_¡Por todos los dioses! -exclamó Sabino-. Tratan de empujarnos hacia los pantanos.
– Y van a conseguirlo -dijo Vespasiano en tono grave- a menos que intervengamos.
– ¿Nosotros? -Sabino parecía estar horrorizado-. ¿Qué Podemos hacer nosotros? Deberíamos proteger el campamento, así los supervivientes tendrán algún lugar hacia el que huir.
– ¿Supervivientes? No habrá supervivientes. Todos corren directos al pantano, donde se ahogarán o quedarán atrapados en el lodo y los harán pedazos. -Vespasiano alargó la mano y agarró a su hermano del brazo-. Sabino, depende de nosotros. No hay nadie más. ¿Me comprendes?
Sabino recuperó el dominio de sí mismo y asintió con la cabeza.
– ¡Bien! -Vespasiano le soltó el brazo.. Ahora entra en el campamento y trae a las otras cuatro cohortes y cualquier tropa auxiliar que encuentres. Hazlos formar lo más rápidamente que puedas y realiza un ataque directo colina abajo. haz tanto ruido como puedas. ¡Y ahora vete!
– ¿Y tú qué vas a hacer? -Me arriesgaré con lo que tengo aquí. Sabino hizo girar a su caballo y lo espoleó hacia la puerta principal del campamento, muy inclinado sobre el cuello del animal mientras le clavaba los talones.
Con una última mirada a su hermano, Vespasiano se preguntó si volverían a verse otra vez en este mundo. Luego alejó aquel nefasto pensamiento de su mente y se armó de valor para hacer lo que debía si quería salvar al ejército y a su emperador. Se volvió hacia sus tribunos y los llamó para que se acercaran. Los jóvenes escucharon atentamente mientras él daba las instrucciones de la forma más resuelta que pudo y luego se alejaron al galope para pasar las órdenes a los centuriones de más rango de las seis cohortes. Vespasiano desmontó, le dio las riendas a un mozo de cuadra y pidió que le trajeran su escudo. Desabrochó el cierre de su capa color escarlata y dejó que se deslizara hasta el suelo.
– Asegúrate de que la lleven de vuelta a mi tienda. Esta noche voy a necesitarla si refresca.
– Sí, señor -asintió su esclavo personal con una sonrisa--.
Le veré luego entonces, señor.
Cuando hubo comprobado la correa de sujeción de su yelmo y se hubo asegurado de que el asa de su escudo estuviera seca, Vespasiano desenvainó su espada y dio unos golpes con ella contra el borde del escudo. Miró a sus cohortes para cerciorarse de que todo estaba listo. Los soldados estaban en estado de alerta, formados en silencio y siguiendo atentamente el desarrollo de la acción en el valle mientras aguardaban órdenes.
– ¡La segunda avanzará en diagonal! -gritó, y la orden rápidamente se repitió a lo largo de la línea. Contó hasta tres antes de la fase de ejecución del mandato y entonces llenó los pulmones-: ¡Adelante!
Las seis cohortes avanzaron a un ritmo constante e iniciaron el descenso por la pendiente en dirección a los gritos y chillidos de la desesperada batalla que tenía lugar en el valle.
La niebla se estaba dispersando rápidamente y empezaba a dejar al descubierto la magnitud del desastre al que se enfrentaban Claudio y las otras tres legiones. Las tropas de retaguardia, que habían sido sorprendidas sin estar formadas y a las que el ataque por sorpresa desde el bosque había obligado a retroceder, habían roto filas y huían a ciegas por el campo de batalla hacia el pantano. Unos cuantos focos de resistencia dispersos señalaban el lugar donde un centurión había tenido la determinación y aplomo suficientes para reunir unos cuantos soldados que se enfrentaran a los britanos armados con picas. Alineados tras los escudos que colocaban muy juntos, unos pequeños grupos de legionarios se abrían paso a la fuerza para acercarse unos a otros, pero estaban saliendo muy malparados debido al alcance de las picas del enemigo.
Los estandartes de la cuarta cohorte cabeceaban al rítmico paso de sus portadores y a Cato se le fue la mirada automáticamente hacia ellos cuando sus doradas decoraciones atraparon el sol y brillaron con un ardiente fulgor. Las cohortes marchaban en dos líneas de tres centurias, con la sexta centuria apostada a la derecha de las tropas de retaguardia. Cato veía claramente la línea de avance. Los altos robles del bosque se alzaban por delante y a la izquierda de la segunda legión en anchos senderos que se adentraban en sus sombras perfectamente visibles ahora que la cortina de brezos se había retirado. Tanto por delante como a la derecha había cuerpos desparramados sobre la hierba pisoteada, aún mojada por el rocío que le empapaba las botas. La cohorte pasó por encima de los restos de la batería de catapultas del flanco izquierdo. muchas de las máquinas estaban volcadas y los cuerpos de sus soldados yacían desplomados por todas partes. Cato tuvo que esquivar el cadáver de un centurión y cuando miró hacia abajo notó que la bilis le subía por la garganta al ver los cartílagos sangrientos y los tendones cercenados a un lado del cuello del oficial, donde un golpe de espada casi le había arrancado la cabeza.
Siguieron adelante y dejaron atrás aquella carnicería. Mientras avanzaban, Cato vio que al menos una parte del enemigo reaccionaba a la aproximación de las cohortes. Los piqueros más cercanos se habían dado la vuelta para hacer frente a la amenaza y lanzaban gritos de advertencia a sus compañeros. Un número cada vez mayor de ellos se volvió para atacar a la segunda legión y lanzaron sus gritos de guerra al tiempo que apuntaban con sus picas.
– ¡Alto! -bramó Vespasiano.
Las cohortes se detuvieron un paso más adelante con las manos apretadas alrededor de las jabalinas en previsión de la siguiente orden.
– Jabalinas en ristre!
Los legionarios de la primera fila de las centurias levantaron el asta de sus jabalinas y echaron hacia atrás el brazo con el que la lanzarían. La carga de los britanos flaqueó. Sin escudos que los protegieran, los piqueros sabían muy bien lo vulnerables que eran a una descarga de jabalinas. ~¡Lanzad!
Los brazos de los legionarios se movieron rápidamente hacia adelante y soltaron un irregular cordón de líneas oscuras que se alzó en el aire describiendo una parábola hacia los britanos. Cuando alcanzaron el punto más alto en su trayectoria, las jabalinas parecieron quedar suspendidas en el aire un instante y los gritos de guerra de los britanos se apagaron súbitamente en sus gargantas mientras se preparaban para el impacto. Las puntas de las jabalinas descendieron y la descarga cayó en picado sobre las tropas britanas y se clavó y atravesó los cuerpos sin proteger de los piqueros. El ataque enemigo se vino abajo enseguida y los britanos que sobrevivieron a la primera descarga miraron atemorizados a las cohortes mientras Vespasiano ordenaba a la segunda línea que se preparara. Pero no hizo falta otra lluvia de jabalinas. Casi como un solo hombre, los britanos retrocedieron, sin ningún deseo de hacer frente a otra descarga y unirse a sus compañeros abatidos que yacían muertos o heridos entre el irregular cerco de astas de jabalina cuyas puntas se habían enterrado en la carne desnuda y el suelo.
– ¡Adelante! -gritó Vespasiano, y las cohortes avanzaron una vez más al tiempo que recuperaban las jabalinas no dañadas y remataban al enemigo herido mientras atravesaban la destrucción que habían causado. En aquellos momentos el flanco izquierdo de la legión se hallaba cerca del límite del bosque y Vespasiano ordenó que el avance volviera a alinearse. La legión se detuvo y fue girando a un ritmo constante hasta que estuvieron frente al flanco izquierdo de los piqueros Britanos, cortándoles el paso hacia el bosque en una hábil inversión de posiciones. Ahora iban a ser los britanos los que serían obligados a retroceder hacia el pantano, siempre que las seis cohortes pudieran mantener el impulso de su contra ataque.