– ¿Que carajo es ese escándalo? -Macro miró con los ojos muy abiertos.
Por encima de las cabezas de los demás legionarios, Cato vio la loma baja en la que había tomado posiciones la batería derecha de ballestas. Al igual que sus camaradas del lado izquierdo, habían sido arrollados rápidamente por los carros de guerra britanos. Los bárbaros todavía estaban allí y habían dado la vuelta a unas cuantas de esas armas colocándolas de cara al pantano. Y allí, en el pantano, estaban los elefantes, atrapados en el barro lodoso hasta el vientre mientras sus conductores los instaban a avanzar frenéticamente y los britanos los utilizaban para realizar prácticas de tiro. En el mismo momento que Cato miraba, una flecha describió una baja trayectoria arqueada y se clavó en el costado de uno de los elefantes.
Ya había sido alcanzado en las ancas y una mancha de sangre le bajaba por las piernas traseras de allí donde la lanza sobresalía de su piel arrugada. Cuando le alcanzó la segunda-saeta, el elefante levantó la trompa en el aire, barritando y chillando de dolor. La fuerza de la flecha le atravesó la gruesa piel y su punta quedó profundamente clavada en las tripas del animal. Con el siguiente chillido de agonía surgió del extremo de su trompa una densa lluvia carmesí que quedó suspendida en el aire como una niebla roja antes de dispersarse. A la vez que se revolvía como un loco en el barro, el animal cayó de lado arrastrando con él a su conductor. Más flechas alcanzaron a los demás animales encallados en el pantano y, uno a uno, los aurigas britanos eliminaron a las bestias restantes antes de que la infantería romana más próxima llegara a la loma. Los britanos saltaron a los carros de guerra que les aguardaban y, con un fuerte coro de gritos y chasquidos de riendas, los carros subieron en diagonal por la ladera con gran estruendo, dejaron atrás el campamento romano y escaparon rodeando la linde del bosque.
– ¡Esos cabrones! -Cato oyó que decía entre dientes un legionario.
Una consternada calma se cernió sobre el valle, y se hizo más insoportable por los terribles gritos de las bestias que agonizaban. Cato vio a unos lanceros britanos que bordeaban el pantano aprovechando al máximo la pausa que se había producido para escapar. Cato quiso señalarlos y gritar la orden de perseguir al enemigo, pero los bramidos de los elefantes moribundos dejaron aturdidos a los romanos.
– ¡Ojalá alguien hiciera callar a esos malditos animales! -dijo Macro en voz baja.
Cato sacudió la cabeza, estupefacto. Todo el valle estaba cubierto de soldados caídos y desangrados, entre ellos cientos de romanos, y aun así aquellos endurecidos veteranos que había en torno a él estaban perversamente fascinados por la suerte que habían corrido unos pocos animales. Dio un puñetazo en el borde de su escudo con amarga frustración.
Mientras los lanceros britanos huían, sus compañeros en lo alto de las colinas comprendieron que la trampa había fallado. La incertidumbre y el miedo recorrieron sus filas y empezaron a ceder terreno a las legiones, lentamente al principio y luego a un ritmo más constante, hasta que desaparecieron en grandes cantidades. Sólo el grupo de guerreros de élite de Carataco permaneció firme hasta que el ejército se hubo retirado sin problemas.
Desde la cresta de la colina, el emperador se dio una palmada en el muslo con alegría al ver que el enemigo se batía en completa retirada.
– Ja! ¡Mirad como co-corre con el rabo entre las piernas! El general Plautio tosió. -¿Doy la orden para que empiece la persecución, César? -¿Pe-persecución? -Claudio arqueó las cejas-. ¡Ni hablar! Me gustaría mu-mucho, compañeros del ejército, que dejarais a unos cua-cuantos de esos salvajes con vida para que yo los gobierne.
– ¡Pero, César! -¡Pero, pero, pero! ¡Ya es suficiente, general! Yo doy las órdenes. ¡Faltaría más! Mi pri-primera campaña en el mando y consigo una victoria rotunda. ¿No es prueba suficiente de mi ge-ge-genialidad militar? ¿Y bien?
Plautio imploró a Narciso con la mirada, pero el primer secretario se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza. El general frunció los labios e hizo un gesto hacia los britanos que se retiraban.
– Sí, César. Es prueba suficiente.
CAPÍTULO XLIX
Dos días después, el ejército romano llegó ante las fortificaciones de Camuloduno. Cuando la noticia de la derrota de Carataco llegó a oídos de los ancianos de la ciudad de los trinovantes, éstos, sabiamente, se negaron a admitir en su capital a los desaliñados restos del ejército de su cacique y observaron con alivio cómo las hoscas columnas desaparecían hacia el norte a través de las ricas tierras de labranza. La mayor parte de los guerreros trinovantes que habían servido con Carataco se mantuvieron leales a él y, no sin tristeza, volvieron la espalda a sus parientes y se marcharon. Unas horas más tarde, una avanzada de exploradores de la caballería romana se acercó con cautela y estuvieron a punto de darse la vuelta y salir huyendo cuando las puertas de la ciudad se abrieron bruscamente y una delegación salió a toda prisa para darles la bienvenida. Los trinovantes fueron efusivos tanto en su recibimiento de los romanos como en su repulsa de aquellos miembros de su tribu que se habían unido a Carataco en su vano intento de resistirse al poder del emperador Claudio.
Los exploradores transmitieron los saludos al ejército que marchaba por detrás a varios kilómetros de distancia y, a última hora de la tarde, las exhaustas legiones romanas levantaron el campamento en las cercanías de la capital de los trinovantes. La cautela profesional del general Plautio le llevó a ordenar hacer la profunda zanja y el alto terraplén de un campamento situado frente al enemigo antes de que al ejército se le permitiera descansar.
A primera hora del día siguiente, al emperador y a su Estado Mayor los acompañaron en una visita informal de la capital tribal, -una dura tarea según los criterios imperiales-, que en su mayor parte estaba formada por edificios de adobe y canas con armazón de madera y un puñado de estructuras de piedra más imponentes en el centro. La capital daba a un profundo río junto al cual se extendía un sólido muelle y unas largas cabañas utilizadas como almacén donde los mercaderes galos ejercían su oficio, transportando vinos y cerámica de calidad del continente y cargando sus barcos para el viaje de vuelta con pieles, oro, plata y exóticas joyas bárbaras para los voraces consumidores del Imperio.
– Un excelente lugar para fundar nuestra primera colonia, César -anunció Narciso-. Fuertes lazos comerciales con el mundo civilizado y una ubicación ideal para la explotación de los mercados interiores.
– Bueno, sí. Bien -dijo el emperador entre dientes, aunque en realidad no estaba escuchando a su primer secretario-. Pero más bien creo que un bo-bo-bonito templo en mi honor tendría que ser una de las principales pri-pri-prioridades. ~¿Un templo, César?
– Nada demasiado recargado, sólo lo suficiente para inspsp-spirar un poco de respeto.
– Como desee, César. -Narciso hizo una reverencia y, con soltura, desvió la conversación hacia otros planes más pertinentes para el desarrollo de la colonia. Al escucharlos, Vespasiano no pudo evitar maravillarse ante la facilidad con la que se decidía erigir un monumento así. Un simple antojo del emperador y se llevaría a cabo, sin más. Un enorme santuario con columnatas dedicado a un hombre que gobernaba desde una lejana gran ciudad se alzaría por encima de las precarias casuchas de aquella población bárbara con tanta certeza como si lo hubiese ordenado Júpiter. Y sin embargo, ese emperador, que aspiraba a ser un dios, era igual de vulnerable a la estocada de un cuchillo asesino que cualquier otro mortal. La amenaza contra Claudio le seguía rondando por la cabeza a Vespasiano, al igual que el temor de que Flavia pudiera estar involucrada en el complot.