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Rosario prendió un cigarrillo con otro. Esa vez el silencio fue más largo, las fumadas más lentas, los ojos más perdidos. A veces incluso, como esa vez, cambiaba súbitamente de tema, y de una bala pasaba a una canción, de una muerte a un comentario sobre los calores que últimamente estaban haciendo en Medellín. Era mejor no insistir, tocaba esperar el próximo capítulo con paciencia, hasta que la protagonista decidiera volver a escena.

– Qué calores los que están haciendo en Medellín -dijo después del silencio.

– Esto se está volviendo tierra caliente -dije lo que toda la gente decía.

Era cierto que la ciudad se había «calentado». La zozobra nos sofocaba. Ya estábamos hasta el cuello de muertos. Todos los días nos despertaba una bomba de cientos de kilos que dejaba igual número de chamuscados y a los edificios en sus esqueletos. Tratábamos de acostumbrarnos, pero el ruido de cada explosión cumplía su propósito de no dejarnos salir del miedo. Muchos se fueron, tanto de acá como de allá, unos huyéndole al terror y otros a las retaliaciones de sus hechos.

Para Rosario la guerra era el éxtasis, la realización de un sueño, la detonación de los instintos.

– Así sí vale la pena vivir aquí -decía.

Eran ellos contra nosotros, cobrándonos ojo por ojo todos los años en que fuimos nosotros contra ellos. Con Rosario metida en nuestro bando o nosotros en el de ella, no sabíamos qué posición tomar, sobre todo Emilio, porque yo ya no podía decidir, tenía que aceptar el bando, el único posible, que siempre escoge el corazón. Sin embargo, nunca tomamos parte de ningún lado, nos limitamos a seguir a Rosario en su caída libre, tan ignorantes como ella del porqué de las balas y los muertos, gozando como ella de la adrenalina y de los vicios inherentes a su vida, cada uno queriéndola a su manera, éramos muchos buscando algo diferente detrás de una misma mujer, Ferney, Emilio, los duros de los duros, y yo, el que más y el que menos podía tenerla.

– No he podido saber por qué -me dijo una vez-, pero vos sos distinto a todo el mundo.

Aunque no me sirvió de nada, Rosario también aprendió a conocerme, no con la minuciosidad que yo la conocí, sino con sus conclusiones espontáneas. De todos hablaba y los definía, pero yo tuve el privilegio de ser el único al que le descubrió nuevas facetas, el único al que le hizo preguntas de adentro, el único en que esculcó para encontrar lo que nunca le dieron, pero se asustó con el hallazgo, los dos nos llenamos de miedo esa noche, la única noche, cuando volvimos a cerrar lo que abrimos como si nunca lo hubiéramos visto.

– No enredemos más las cosas, parcero -me dijo esa noche.

Yo cerré los ojos, lo único que se me permitió tener abierto desde entonces y pensé en lo tonto que había sido y en que ya era muy tarde, porque las cosas no podían estar más enredadas.

SIETE

Hasta la sala de espera ha entrado el violeta maluco que anuncia el amanecer. El pesebre sigue alumbrando pero las montañas ya no se pierden en la noche. El viejo que me acompaña duerme con la boca abierta y un hilo de babas le chorrea por la camisa. He tenido la impresión de que yo también me he quedado dormido por un momento, tal vez solamente unos segundos, pero fueron suficientes para secarme la boca y dejarme la cabeza pesada. Nadie caminaba por los pasillos. Al fondo, la enfermera de turno sigue profunda detrás del mostrador. Un frío se me ha metido de pronto al cuerpo, me he arropado con mis brazos, pensando que no venía de afuera, sino que se me había escapado de adentro, justo en el instante en que me di cuenta de la quietud anormal que reinaba en el hospital.

«Se murieron todos», pensé.

Pero cuando veo que ese «todos» también incluye a Rosario, hago ruidos con los pies, he tosido, he mecido mi butaca para cortar ese silencio. El viejo abrió los ojos, se limpió las babas, me mira, pero le puede más el peso de los ojos que no le permite salir de su sueño. La silla de la enfermera también chirrió.

Seguimos vivos y seguramente Rosario también. Me dieron ganas de llamar a Emilio pero ya se me quitaron.

– ¿No le tenés miedo a la muerte, Rosario? -le había preguntado.

– A la mía, no -contestó-, pero sí a la de los otros. ¿Y vos?

– Yo le tengo miedo a todo, Rosario.

No supe si se refería a las muertes que ella había causado o a las de sus seres queridos. Porque pienso que su gordura postcrimen está más relacionada con el miedo que con la tristeza por la pérdida. Cuando salí del «shock» después de saber que Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una seguridad inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó, seguramente por andar con la muerte misma.

– Yo me la imagino como una puta -así me la describió-, de minifalda, tacones rojos y manga sisa.

– Y con ojos negros -le dije yo.

– Como parecida a mí, ¿no cierto?

No le molestaba parecérsele, ni encarnarla. Hubo una época en que se maquillaba la cara con una base blanca y se pintaba los labios y los ojos de negro y en sus párpados se ponía polvo morado, como si tuviera ojeras. Se vestía de negro, con guantes hasta los codos y del cuello se colgaba una cruz invertida. Fue por los días en que andaba encarretada con el satanismo.

– El diablo es un bacán -decía.

Yo le pregunté qué había pasado con María Auxiliadora, el Divino Niño y San Judas Tadeo. Me dijo que Johnefe le había dicho que la ayuda había que buscarla por todos lados, con los buenos y con los malos, que para todos había cupo.

– Pero Johnefe dice que el diablo es el más generoso -aclaró.

Me dijo que eso no era nada nuevo, y que nos iba a llevar para que viéramos cómo era la cosa, que era un solle bacanísimo, mejor que cualquier droga.

– ¡¿Qué?! ¿Nos vas a llevar donde el diablo? -le dije sin ocultar el miedo.

– ¡Las güevas! -dijo Emilio-. Conmigo no cuenten.

– Conmigo tampoco -dije yo.

– Par de maricas -nos dijo Rosario-. Definitivamente estoy hecha con este par de güevones.

Nunca fuimos. Yo con la sola historia de que uno tenía que tomarse un vaso con sangre de gato, descarté cualquier posibilidad. Además, uno oía otros cuentos muy raros.

– También sacrifican niños -me dijo Emilio en secreto-. Se los roban y los ponen en un altar y les cortan el cuello y se les toman la sangre. Por eso es que últimamente se ha perdido tanto chiquito.

– Y lo de las vírgenes -añadí-, ¿sí será verdad?

– Pues que las matan, yo creo que sí, pero lo de vírgenes sí lo dudo.

A Rosario le molestó nuestra risita.

– Ríanse, güevones, ríanse, pero cuando estén bien jodidos no empiecen a pedir ayuda.

El encarrete satánico no le duró mucho. Sin decirle nada y casi sin darnos cuenta, Rosario fue dejando la palidez, las ojeras y la boca oscura, para volver a los colores de siempre.

Abandonó el aire de misterio y volvió al desparpajo de sus apuntes. Yo no me aguanté la gana de preguntarle qué había pasado con el diablo.