Macro lo alejó, a rastras, del gentío que gritaba y chillaba y lo empujó por la pequeña puerta lateral.
Una vez fuera del edificio, Macro se llevó a Cato hacia las sombras justo cuando los primeros pretorianos entraban en tropel en el salón y empezaban a reunir a los esclavos. Gritos y chillidos se alzaron en el aire.
Cato inclinó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la tosca pared de piedra. Sobre él, en las alturas, sin que los lamentables detalles de la existencia humana lo molestaran o preocuparan, se hallaba el firmamento, con una plácida reunión de estrellas rutilantes. Pero tenía un aspecto muy frío, más frío incluso que la desesperación que, como si fuera un torno, le oprimía el corazón y le aplastaba toda voluntad de vivir.
– Venga, muchacho. Cato abrió los ojos y parpadeó tratando de contener las lágrimas. La figura de Macro, oscurecida contra las estrellas, se erguía por encima de él con la mano extendida. Por un momento Cato quiso quedarse allí, que los pretorianos lo descubrieran con su cuchillo y acabaran rápidamente con su agonía.
– Ella está muerta, Cato. Tú aún sigues vivo. ¡Así son las cosas! ¡Y ahora, vamos!
Cato dejó que lo pusiera en pie. Con un suave empujón, Macro lo alejó del salón de vuelta a la seguridad del campamento de la segunda legión.
CAPÍTULO LIV
Algunos días después, el emperador abandonó la isla para regresar a Roma. Narciso había recibido la noticia de que, en ausencia de Claudio, algunos de los senadores habían empezado a cuestionar por lo bajo la idoneidad del emperador para su puesto. Si hubieran dejado pasar el tiempo, aquellos tímidos comentarios bien podrían llegar a hacerse oír. Era el momento oportuno para volver a la capital. Sin demora, se mandó llamar a la armada para que se dirigiera río arriba hasta Camuloduno y el bagaje imperial se cargó a toda prisa bajo cubierta. Había una larga hilera de barcos de guerra amarrados a lo largo del rudimentario muelle y los esclavos sudorosos corrían de aquí para allá por las pasarelas, animados por los sobrecargos del emperador, que manejaban las varas con su habitual falta de comedimiento.
No todos los miembros del séquito del emperador iban a abandonar Britania. A Flavia y a algunas de las esposas de los demás oficiales les habían dado permiso para pasar el otoño y el invierno con sus maridos antes de volver a Roma a comienzos de la próxima temporada de campaña. A Flavia no le hacía ninguna gracia tener que pasar otro gélido invierno más en el inclemente extremo septentrional del Imperio. Britania no era un lugar apropiado para dar a luz al hijo que esperaba. En cierto modo esperaba que Vespasiano declinara su ofrecimiento y la mandara de vuelta a Roma con Tito. Pero se había empeñado en que se quedara con él y le hizo notar que no debía viajar en su estado. En su fuero interno, lo que quería era alejarla de las peligrosas intrigas políticas de Roma, mantenerla fuera del alcance de la influencia de los Libertadores.
La mañana de la partida oficial amaneció con un cielo despejado y una ligera brisa. Bajo el aire fresco y la pálida luz, los soldados de la segunda legión se levantaron temprano en sus tiendas empapadas de rocío para tomar un rápido desayuno y prepararse para las ceremonias del día. A la segunda se le había concedido el honor de escoltar al emperador desde el campamento, pasando por Camuloduno, hacia el muelle donde embarcaría en su nave capitana. Tenían que llevar las vestiduras ceremoniales completas y a todos los soldados les habían dado las cimeras de rígida crin de color rojo para los cascos. Todas las piezas del equipo tenían que estar inmaculadas y los centuriones realizaron una minuciosa inspección de los hombres de sus centurias antes de conducirlos a la plaza de armas, donde la legión estaba formando.
Los estandartes ondeaban con la brisa y las capas de color escarlata de los oficiales se agitaban a sus espaldas mientras la legión permanecía en posición de descanso y esperaba en silencio el inicio de la procesión. Plinio volvía a ser tribuno superior ahora que Claudio había interrumpido el servicio de Vitelio como tribuno para que pudiera regresar a Roma con él y ser presentado en la capital como el hombre que había salvado al emperador del cuchillo de un asesino. Mucho más atrás en las filas de la legión se encontraba Cato, a un paso de distancia por el lado y a uno por detrás de su centurión. Habían pasado varios días tras el banquete y todavía estaba atontado por los acontecimientos de aquella noche, obsesionado con la imagen de Lavinia, muerta, tendida sobre su propia sangre. Aunque lo había abandonado por Vitelio y había pagado el terrible precio que era parte inevitable de tener una relación demasiado estrecha con el tribuno, Cato no podía evitar pensar en que él también había tenido algo que ver en su muerte. Macro no estaba tan circunspecto y, aunque no llegó tan lejos como para decir abiertamente que Lavinia había recibido lo que se merecía, su falta de compasión por la esclava era muy evidente. En consecuencia y muy a pesar de ambos, se había interpuesto entre ellos una fría formalidad, y permanecían en silencio mientras los demás soldados de la centuria charlaban alegremente.
El buen humor cesó de pronto cuando la alta cimera de un oficial superior se acercó. Se abrió un hueco entre las filas y Vespasiano se abrió camino entre sus hombres hacia Macro.
– ¡Centurión! Quisiera hablar contigo y con el optio en privado, por favor.
– Sí, señor. El legado fue delante, se alejó de la densa masa de legionarios y se detuvo cuando tuvo la certeza de que no podrían oírles. Se volvió hacia sus subordinados.
– ¿Habéis cambiado de opinión acerca del asunto que estuvimos discutiendo? Ésta es vuestra última oportunidad.
– No, señor -respondió Macro con firmeza. -Centurión, el hecho de que tuvierais un papel decisivo en salvarle la vida al emperador podría beneficiar vuestras carreras. Si Cato no hubiera detenido a ese asesino, dudo que nadie hubiera reaccionado a tiempo para salvar a Claudio.
Incluso ahora, la gente todavía está tratando de descubrir la identidad del hombre que se enfrentó primero a ese britano.
Si quieres, Cato, puedo hallar una forma discreta de asegurarme de que tus esfuerzos se vean recompensados.
– No, gracias señor. -Cato dijo que no moviendo cansinamente la cabeza--. Es demasiado tarde, señor. Usted vio como el emperador abrazaba a Vitelio en el instante en que se frustró el intento de asesinato. Ha encontrado a su héroe. Para nosotros sería peligroso reivindicar que participamos en su salvación. Estaríamos muertos antes de que nos diera tiempo a beneficiarnos de la hazaña. Sabe que es cierto, señor.
Vespasiano se quedó mirando al optio y asintió con un lento movimiento de la cabeza.
– Tienes razón, por supuesto. Yo sólo quería ver que se hacía justicia.
Cato dio un bufido desdeñoso ante la idea de que hubiese justicia en ese mundo y su centurión se puso rígido, preocupado por aquella afrenta al comandante de la legión.
– Muy bien. -El tono de Vespasiano era gélido-. Será mejor que volváis con vuestros hombres.
Con las primeras cinco cohortes en cabeza, el emperador y su Estado Mayor avanzaron a través de Camuloduno hacia el muelle. A su lado cabalgaba Vitelio, que, respondía gentilmente a las ovaciones de los legionarios alineados a lo largo de todo el trayecto cada vez que el emperador hacía un gesto hacia su nuevo favorito. Tras ellos iba Narciso, con sus fríos ojos clavados en Vitelio mientras consideraba sus opciones en silencio.
En el muelle las cohortes se desplegaron a ambos lados y las cimeras rojas de la segunda legión formaron una línea que se extendía a lo largo de toda la hilera de almacenes. El emperador desmontó, embarcó en la nave capitana y, desde una plataforma situada en la parte trasera de la embarcación, inclinó la cabeza cuando Vespasiano exhortó a sus soldados a lanzar un coro de vítores por el emperador y la gloria de Roma. Mientras el espacio entre el bao dorado del barco y la mampostería toscamente tallada del muelle se ensanchaba, los gritos de los legionarios siguieron resonando por el río. El general Plautio condujo su caballo junto a Vespasiano.