– Es que no me gustó la música -dijo-. Eso es un ruido todo cagado. A mí lo que me gusta es otra cosa. Las canciones bonitas, las de amor, que uno pueda entender lo que dicen y que digan cosas bacanas.
Eso es algo que nunca entendí de Rosario, la contradicción entre las canciones románticas que le gustaban y su temperamento violento y su sequedad para amar.
– ¿Qué es lo que te gusta, Rosario?
– Vos sabés. María Conchita, Juan Gabriel, Paloma, Perales, gente bacana, que canta con la mano en el pecho y los ojos cerrados.
Lo que no nos contó Rosario fue la otra razón por la que se aburrió de los satánicos, pero la supimos porque en una rumba Gallineto, todo embalado, nos la contó.
– La niña se tumbó a un man de la secta. ¿No sabían? Yo pensé que a todo el mundo le había llegado el fax. Estábamos jugando a que nos empelotábamos y que todos con todos. Ya nos habíamos soplado como cinco tamaleras y estábamos muy sensibles, y a la niña no le gustó que el tipo la retacara a la fuerza, y es que la tenía arrinconada, apretándola con la rodilla y haciéndole duro, y entonces qué pasó, yo me pillé todo el rollo, la niña de pronto como que se dejó hacer, se puso dócil, ¿sí me entienden?, como si le hubiera empezado a gustar, le comenzó a dar besitos al man y dejó que la apretara bastante, cuando de pronto, ¡tan!, oímos un pepazo en seco, muy raro, sonó muy raro, y claro, el man empezó a desbaratarse, untado de sangre por todas partes, y a la niña también se le ensució la ropita interior, ¿sí me entienden?, ella lo terminó de empujar con el pie y le dijo una cosa ahí que no me acuerdo, y oigan, a todos los que estábamos empelota se nos bajó, pero ella fresca, guardó el fierro en la cartera, se vistió y se fue sin despedirse, y todos nos quedamos intrigados sin saber de dónde había sacado la pistola, y yo miré a Johnefe y le dije: «La niña ya se sabe defender».
– ¿Y este hijueputa qué le hizo a la niña? -dijo Johnefe-, para volverlo a matar.
– Fresco man -le dijo Gallineto-. La niña ya arregló todo, por qué más bien no aprovechamos la sangre de éste, que tengo sed.
– A mí la sangre de los hijueputas me sienta como mal -dijo Johnefe.
Rosario nos dijo después que todo eran mentiras de Gallineto. Que lo único que la motivó a salirse fue la música, y que si no le creíamos que le preguntáramos a su hermano, pero cuando supimos la historia Johnefe ya estaba muerto. Entonces esgrimió su segunda prueba de inocencia:
– O es que acaso me vieron gorda después, ¿o qué?
Cada vez estábamos más confundidos con Rosario. Se comenzaron a crear historias sobre ella y era imposible saber cuáles eran las verdaderas. Las que se inventaban no eran muy distintas de las reales, y el misterio y las desapariciones de Rosario obligaban a creer que todas eran posibles. En las comunas de Medellín, Rosario Tijeras se volvió un ídolo. Se podía ver en las paredes de los barrios: «Rosario Tijeras, mamacita», «Capame a besos, Rosario T.», «Rosario Tijeras, presidente, Pablo Escobar, vicepresidente». Las niñas querían ser como ella, y hasta supimos de varias que fueron bautizadas María del Rosario, Claudia Rosario, Leidy Rosario, y un día nuestra Rosario nos habló de una Amparo Tijeras. Su historia adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de sus jefes. Y hasta yo, que conocí los recovecos de su vida, me confundía con las versiones que venían de afuera.
– Emilio, ¿sí has oído todo lo que andan diciendo?
– No me digás nada, viejo -decía-, que me estoy volviendo loco.
Entre los nuestros también se colaron las historias incorroborables de Rosario, historias que tomaban un pedazo de realidad y el resto se iba añadiendo de boca en boca, acomodándose a las necesidades del interlocutor. Algunas de ellas nos incluían. Pero alcancé a escuchar tantas cosas que nunca pude recopilarlas para contárselas a ella, que gozaba hasta más no poder con lo que decían.
– Contame, parcero, ¿pero qué más dicen de mí?
– Que has matado a doscientos, que tenés muelas de oro, que cobrás un millón de pesos por polvo, que también te gustan las mujeres, que orinás parada, que te operaste las tetas y te pusiste culo, que sos la moza del que sabemos, que sos un hombre, que tuviste un hijo con el diablo, que sos la jefe de todos los sicarios de Medellín, que estás tapada de plata, que la que no te gusta la mandás a tusar, que te acostás al tiempo con Emilio y conmigo… en fin, ¿te parece poquito?. Qué tal que todo fuera verdad.
– Todo no -me dijo-. Pero sí la mitad.
Ya hubiera querido ella que todo fuera cierto, y yo también.
Porque mi sitio estaba en la mitad excluyente, con las historias que nunca tuvieron lugar, junto con el hijo del demonio, mentiras, porque Rosario nunca pudo tenerlos, junto a las tetas y el culo artificiales, mentiras, porque yo se los toqué, una sola vez, una sola noche, y nunca antes ni después tocaría algo más real, más de carne, más hermoso; junto a la Rosario que era hombre, mentiras, porque no existía nadie tan mujer.
– Qué más dicen, parcero, contame más.
– Puras güevonadas. Imaginate. Dizque yo ando enamorado de vos.
– ¡Eh! Ya no saben qué inventar -dijo ella y me mató.
– Imaginate -dije yo agonizante.
¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra, embrutece! Una vez, después de una parecida a la que acabo de recordar, me encerré en un baño de una discoteca y me di cachetadas hasta que se me puso roja la cara. ¡Zas! por güevón, ¡zas! por marica y ¡tenga! por gallina. Cuanto más me golpeaba más rabia sentía conmigo mismo, y más imbécil me sentí cuando tuve que esperar a que se me bajara el rojo de los cachetes para poder salir. También duré como dos semanas con la boca a medio abrir por la mandíbula resentida. Juré que sacaría valor y le diría lo que sentía por ella, y después me encerré muchas veces en el mismo baño donde me cacheteé a ensayar las palabras con las que le confesaría mi amor:
– Rosario, estoy enamorado de vos.
– Rosario, hace mucho que tengo una cosa para decirte.
– Rosario, adiviná quién está enamorado de vos.
Nunca le dije éstas ni las otras miles que preparé. Volvía frustrado a darme una tunda frente al espejo, el único que me las escuchó.
– ¿Estás metiendo perico? -me preguntó Emilio.
– No, ¿por qué?
– Esa paraderita tan rara que tenés al baño.
– Tengo meadera -le dije.
– Y los cachetes colorados -añadió.
Nunca entendí cómo ella ni nadie se dio cuenta. Las sospechas de Emilio no pasaban de dos preguntas tontas, y si ella hubiera sabido algo no hubiera mantenido la cercanía y la confianza que siempre me tuvo. Yo estaba seguro de que todos lo sabían, porque el amor se nota. Por eso siempre guardé una esperanza, porque nunca vi a Rosario mirar a Emilio, a Ferney, a ninguno, como la miraba yo, nunca la vi volver de donde los duros de los duros con los ojos delatando un amor.
Y cuando me atacaba alguna duda, le volvía a preguntar, buscando en su pasado algún rescoldo de su capacidad de amar.
– ¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?