– ¿Y Emilio? -le pregunté.
– A Emilio le tocó contestar por mí, porque yo no había preparado nada de eso, y con lo ahogada que estaba no pude volver a abrir la boca. Pero imaginate lo peor, que apenas terminamos de comer, la primera que se paró fue la vieja, no dijo nada y se fue de la fiesta, y después todos fueron diciendo que permiso, que se tenían que ir y a los tres minutos ya no quedaba nadie, solamente Emilio y yo sentados a la mesa.
A cada palabra le ponía el dolor que sentía. Hacía una pausa de vez en cuando para madrear a la señora, para hablar mal de los ricos y de los pobres, para cagarse en Dios y después seguía con su relato. Me dijo que iba a dejar a Emilio, que ahí no había nada que hacer, que ellos eran muy distintos, de dos mundos diferentes, que no sabía en qué momento -y yo creí que me moría cuando me incluyó- se le había ocurrido meterse con nosotros.
Pero si por mi Medellín llovía, por el de ella no escampaba.
Parece que el alboroto que le armó doña Rubi fue peor que el de la mamá de Emilio. Al principio no supimos por qué, ya que la señora no tenía nada que perder, pero después entendimos que presintió por las que iba a pasar Rosario.
– Decime qué estás haciendo vos ahí -le dijo doña Rubi.
– Más bien preguntale a él qué está haciendo metiéndose conmigo -contestó Rosario.
– Seguramente lo único que quiere es comer -replicó la señora.
– Pues que coma -replicó la hija.
Doña Rubi la previno de todo lo que le podía pasar con «esa gente», le vaticinó que después que hicieran con ella lo que estaban pensando hacer, la devolverían a la calle como a un perro y más pobre y más desprestigiada que una cualquiera.
Rosario dejó de defenderse y escuchó callada el resto de la cantaleta que le soltaba su mamá. Después, al verla también en silencio, preguntó:
– ¿Ya terminó?
Doña Rubi prendió un cigarrillo sin dejar de mirarla. Rosario se paró, buscó su cartera y se encaminó hacia la puerta de la calle.
– Ésa no es gente para usted, mija -le alcanzó a decir su mamá antes que cerrara.
Rosario decía que lo que su mamá tenía era envidia, que toda la vida se la había pasado buscando un hombre con plata y conqueteándole a sus patrones, que la señora no tenía autoridad moral para juzgarla y menos ahora que no vivía con ella, y menos todavía ahora, que andaba con una facha muy sospechosa, con el pelo teñido de amarillo y con vestiditos de la talla de Rosario.
– Doña Rubi todavía se cree de quince -se burlaba Rosario-.
¿Quién sabe en qué andará?
Finalmente, las dos señoras acertaron en adivinar lo pronosticado, pese al gran esfuerzo de Emilio y Rosario por mantener la relación. Pero insisto, no fueron ni la cantaleta ni la presión, fuimos nosotros, sí, nosotros tres, porque la relación se sostenía en tres pilares, como siempre ocurre: el del alma, el del cuerpo y el de la razón. Los tres llegamos a poner un poco de cada cosa. Los tres nos derrumbamos al tiempo, ya no podíamos con el peso de lo que habíamos construido. Sin embargo, ellos no pudieron escaparse de los aborrecibles «te lo dije».
– Te lo advertí, Emilio.
– Te lo dije, Rosario.
A mí, por el contrario, el sermón me lo dio la vida, y no al final como a ellos, sino cada vez que miraba a Rosario a los ojos.
Siempre hubo un «te lo dije» después de verla salir con Emilio y para Emilio, después de oírla decir que lo quería. Siempre hubo un «te lo advertí» cada vez que los escuchaba juguetear encerrados, cuando imaginaba en lo que acababan sus juegos porque así me lo decía el repentino silencio de sus risas, el chirriar de la cama y uno que otro quejido involuntario.
– ¿Qué estabas haciendo? -me preguntó Rosario.
Salía con una camiseta larga, sin nada debajo, con la sonrisa que se dibuja después de un sexo sabroso.
– Leyendo -le mentía.
Ella salía a fumarse un cigarrillo porque a Emilio no le gustaba que le fumaran en el cuarto. Yo no entendía cómo se le podía prohibir algo a Rosario después de hacerle el amor.
– ¿Leyendo? -me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?
Yo dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entreabierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo. Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios. Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha. Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.
SEIS
– ¿Si te has fijado que muerte rima con suerte? -observó Rosario.
Por esos días yo andaba encarretado con la poesía y, como ella era curiosa, la puse un poco al tanto de mis lecturas. Ella todo lo relacionaba con la muerte, hasta la explicación de mis versos.
– Esas cosas deben ser buenas para leerlas uno bien trabado – dijo y nos sonó la propuesta.
Hubo un tiempo en que nos encerrábamos los tres todo un domingo a fumar marihuana y a leer poesía. Encontrábamos frases que nos hacían creer que ya entendíamos el mundo, otras que nos cabeceaban y nos dejaban mudos, otras que nos hacían desternillar de la risa y otras que nos daban un hambre horrible. Ésas fueron las épocas tranquilas, las de música y lectura, y una que otra droga para cambiar de estado. Pero hubo otros días domingos y otros encierros de los que todavía no entiendo cómo salíamos completos. Entonces ya no éramos los tres, sino un gentío extraño.
– Son amigos de Rosario -me explicó Emilio.
No se necesitaba un espejo para ver que eran diferentes a nosotros, aunque con el tiempo termináramos iguales a ellos.
Tenían el pelo rapado pero arriba de la nuca les salían unas colas disparejas y largas, usaban unas camisetas tres tallas más grandes que les llegaban un poco más arriba de la rodilla, los bluyines eran pegados al cuerpo, «botatubo», y abajo uno se encontraba con un par de tenis de dos pisos, con luces fluorescentes y rayas de neón. Siempre los había visto de lejos y nunca entré a detallarlos, pero ya metidos en el apartamento de Rosario, comencé a observarlos minuciosamente y, con mucha cautela, a imitarlos. Primero fue el pelo, nos lo dejamos bien cortico y con unas colas más discretas, después nos enrollamos maricaditas en las muñecas y nos forramos en bluyines viejos, en las rumbas intercambiábamos camisetas, y así fue como a mi armario fue a parar la ropa de Fierrotibio, Charli, Pipicito, Mani y otros. Johnefe, en un ataque de afecto, me regaló uno de sus escapularios, el que tenía colgado en el pecho, y que según Rosario, por eso fue que lo mataron, que por ahí le había entrado la bala.