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– Pero, el emperador… -¡Cierra el pico, idiota! ¿No te das cuenta de que intentaba que le pegaras? Ya sabes cuál es la pena por atacar a un oficial. ¿Quieres que te crucifiquen? ¿No? Pues quédate calladito.

Cuando estuvieron fuera del alcance de la mirada de Vitelio, Macro agarró a Cato por el cuello de la túnica y lo acercó a él. _¡Cato! ¡Espabila! Tenemos que hacer algo. Pronto empezará el banquete y tenemos que encontrar la manera de detener a Vitelio.

– ¡Que se joda Vitelio! -masculló Cato. -Más tarde. Ahora tenemos que salvar al emperador.

CAPÍTULO LIII

– No está mal -comentó Vespasiano con la boca llena de un pastelito salado-. Nada mal.

– Ten cuidado. Te están cayendo migas por todas partes. -Flavia las sacudió de los pliegues de la túnica de su marido-.

Francamente, diría que un hombre adulto tendría que dedicar un poco más de tiempo a pensar en las consecuencias de lo que elige comer.

– No me eches la culpa, cúlpalo a él. -Vespasiano agitó el pastelito hacia Narciso, que estaba de pie a un lado de la mesa del emperador mientras su amo picaba de un plato de setas con ajo-. -Él ha decidido el menú y lo ha hecho de primera. Por cierto, ¿esto qué es?

Flavia tomó una de las pastas y la olfateó con la refinada reflexión de aquellos que han sido educados para mirar por encima del hombro los esfuerzos de los demás.

– Es carne de venado (a lo que podría añadir que ha estado colgada más tiempo del necesario) adobada con salsa de escabeche de pescado antes de desmenuzarla, mezclarla con hierbas y harina y hornearla.

Vespasiano la miró con manifiesta admiración y luego volvió la vista a los restos de su pastelito.

– ¿Cómo sabes todo eso? ¿Sólo por el olor? -A diferencia de ti, yo me molesté en leer el menú. Vespasiano esbozó una sonrisa gentil. -¿Qué más hay en el menú, ya que tú eres la experta? -No tengo ni idea. Sólo llegué a leer los entrantes, pero me imagino que no es más que una repetición de todos los banquetes que Claudio ha celebrado hasta ahora.

– Un animal de costumbres, nuestro emperador. -De las costumbres de Narciso, por desgracia. El menú tiene su impronta por todas partes: elegido con escrupulosidad, pretencioso y con muchas posibilidades de dejarte una sensación de náusea en el estómago.

Vespasiano soltó una carcajada y, de forma espontánea, se acercó a su esposa y la besó en la mejilla. Ella aceptó el beso con una expresión de sorpresa.

– Lo siento. No pretendía asustarte -dijo Vespasiano-. Es que, por un momento, parecía como en los viejos tiempos.

– No tiene por qué parecer otra cosa, esposo. Si no me trataras con tanta frialdad.

– Frialdad -repitió Vespasiano, y la miró a los ojos-. Eso no es lo que tú me inspiras. Nunca te he querido más que ahora. -Se acercó más a ella y siguió hablando en voz baja-. Pero tengo la sensación de que no te conozco. Desde que me dijeron que estabas relacionada con los Libertadores.

Flavia le tomó la mano y la apretó con fuerza. -Te he contado todo lo que necesitas saber. Te he dicho que no tengo ningún contacto con esa gente. Ninguno.

– Tal vez ahora no. Pero, ¿y antes? Flavia sonrió tristemente antes de responder con una voz clara y queda:

– No tengo ningún contacto con ellos ahora. Esto es cuanto puedo decirte. Si te contara algo más podría ponerte en peligro, y tal vez a Tito también… y al otro niño.

– ¿El otro niño? -Vespasiano frunció el ceño antes de caer en la cuenta. Dejó de masticar la pasta, cogió aire para decir algo y de pronto empezó a ahogarse con las migas del pastelito. Se le puso la cara roja mientras tosía desesperadamente para intentar aclararse la garganta. Las cabezas empezaron a volverse y, en la mesa de honor, Claudio levantó la mirada, observó el espectáculo y volvió los ojos a su comida, aterrorizado. Narciso se acercó a él a toda prisa para tranquilizarlo y rápidamente mordisqueó una de las setas del plato de Claudio.

Flavia le daba golpes en la espalda a su marido, tratando de librarlo de la obstrucción hasta que, por fin, Vespasiano volvió a respirar y, con lágrimas saltándole de los ojos, atrapó las manos de Flavia para que dejara de vapulearle.

– Estoy bien. Estoy bien. -¡Creí que te morías! -Flavia estaba a punto de romper a llorar y, de pronto, se empezó a reír de los dos, con lo cual los demás comensales volvieron a quedarse tranquilos-. ¿Qué demonios te ha pasado?

– El bebé -logró decir Vespasiano antes de volver a toser--.

¿Estás esperando otro bebé?

– Sí -respondió Flavia con una sonrisa antes de mandar a Lavinia a buscar un poco de agua para su marido.

Vespasiano, todavía con la cara roja, se inclinó y rodeó a su mujer con los brazos, ocultando el rostro entre su hombro y su cuello.

– ¿Cuándo lo concebiste? -En la Galia, poco antes de que llegáramos a Gesoriaco. Hace más de cuatro meses. Espero el bebé para primeros del año que viene.

– ¡Vespasiano! -gritó Claudio por encima del barullo de las conversaciones que, de repente, se apagaron-. ¡Eh, Vespasiano!

Vespasiano soltó a su esposa y se volvió rápidamente. -¿César? -¿Te encuentras bien? -Perfectamente bien, César. -Se volvió hacia su esposa con una sonrisa-. En realidad, estoy de maravilla.

– Pues no lo pa--pa--parece. ¡Hace un m-mo-momento parecías estar a punto de estirar la pata! Estaba pensando que me había salvado de milagro, que alguien te había envenenado por error.

– Nada de veneno, César. Acabo de enterarme de que voy a tener otro hijo.

Flavia se ruborizó y fijó la mirada en sus manos con apropiada modestia. Claudio alargó la mano para coger su copa de oro llena de vino y la alzó en su dirección.

– ¡Un brindis! Que el próximo Flavio que ha de nacer viva para servir a su emperador con tanta distinción como su padre, y como su tío, por supuesto. -Claudio movió la cabeza en dirección a Sabino, que esbozó una débil sonrisa. El resto de invitados que había en el enorme e intensamente iluminado salón de los catuvelanios coreó el brindis y Vespasiano inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero la desenfadada mención por parte del emperador de un posible intento de asesinato volvió a recordarle a Vespasiano sus temores sobre lo que Adminio le había contado y echó un vistazo por el salón al tiempo que observaba con recelo al contingente britano. Venutio, los patriarcas de los trinovantes y una veintena de otros nativos estaban sentados con cohibida incomodidad a la derecha del emperador, no muy lejos.

– ¿Por qué tardará tanto esa condenada de Lavinia? -masculló Flavia al tiempo que paseaba su mirada por el salón-. Sólo tenía que traerte un vaso de agua…

Un acre aroma a especias con un subyacente olor, más intenso, a salsas y a carne que se cocinaba, inundó el olfato de Cato cuando él y Macro entraron en la zona abierta de la cocina situada en la parte de atrás del gran salón. Unos enormes calderos hervían sobre los fogones de los que se ocupaban unos sudorosos esclavos mientras los cocineros trabajaban sobre unas largas mesas montadas sobre caballetes preparando la plétora de platos requeridos en un banquete imperial.

– ¿Y ahora qué? -susurró Cato. -Tú haz lo mismo que yo. El centurión se dirigió hacia la puerta de marco de madera que daba a uno de los lados del formidable salón. Un fornido esclavo de palacio vestido con una túnica de color púrpura levantó la mano mientras se acercaban.

– ¡Apártate de mi camino! -exclamó Macro con brusquedad.

– ¡Alto! -respondió el esclavo con firmeza-. No se puede entrar sin autorización.

– ¿Autorización? -Macro le devolvió una mirada fulminante-. ¿Quién dice que necesito autorización, esclavo?

– Por aquí sólo entran los esclavos de la cocina. Pruebe por la entrada principal del salón.

– ¿Quién lo dice? -Son las órdenes que tengo, señor. Directamente de Narciso en persona.

– Narciso, ¿eh? -Macro se le acercó y bajó la voz-. Tenemos que ver al legado de la segunda ahora mismo.