, las estrellas titilaban débilmente en la húmeda atmósfera. Cato respiró profundamente llenándose de aire los pulmones. Notaba los efectos del vino más que nunca y se preguntó si sufriría la humillación de tener que vomitar.

– Volvamos a nuestra tienda a terminarnos el ánfora -dijo Macro alegremente-. Como mínimo le debemos eso al viejo.

– ¿Ah, sí? -replicó Cato en tono sombrío. -Claro que sí. Es una antigua tradición del ejército. Así es como lloramos a nuestros muertos.

– ¿Una tradición? -Bueno, ahora lo es. -Macro sonrió, atontado-. Venga, optio.

Aferrándose con fuerza a su nueva espada envainada, Cato cedió el control del ánfora y la pareja puso un rumbo incierto a través de las ordenadas hileras de tiendas, hacia las de su propia centuria.

Al amanecer del día siguiente, cuando se prendió fuego a la pira de Bestia, el centurión y el optio de la sexta centuria de la cuarta cohorte miraban con los ojos empañados. La segunda legión al completo formó para presenciar el acontecimiento y se distribuyó en torno a tres lados de la pira mientras que el legado, el prefecto de campamento, los tribunos y demás oficiales superiores se pusieron en posición de firmes en el cuarto lado. Vespasiano había elegido bien su posición contra la suave brisa que soplaba en el paisaje britano, de manera que no le llegaba el humo de la pira. justo enfrente, los primeros zarcillos de espeso humo oleaginoso, cargados con el olor de la grasa ardiendo, flotaron entre los legionarios que permanecían en posición de firmes. Un coro de toses estalló alrededor de Macro y su optio y, un instante después, el excesivamente delicado estómago de Cato se cerró como un puño y éste se dobló en dos y vomitó el agitado contenido de sus tripas sobre la hierba a sus pies.

Macro suspiró. Incluso desde el otro lado de las sombras de la muerte, Bestia poseía la capacidad de hacer sufrir a sus hombres.

CAPÍTULO V

"El problema, caballeros, radica en aquel altozano de allí. -El general señaló hacia el otro lado del río con su bastón de mando y sus oficiales superiores siguieron la dirección indicada con la mirada. Además de los comandantes de las cuatro legiones, entre el grupo de capas de color escarlata se encontraban los oficiales de Estado Mayor de Plautio. A Vespasiano le resultaba difícil no reírse ante la cantidad de resplandecientes dorados que adornaban el peto bruñido de su hermano Sabino, que disfrutaba del rango honorífico de prefecto de caballería. Casi igual de exagerada era la cantidad de oro que llevaba el exiliado britano que acompañaba a Plautio. Adminio había sido obligado por su hermano Carataco a huir de su reino y se había unido al ejército romano para actuar como guía y negociador. Si Roma triunfaba, su título y tierras le serían devueltos, aunque gobernaría como regente de Roma con todas las obligaciones que eso conllevaba, lo que era una pobre recompensa por traicionar a su gente. Vespasiano apartó su desdeñosa mirada del britano y la dirigió luego hacia el río.

La otra orilla subía en pendiente hasta llegar a una cresta que seguía el curso del río. La cima había sido fortificada de un modo rudimentario e incluso entonces, mientras miraban, las diminutas figuras de los britanos trabajaban duro y frenéticamente para mejorar sus esfuerzos iniciales. Ya habían cavado una zanja considerable alrededor del lugar por el que los romanos tenían que cruzar y la tierra extraída la habían añadido al terraplén que había detrás. Estaban levantando una burda empalizada en lo alto de la rampa, con un baluarte a cada extremo, tras la cual el terreno se volvía pantanoso.

– Quizás hayáis notado que este tramo del río es de régimen de marea -continuó diciendo Plautio-, y si os fijáis en la otra orilla veréis que Carataco ha estado colocando obstáculos sumergidos en el lecho del río. ¿La marea está subiendo o bajando, tribuno Vitelio?