– Parece que nuestro emperador tendrá su triunfo después de todo.
– Sí, señor. -Aunque, por supuesto, lamentamos ver que nuestro emperador regresa a Roma, me da la impresión de que este ejército se alegrará de prescindir del beneficio de su genialidad táctica.
Vespasiano sonrió. -Sí, señor. Observaron cómo las hileras de remos del buque insignia surgían del interior del casco y luego, todos a la vez, descendían y se introducían en el agua. El barco se puso en marcha y empezó a deslizarse río abajo hacia el mar, seguido muy de cerca por su escolta de trirremes.
– Bueno, ya se ha terminado la campaña, al menos por este año -anunció Plautio-. Yo no sé tú, pero a mí me vendría muy bien un largo descanso antes de emprenderla otra vez con los britanos.
– Sé exactamente cómo se siente, señor.
– Será mejor que lo aproveches, Vespasiano. En cuanto llegue la primavera la segunda tendrá que estar preparada para soportar una dura prueba.
Vespasiano volvió la cabeza y dirigió una severa mirada al general.
– Pensé que podría interesarte. El año que viene, mientras las otras tres legiones siguen avanzando hacia el corazón de esta isla sumida en la ignorancia, he asignado a la segunda la tarea más ardua de todas: recorreréis la costa sur y obligaréis a someterse al dominio romano a todas las tribus que todavía no lo hayan hecho. Aún tenemos un aliado en quien podemos confiar en esas regiones: Cogidubno. Él os proporcionará una base de operaciones y actuaréis conjuntamente con la flota del canal para asegurar las tierras del oeste. Sin duda estarás encantado con la perspectiva de un mando independiente.
Vespasiano intentó no sonreír y asintió con la cabeza con gravedad.
– Bien. Estoy seguro de que harás un buen trabajo. Conciénciate, Vespasiano, de que se trata de esa clase de servicios que lanzan a los soldados hacia grandes carreras profesionales.
En cuanto el buque insignia hubo rodeado el recodo del río, se dio la orden a la segunda legión para que se retirara.
Las cohortes se alejaron del muelle con paso firme, de vuelta al campamento pasando por Camuloduno. Macro había visto el odio salvaje en los ojos de Cato mientras observaban cómo Vitelio se regodeaba en el esplendor del emperador sobre la cubierta del buque insignia. Tal vez pareciera fingido, pero Macro había visto suficiente mundo como para saber que aquella era la clase de furia que carcomía el corazón de los hombres y los conducía por el sendero de una paulatina autodestrucción. A Cato le hacía muchísima falta algún tipo de diversión y Macro decidió que él era la persona adecuada para proporcionársela.
– ¿Te apetece ir a la ciudad a beber algo esta noche? -¿Señor? -He dicho que esta noche iremos a tomar una copa. -¿Ah, sí? ¿Iremos? -Sí. Iremos. Cato movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento y su centurión se dio cuenta de que tendría que ofrecerle algo más como incentivo. Muy bien, había algo que podía probar. No es que le hiciera mucha gracia correr el riesgo de presentarle a su optio al último objeto de su interés romántico.
– Hay una chica a la que quiero que conozcas. Me la encontré en el mercado el otro día. Va a venir con nosotros esta noche. Es muy divertida y creo que te vas a llevar muy bien con ella.
– Es usted muy amable, señor. Pero no querría estorbar.
– ¡Tonterías! Ven con nosotros y te pones como una cuba. Confía en mí, te irá bien.
Por un momento Cato pensó en rechazar la oferta. Todavía no sentía que pudiera disfrutar otra vez de la vida, tenía demasiadas cicatrices emocionales para poder hacerlo. Entonces miró a su centurión a los ojos. En ellos vio expresada una genuina preocupación por su bienestar y se sintió impulsado a dejar de lado su dolor autocompasivo. De acuerdo entonces. Por Macro, aquella noche iba a pillar una terrible curda. Iba a ponerse lo bastante borracho como para olvidarse de todo.
– Gracias, señor. Tomaré con gusto una copa. -¡Buen chico! -Macro le dio una palmada en la espalda. -Y dígame, señor, ¿quién es esa amiga suya? -Es de una tribu de la costa este. Ahora mismo se aloja con unos parientes lejanos. Es un poco impulsiva, pero posee una belleza de aquellas que hacen parar en seco a un hombre.
– ¿Cómo se llama? -Boadicea.
NOTA HISTÓRICA
La crónica más importante sobre la Invasión Claudia que hemos heredado de los tiempos del Imperio son unas ochocientas palabras escasas redactadas por Casio Dio. Puesto que la escribió más de cien años después de los hechos que describe, Casio dependía de otras fuentes. Quién sabe lo precisas y detalladas que podrían haber sido esas fuentes, y resulta irritante que la sección de los Anales de Tácito relativa a la invasión se haya perdido. Sin embargo, la pérdida del historiador es la ganancia del novelista. Yo he creado mis relatos de Cato, Macro y Vespasiano manteniéndome lo más fiel posible a la crónica de Casio e incorporando tantas pruebas arqueológicas como fuera posible. Dicho esto, sería estupendo leer algún día sobre el descubrimiento de unos pocos huesos de elefante en lo más profundo de Essex…
A pesar de la parvedad del relato de Dio, no hay duda de que el éxito de la invasión no fue ni mucho menos un resultado que se hubiera previsto. El ataque al otro lado del Medway fue algo fuera de lo normal, puesto que la batalla duró dos días, lo cual da testimonio de la ferocidad con que los britanos resistieron el avance de las águilas. Las razones para la última parada en la otra orilla del Támesis son motivo de disputa entre los historiadores. Algunos aducen que los britanos eran una fuerza en decadencia tras su fracaso al defender los ríos y evitar que el enemigo los cruzara, y que aquel alto en el avance se produjo para permitirle a Claudio dirigir el asalto a Camuloduno en persona. Otros han argumentado que las tropas de Plautio realmente necesitaban refuerzos tras haber sido duramente castigadas por los nativos. Dada la precaria situación política del emperador, yo me inclino por la primera interpretación.
He tratado de no complicar la política tribal de los britanos para no hacer más lento el ritmo de la historia. En la época de la invasión romana del año 43 d. C., la isla estaba dividida en grupos de aliados inestables, y la mayoría de las tribus veían las arrolladoras victorias de los catuvelanios con creciente temor. Después de haber dominado a los trinovantes y de haber convertido la rica ciudad de Camuloduno en su capital, los catuvelanios estaban haciendo grandes avances al sur del Támesis. Cuando llegaron los romanos, a los catuvelanios les fue muy difícil reclutar a sus antiguos enemigos tribales para que formaran parte de las fuerzas de oposición a Roma. Como iban a ganar muy poco con la victoria de cualquiera de los dos bandos, muchas de las tribus retrasaron su incorporación a una alianza hasta que no estuvo claro quién iba a ser el vencedor.
Carataco ha sido vencido de nuevo y la capital de los nativos ha caído en manos de Roma. Pero la conquista de la isla está lejos de haber terminado. El caudillo britano sigue en libertad, incitando a las orgullosas tribus guerreras de la isla a que se resistan a los invasores. En ningún lugar la oposición es tan resuelta como en los territorios de las tribus del sudoeste, que, desde los refugios de sus enormes poblados fortificados, esperan con desdén a que los romanos lo hagan lo peor posible.
Cato y Macro sólo disponen de un breve respiro antes de que Vespasiano los conduzca de nuevo, junto a los soldados de la maltrecha segunda legión, hacia las formidables fortalezas de los britanos y hacia un nuevo y mortífero enemigo.