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– ¿Cómo van los planes para la ce-ceremonia de mañana? -preguntaba Claudio.

– Muy bien, César -respondió Narciso-. Una procesión solemne hacia la capital al mediodía, la dedicación de un altar a la paz y luego, por la noche, un banquete en el centro de Camuloduno. Me han llegado noticias de nuestros nuevos aliados.

Parece ser que se han enterado de la derrota de Carataco y están deseosos de ofrecernos su lealtad en cuanto tengan ocasión. Sería un buen eje central para el banquete. Ya sabe, ese tipo de cosas: los salvajes conducidos ante la presencia del poderoso emperador, ante cuya majestad imperial caen sobre sus rodillas y juran obediencia eterna. Sería genial y contribuiría a una mayor lectura de la gaceta de Roma. A la plebe le encantará.

– Bien. Entonces encárgate de los preparativos necesarios, por favor. -Claudio se detuvo de pronto y sus oficiales tuvieron que pararse bruscamente para no chocar con él-.

¿Has oído la última frase? ¡No he tartamudeado ni una vez!

¡Por todos los dioses!

De repente Vespasiano se sintió agotado de la presencia del emperador. La natural e infinita arrogancia de los miembros de la familia imperial era fruto del rastrero homenaje que le tributaban todos los de su entorno. Vespasiano estaba orgulloso de los genuinos logros de su familia. Desde su abuelo, que había servido como centurión en el ejército de Pompeyo, hasta su padre, que ganó una fortuna suficiente para ascender a la clase ecuestre, y luego su propia generación, en la que tanto él mismo como Sabino podían aspirar a unas brillantes carreras senatoriales. Nada de eso había sido una mera casualidad de nacimiento. Todo era resultado de una gran cantidad de esfuerzo y probadas aptitudes. Al pasar la mirada de Claudio a Narciso y viceversa, Vespasiano experimentó la primera punzada de deseo de ser tan venerado como le correspondía. En un mundo más justo sería él y no Claudio quien tuviera el destino de Roma en sus manos.

Más mortificante todavía era el recibimiento que le había hecho Claudio después de la derrota aplastante del ejército de Carataco. Cuando Vespasiano subió al galope para cerciorarse de que su emperador había salido ileso de la batalla, se sorprendió al ver los aires de petulante satisfacción de Claudio.

– ¡Ah! Ahí está, legado. Debo darle las gracias por el papel que usted y sus hombres han desarrollado en mi trampa.

– ¿Trampa? ¿Qué trampa, César? -Pues atraer al enemigo hasta una po-posición en la que re-re-revelara todas sus fuerzas y llevarlas así a su destrucción.

Tuviste el ingenio necesario para llevar a cabo la importante fu-función que te había asignado.

Vespasiano se quedó boquiabierto al oír aquella asombrosa versión de los acontecimientos matutinos. Entonces apretó la mandíbula con fuerza para contenerse y no hacer ningún comentario que supusiera una amenaza para su carrera, por no hablar de su vida. Inclinó la cabeza gentilmente y masculló su agradecimiento, y trató de no pensar en los cientos de rígidos cadáveres romanos que se hallaban desparramados por el campo de batalla como silencioso tributo a la genialidad táctica del emperador.

Vespasiano se preguntó si, después de todo, sería tan terrible que Claudio cayera bajo el cuchillo de un asesino.

La visita a la capital de los trinovantes terminó y el emperador y sus oficiales regresaron al campamento para encontrarse con que habían llegado los representantes de doce tribus que estaban esperando en el cuartel general para tener una audiencia con Claudio. _¿Una audiencia con el César? -dijo Narciso con desdén-. Creo que no. Al menos hoy. Pueden presentarse ante él mañana, en el banquete.

– ¿Es eso prudente, César? -preguntó Plautio con calma-. Los vamos a necesitar cuando reanudemos la campaña. Sería mejor tratarlos como aliados bienvenidos más que como suplicantes despreciados.

– Que es lo que son, -interrumpió Narciso. Claudio volvió el rostro hacia el cielo como si buscara consejo divino y se acarició suavemente el mentón. Al cabo de un momento movió la cabeza afirmativamente y se dirigió a los hombres de su Estado Mayor con una sonrisa:

– Los miembros de las tribus pueden esperar. Ha sido un día muy largo y estoy ca-cansado. Decidles… decidles que César les da una calurosa bienvenida pero que las ex-ex-exigencias de su cargo le impiden recibirlos en p-p-persona. ¿Qué tal?

Narciso batió palmas. -¡Un dechado de elegancia y claridad, César! -Sí, así me lo parece. -Claudio echó la cabeza hacia atrás para mirar a Plautio por encima del hombro-. ¿Y bien, general?

– César, sólo soy un soldado y carezco del refinamiento necesario para juzgar el mérito estético de la locuacidad de otra persona.

Claudio y Narciso lo observaron en silencio, uno con una mirada de benévola incomprensión, el otro con un detenido escrutinio al tiempo que buscaba algún indicio de ironía en las facciones del general.

– ¡Bueno, sí, exactamente! -asintió Claudio con un movimiento de la cabeza--. Es bueno ser consciente de las propias de-de-deficiencias.

– Habláis con toda justicia, como siempre, César. -Plautio inclinó la cabeza y Claudio se alejó renqueando hacia su tienda con Narciso correteando a su lado. Entonces el general se volvió hacia sus oficiales-. ¡Vespasiano!

– Sí, señor. -Será mejor que te ocupes adecuadamente de nuestros invitados tribales.

– Sí, señor. -Encárgate de que estén cómodos y bien atendidos. Pero mantenlos bien vigilados. Nada demasiado molesto, lo suficiente para que sepan que los observamos de cerca. No podemos permitirnos tenerlos rondando por ahí si hay algo de cierto en el rumor sobre un atentado contra la vida del emperador.

– sí, señor. -Vespasiano saludó y se fue. Los invitados a su cargo estaban en la tienda del cuartel general. Cuando entró se dio cuenta inmediatamente de que existía una marcada división entre los representantes tribales: hubo algunos que se pusieron en pie para saludarlo con una cansina aceptación de lo inevitable y otros que permanecieron en cuclillas en el suelo mientras lo fulminaban con una mirada de amarga hostilidad. A un lado, tratando de ser digno sin parecer petulante por haberse puesto de lado de los vencedores, estaba sentado Adminio. Un hombre enorme se volvió hacia el legado y lo examinó con el desagradablemente manifiesto aire de alguien que inspecciona a un inferior. Se acercó a Vespasiano con el brazo en alto y saludó al legado de manera formal. Cuando empezó a hablar, Vespasiano le indicó rápidamente a Adminio que tenía que traducir sus palabras.

– Venutio se permite informarte de que él y los demás aquí congregados tuvieron el privilegio de observar la batalla como invitados de Carataco. Dice que le sigue costando entender la lógica de vuestra táctica en combate, y estaría de lo más agradecido si quisieras discutirla con él.

– En otro momento. Ahora estoy bastante ocupado -respondió Vespasiano con frialdad-. Y dile que cualquiera que hubiera sido la táctica, el resultado era inevitable. Siempre lo es cuando los nativos poco disciplinados intentan vencer a un ejército de soldados profesionales. Lo que importa es que ganamos y que al final esta isla se convertirá en una provincia romana. En este momento es lo único que me preocupa. Dile que tengo ganas de verle, y a los demás también, cuando se inclinen ante el César y le prometan lealtad en el banquete de mañana.

Mientras Adminio lo traducía, Vespasiano echó una mirada a los representantes tribales y le llamó la atención la expresión de desprecio en el rostro del más joven. Los ojos del muchacho ardían de odio y su mirada se mantuvo firme mientras Vespasiano lo observaba. Por un instante el legado pensó en quedárselo mirando fijamente hasta que apartara la vista, pero decidió que sería una pérdida de tiempo y se dio la vuelta para marcharse. Una pequeña sonrisa de satisfacción rondó los labios del joven britano. Vespasiano le hizo una seña con el dedo a Adminio y se agachó bajo los faldones de la entrada de la tienda.