A menos que Sabino se lanzara pronto con todo el peso de las unidades que hubiera podido conseguir, el resultado de batalla seguía siendo muy dudoso. Vespasiano dedicó una rápida mirada hacia atrás, por la pendiente hacia el campamento romano, pero todavía no había indicios de ayuda proveniente de esa dirección. Ordenó avanzar a su legión y, cuando iniciaron la marcha hacia la agitación de la refriega que se extendía por el valle, Vespasiano empezó a golpear el borde de su escudo con la espada. A su alrededor, los soldados siguieron el ritmo y rápidamente se propagó por las otras cohortes mientras la doble línea se cerraba sobre los piqueros.
Pasaron entonces por encima de los cuerpos de sus compañeros de las otras legiones y una firme determinación de obtener una total y sangrienta venganza les llenó los corazones mientras alzaban sus escudos y se preparaban para entablar combate con los britanos. Los triunfantes bramidos de guerra de los piqueros se apagaron cuando la segunda legión se precipitó hacia ellos y, más allá de los britanos, los apretados grupos de los otros legionarios volvieron a formar con un grito de esperanza.
Vespasiano dio el alto a sus hombres una última vez para lanzar las jabalinas que quedaban y entonces la segunda arremetió contra el objetivo con un grito salvaje de exultación enloquecida en los labios de todos los soldados.
Rodeado por todas partes de legionarios con los ojos desorbitados, Cato se dejó llevar por el momento y liberó la tensión y agresividad que se habían ido acumulando en su interior durante el avance. Dejó escapar un grito sin sentido cuando se vio envuelto en la carrera de soldados que se precipitaban hacia el enemigo que aguardaba. Con un estrépito de lanzas y escudos la segunda legión se lanzó contra la rota línea de britanos y el impulso de la carga los hizo atravesar el descompuesto tumulto de piqueros que tan sólo unos momentos antes estaban gritando triunfalmente mientras se apiñaban alrededor de la desorganizada agitación de las legiones atrapadas.
Cato bajó la cabeza y se abrió paso a empujones hacia el denso agolpamiento de soldados que se propinaban machetazos y estocadas unos a otros. Era consciente de la presencia de Macro que, justo a su derecha, daba gritos de ánimo al resto de su centuria y agitaba su espada corta en el aire para que los soldados se agruparan a su alrededor. Cato se encontró enfrentado a un britano que gruñía mientras sujetaba la pica con las dos manos y la blandía contra él moviéndola de un lado a otro y hacia abajo, en dirección a su estómago. Cato le dio un golpe a la punta de la lanza que la desvió a la derecha y entonces arremetió por el interior contra el punto de agarre del britano. El hombre no tuvo más que un instante para sorprenderse antes de que la espada de Cato se ensartara en la parte superior de su pecho. Cayó hacia atrás y derramó unos enormes goterones de sangre cuando Cato sacó la espada de su cuerpo, lo tiró al suelo y se volvió en busca de otro enemigo.
– ¡Cato, a tu izquierda! -gritó Macro. El optio agachó la cabeza de manera instintiva y la ancha hoja de una lanza chocó ligeramente con la parte de arriba de su casco. El golpe lo cegó momentáneamente y lo vio todo blanco. Se le aclaró la vista al instante pero todo le daba vueltas y chocó contra el suelo cuando el piquero se lanzó contra su costado y ambos cayeron sobre la hierba empapada de sangre. Cato notó la intensa respiración del britano, percibió el hedor de su cuerpo y en el hombro de aquel hombre vio un tatuaje de un intenso color azul que por un momento se retorció ante sus Ojos. Entonces el hombre lanzó un gruñido, se le cortó la respiración y cayó de lado al tiempo que Macro le extraía su espada y se acercaba a Cato.
– ¡Levántate, muchacho! El centurión protegió sus cuerpos con el escudo, atento a cualquier ataque, mientras Cato se ponía en pie con dificultad y sacudía la cabeza para tratar de que se le fuera el mareo.
– ¿Cómo te encuentras? -Bien, señor. -Bien. Vamos. El ímpetu de la carga había seguido su curso y en aquel momento los soldados de la sexta centuria cerraban filas y avanzaban tras una pared de escudos, eliminando a cualquier enemigo que se cruzara en el camino de su continuo avance. Las filas enemigas estaban apelotonadas, tanto que ya no podían hacer un uso efectivo de sus lanzas y poco a poco las iban haciendo pedazos. Desde más arriba de la loma, las legiones que habían estado a punto de ser derrotadas se volvieron entonces hacia su enemigo e impusieron su venganza de forma salvaje. Los gritos de triunfo de los guerreros britanos se extinguieron y fueron sustituidos por otros de miedo y pánico mientras intentaban escapar de las siniestras hojas de las espadas cortas de los legionarios. En el apretado agolpamiento de cuerpos, la espada corta era la más mortífera de las armas y los britanos cayeron en gran número. Aquellos a los que herían y que caían sobre la hierba manchada de sangre eran pisoteados y sus cuerpos aplastados por los hombres que luchaban sobre ellos y luego por más cuerpos todavía, por lo que algunos de ellos murieron asfixiados de una manera horrible.
Cato echaba el escudo hacia adelante, daba un paso hacia él y apuñalaba con su espada a un ritmo constante mientras avanzaba con el resto de la centuria. Algunos soldados tenían unas enormes ansias de sangre y se adelantaron a la línea, propinando mandobles y estocadas al enemigo y exponiéndose al peligro por los cuatro costados. Muchos de ellos pagaron el precio de esa pérdida del dominio de sí mismos y sus compañeros tuvieron que pasar por encima de sus cuerpos recién alanceados. Cato era consciente del peligro que existía debajo de sus pies y medía sus pasos cuidadosamente mientras avanzaba con miedo a tropezar y no poder levantarse de nuevo.
– ¡Están rompiendo filas! -gritó Macro por encima del estruendo del choque de las armas y los gruñidos y gritos de los combatientes-. ¡Las líneas enemigas se están rompiendo!
Desde la derecha, por encima de la hirviente concentración de cuerpos y armas, Cato vio que se acercaban más estandartes romanos en la dirección del campamento.
– ¡Es la guardia del campamento! -gritó. La aniquilación de los lanceros enemigos se decidió cuando el resto de cohortes de la legión y una pequeña parte de las cohortes auxiliares cargaron contra su retaguardia. Encerrados por tres lados por una impenetrable pared de escudos romanos, murieron allí mismo. Los supervivientes soltaron las armas y se precipitaron hacia el pantano en un desesperado intento de encontrar la salvación en esa dirección. Al principio, los britanos atrapados en aquel torno blindado de legionarios romanos trataron de resistir incluso cuando se vieron obligados a ceder terreno. De pronto, se desintegraron como fuerza combatiente y se convirtieron en un torrente de individuos que corrían para salvar sus vidas perseguidos por un enemigo implacable.
Con gritos de regocijo, los soldados de la sexta centuria arremetieron contra ellos a lo largo de una corta distancia, pero sus pesadas armas y corazas les forzaron a abandonar la persecución. Clavaron sus escudos en el suelo y se apoyaron en ellos jadeando, y sólo entonces fueron conscientes muchos de ellos de las heridas que habían sufrido en medio del furor de la batalla. Cato estuvo tentado de dejarse caer al suelo y dar un descanso a sus miembros doloridos, pero la necesidad de dar ejemplo al resto de soldados hizo que se quedara de pie, erguido y listo para responder a nuevas órdenes. Macro se abrió paso a empujones hacia él a través de los cansados legionarios.
– Un trabajo duro ¿eh, optio? -Sí, señor. -¿Viste cómo corrían al final? -Macro se rió-. ¡Desbocados como un puñado de vírgenes en las Lupercales! No creo que volvamos a ver a Carataco antes de tomar Camuloduno.
Un sonido penetrante, distinto a todo lo que Cato había oído en su vida, cruzó el campo de batalla y todas las cabezas se volvieron hacia el pantano. Se volvió a repetir, un estridente y agudo bramido de terror y dolor.