«Rosario se me está insinuando», pensé.
«Rosario quiere algo conmigo», volví a pensar.
«Le gusto a Rosario.» La mentira final.
Sin haber pasado nada ya sentía que había traicionado a mi mejor amigo. Ya no era capaz de mirarlo como antes, no era capaz de hablarle de ella como normalmente lo hacía, evitaba mencionar su nombre, no fuera que un acento enamorado se colara y me delatara, y si tocaba hablar de ella lo hacía mirando hacia otro lado, para que no viera chispas en mis ojos.
Ahora estoy seguro de que mi amor quedó bien escondido y que nadie nunca notó nada. Ya hubiera querido yo que ella sospechara algo, que algún gesto le hubiera dicho todo lo que mi cobardía no me dejaba decir, a lo mejor ella hubiera tomado alguna iniciativa, o me hubiera puesto el tema, no sé. Tal vez cuando salga de cirugía y se mejore le cuente todo, sobre todo ahora que ha pasado tanto tiempo, se lo podría contar como una cosa del pasado y hasta nos reiríamos, y hasta de pronto ella me reprocharía por no habérselo dicho antes, a lo mejor ella admitiría que también me quiso pero que también le dio miedo confesarlo. Tal vez más tarde me dejen entrar a verla, tal vez le tome la mano y le cuente todo, que sea lo primero que oiga cuando despierte.
– ¿Es su novia o su hermana? -me preguntó el viejo del frente, que se había despertado.
– Ninguna de las dos -le contesté-. Una amiga.
– Se le nota que la quiere mucho.
«Se me notó tarde» pensé, «como todo lo mío». O tal vez todo el mundo lo supo y nadie me dijo nada, para que todo siguiera igual, para no causar daño, para que nadie fuera a perder a nadie, para que no se rompiera la cadena que nos unía.
Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie.
– Adentro está mi hijo -volvió a interrumpir el viejo-. Lo traje casi muerto, casi me lo matan.
Pensé que su hijo podría ser uno de los amigos de Rosario, podría ser Ferney si ya no tuviera la certeza de que estaba muerto, podría ser uno de tantos que conocí en sus fiestas y aunque no estoy seguro de si Rosario lo reconocería, puedo asegurar que él sí sabría quién era ella.
– Cuando despierte su hijo -le dije al viejo-, dígale que a su lado está Rosario Tijeras.
– ¿Rosario está ahí? -preguntó sorprendido.
– ¿La conoce? -pregunté más sorprendido aún.
– ¡Pero por Dios! -dijo ante la obviedad-. ¿Qué le pasó? ¿Qué le hicieron?
– Lo mismo que a su hijo -le dije.
– Lo mismo no, es muy distinto ver las balas en el cuerpo de una mujer. Duele más -dijo-. Pobrecita. Hace mucho que no la veíamos, hasta nos dijeron que ya la habían matado.
No sé por qué me estremecí con lo que dijo, si Rosario y muerte eran dos ideas que no se podían separar. No se sabía quién encarnaba a quién pero eran una sola. Sabíamos que Rosario se levantaba por las mañanas pero nunca estábamos seguros de si volvería por la noche. Cuando se perdía varios días, esperábamos lo peor, esa llamada en la madrugada hecha desde algún hospital, desde la morgue, desde una calle, preguntándonos si conocíamos a alguien así o asá que tenía nuestro teléfono en su bolso. Afortunadamente las llamadas siempre las hizo ella, con un saludo expresivo, un «ya llegué» o un «ya volví», feliz de volver a oírnos. El alma me volvía al cuerpo, otra vez podía respirar tranquilo, no me importaba la hora en que me llamara, casi siempre me despertaba, pero no me importaba, lo primordial era saber que estaba bien, que había vuelto, así sólo me llamara para tantear el terreno con Emilio, no me importaba, yo era el único que la recibía bien, porque sé que Emilio, y probablemente Ferney, no mostraban su alegría, no podían.
– Todos los hombres deberían ser como vos, parcero -me decía Rosario-. No te imaginás cómo me joden todos, Emilio, Johnefe, Ferney, todos, vos sos el único que no me jodés.
Cuando me decía eso era el único momento en que me alegraba de que yo no fuera correspondido. Me sentía la persona más importante de su vida. Era una satisfacción que me duraba sólo un par de minutos, suficientes para sentirme el hombre de Rosario, el de sus sueños, el que ella tendría si no existieran los otros, y ahí, con esa idea, terminaban los dos minutos en el cielo y caía a la tierra de culo, al lado de los otros, los que de alguna forma sí tenían a Rosario.
– ¿Y los duros? -le pregunté-. ¿No te joden?
– ¿Cuáles? ¿Los muchachos?
– Hasta donde yo sé no son tan muchachos -le dije.
– Bueno, pero así les decimos nosotras -aclaró Rosario.
No sé a quiénes se refería con «nosotras», pero supuse, aunque odio suponer, que se refería a otras Rosarios, compañeras en su aventura, igual de arriesgadas e igual de hermosas.
– Todos joden, parcero, todos -me dijo-. Y a lo mejor vos cuando te consigás una novia también la vas a joder.
«¿Novia?» pensé, ni siquiera a ella podía imaginarla como tal, era extraño, la quería con todas mis ganas pero no sabía cómo imaginármela conmigo. Nunca tuve la palabra «novia» ni ninguna por el estilo en mis pensamientos con ella. Más que una palabra, Rosario era una idea que hice mía, sin títulos, ni derechos de propiedad, algo tan sencillo pero a la vez tan complejo como decir «Rosario y yo».
– Lo que yo no entiendo es esa manía que tienen las mujeres de quejarse y al mismo tiempo dejarse joder -le reproché.
Levantó los hombros y los bajó: la respuesta sin remedio, la actitud ante lo que no se quiere cambiar. Pero sus palabras me devastaron, hablaba de una novia que yo me iba a conseguir, que por supuesto no era ella y además me sentenció que la iba a joder. No se dio cuenta de que al excluirse el jodido era yo, sabía que yo era distinto porque así me lo dijo, pero se excluía, quedando jodidos los dos.
– No es manía, parcero -dijo ella-, sino que si todos joden, no hay manera de cambiar.
«¡¿Y yo, Rosario?!», gritó mi pensamiento. «¿Y yo? ¡Si acabás de decir que yo soy distinto!», grité por dentro sin atreverme a abrir la boca para preguntar, para reclamar por la excepción que había hecho, por el lugar que me merecía, y apreté los labios para gritarle más fuerte, para reclamarle «¡¿Y yo qué, Rosario?!». Entonces no sé si lo que sucedió fue una asquerosa coincidencia o fue que ella alcanzó a escuchar un eco en mi silencio, porque sin que yo le preguntara nada me dijo:
– Vos, parcero, vos sos un bacán -y estiró el brazo frente a mí para que chocáramos las manos.
DIEZ
Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es una relación de amor y odio, con sentimientos más por una mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina ganando.