– ¿Ese? Ése se volvió a morir.
Toda esta historia me interesaba porque así fue como conoció a los de la cúpula, acompañando a su hermano y a su novio de entonces, en los trabajos que les encomendaba La Oficina.
– Entonces, ¿cómo fue que llegaste hasta arriba? -volví a preguntar.
– La historia es larga, parcero -dijo-. Mejor tomémonos otro.
Cuando se decidía a hablar, Rosario era como un gotero.
Colocaba en la lengua del sediento las gotas necesarias para hacerle imaginar el chorro entero. Sus palabras tasadas eran una droga deliciosa y adictiva que antojaban de saber más. Lo curioso fue que al comienzo llegué a dudar que Rosario hablara, incluso en las primeras salidas su saludo se limitó a una sonrisa. Nunca sabíamos si estaba contenta o aburrida, si le había gustado el sitio adonde íbamos o si quería comer algo, había que preguntarle todo si se quería saber.
– Cómo es que no te aburrís con esa mujer, Emilio -le decíamos-. ¿No ves que no habla nada? Parece muda.
– ¡Y qué! -contestaba Emilio-. Uno para qué quiere una mujer que hable. Mejor así.
Con el tiempo soltó sus primeras goticas, sólo después de hacer reconocido el terreno y de haberse afianzado un poco más a él. Buscó entre los nuevos la mirada confiable, el alma que guardara todos sus secretos, y me encontró a mí. Aunque no le debió costar mucho trabajo, porque yo hacía tiempo quería saber qué había detrás de ese silencio.
– ¿En qué pensás, Rosario?
– ¿Cuándo?
– Cuando te quedás callada.
– No sé. ¿En qué pensás vos?
Si le hubiera dicho que siempre pensaba en ella… Desde la mañana en que amanecí queriéndola, me dediqué a construir mil mundos para Rosario. Mundos que nacían de mis deseos, que duraban lo que dura un sueño y que se derrumbaban con el golpe seco de la puerta de su cuarto, con su gemido atravesando las paredes, con sus intempestivas fugas para donde los duros.
– No me has contado cómo fue que los conociste -le dije.
– Ya te conté.
– No, no me has contado -insistí.
A Ferney y a Johnefe les habían asignado en La Oficina una misión complicada. Les pagaron un billete que no se hubieran ganado en un año de trabajo. El objetivo era un político que le estaba complicando la vida a sus patrones.
– Vos sabés -dijo Rosario-, un hijueputa de ésos.
– Cómo se llama -le pregunté.
– Se llamaba -dijo-, porque la misión fue todo un éxito.
Junto con su hermano y Ferney viajaron otros cinco más, y aunque nunca me contó los pormenores del operativo, tal vez porque no los conocía, sí me dijo que todos habían viajado acompañados.
– Es que los muchachos se ponen muy nerviosos -me explicó-, y nosotras somos las únicas que podemos tranquilizarlos. Esa vez también nos pagaron tiquete a Deisy y a mí, y a otras plásticas que yo no conocía. Todos viajamos separados y llegamos en distintas fechas, pero Johnefe y Deisy y Ferney y yo nos encontramos en el mismo hotel. Nos hicimos pasar por parejitas en luna de miel, y vos sabés cómo me chocan a mí esas güevonadas. A mí no me gusta que me hablen contemplado, si los hombres supieran lo maricas que se ven cuando se ponen de romanticones, por eso es que me gusta Emilio, porque es seco como un carbón. ¿En qué iba?
Yo también perdí el hilo. En cuestión de segundos no supe qué hacer con todas las palabras que imaginaba para ella.
Palabras de amor que encadenaba mientras me dormía, y que preparaba para decírselas algún día bajo una luna, frente a una playa, en el tono marica y romanticón que a ella tanto la molestaba. ¿De qué otra forma se puede hablar de amor?
– Estabas en lo del hotel -le recordé.
– El hotel, el hotel… -dijo buscándole la punta a la historia-.
Imaginate que no nos dejaban salir a la calle ni para comer. Los muchachos salían temprano y volvían tarde. Yo me pasaba para el cuarto de Deisy o ella para el mío. El desocupe era tenaz. Lo único que hacíamos era ver películas en el cable, fumar marihuana y parcharnos en la ventana para ver a Bogotá. Los muchachos llegaban por la noche muy acelerados, tragueaditos, no contaban nada de lo que hacían, cada uno cogía para su cuarto para que los mimáramos. Ferney llegaba como un loco, como si nunca hubiera estado conmigo, pero era tal el embale que no le funcionaba, bueno, el día en que terminaron el trabajo sí se le paró.
Muchas veces fui víctima de mi propio invento, porque al buscar que Rosario me contara sus historias, me encontraba con detalles que hubiera preferido ignorar. Prefería imaginarla en sus intimidades.
– Deisy me contó que a Johnefe le pasaba lo mismo – prosiguió-, y que también durante toda la noche le cogía la caminadera y la fumadera de bazuco, que no dormía y se mantenía berraco. Una noche nos dijeron que alistáramos todo porque a la mañana siguiente nos iban a recoger y nos iban a llevar a una finca y que allá nos encontrábamos con ellos.
– ¿Y quién nos va a recoger? -se le ocurrió preguntar a Deisy.
– A vos qué te importa -le contestó Johnefe-. Limitate a hacer lo que te digo, ¿sí?
– Yo de metida y de güevona me puse a defender a Deisy y vos no te imaginás la que se armó. Johnefe sacó la mano y me pegó, me dijo: «Gonorrea hijueputa, yo no sé para qué las trajimos si lo único que hacen es estorbar», y claro, a Ferney no le gustó que me hubieran puesto la mano y sacó un fierro y se lo puso a Johnefe en la boca y le dijo: «¡A tu hermana la respetás, malparido, lo que es con ella es conmigo, a tu hermana la respetás!». Se armó la gritería más berraca, hasta que tocaron la puerta y ahí sí quedamos paralizados, nadie hablaba ni se movía. Johnefe reaccionó y nos hizo señas de que nos metiéramos al baño, Ferney se metió en el armario, y después tocó abrir porque dijeron que si no abríamos llamaban a la policía.
– ¿Qué es lo que está pasando? -preguntó el del hotel.
– ¿Pasando? Aquí no está pasando nada, señor gerente – contestó Johnefe.
– ¿Y la gritería? -volvió a preguntar el del hotel.
– ¿La gritería? Debió haber sido la televisión, señor gerente.
– Oímos a unas mujeres llorando.
– Es que las mujeres lloran por todo, señor gerente -aclaró Johnefe.
Casi siempre que Rosario me contaba algo de este calibre, interrumpía para prender un cigarrillo. Las primeras fumadas las hacía en silencio, con la mirada puesta en un punto que no existía, detenida en ese recuerdo que la obligaba a fumar.
– Fue tal el susto -dijo después de una pausa-, que toda la noche nos la pasamos hablando por señas. Nosotras no volvimos a preguntar nada y nos fuimos a dormir. Los muchachos se quedaron juntos tomando trago. Al otro día salieron muy temprano, ni Deisy ni yo los sentimos salir, pero de lo que sí nos dimos cuenta es de que no habían dormido.
Como a las diez de la mañana apareció un tipo en una chimba de camioneta y nos llevó a una finca por Melgar, vos no te imaginás la finca, parcero, una mansión del putas, con varias piscinas, canchas de tenis, caballos, cascadas, meseros, eso más bien parecía un club. Deisy y yo nos pusimos la tanguita y nos echamos a asolearnos. Por la noche, como a las doce, aparecieron los muchachos, estaban borrachos, pero se veían contentos, se reían duro, se abrazaban, nos piqueaban a nosotras, pidieron más trago, sacaron perico y armaron una rumba que duró tres días. Deisy y yo habíamos decidido no volver a preguntar nada, pero yo me pillé, parcero, que ya habían coronado su trabajo.