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– Nos deberíamos ir de aquí, parcero -me dijo Rosario un día, llorando-. Vos, Emilio y yo.

– ¿Y para dónde? -le pregunté.

– Para cualquier lado -dijo-. Para la puta mierda.

Lloraba porque la situación no daba para menos. Estábamos los tres en la finquita, encerrados desde hacía mucho tiempo, metiendo todo lo que se pudiera meter, lo que se pudiera conseguir. Emilio dormía los efectos del abuso y Rosario y yo llorábamos mirando el amanecer.

– Esta ciudad nos va a matar -decía ella.

– No le echés la culpa -decía yo-. Nosotros somos los que la estamos matando.

– Entonces se está vengando, parcero -decía ella.

Rosario había llegado muy irritada después de un fin de semana con los duros y nos pidió que nos fuéramos de la ciudad por unos días. No nos contó lo que le había pasado, ni siquiera después, ni siquiera a mí, pero como sus deseos no daban otra opción, la complacimos y nos fuimos para la finquita. Durante el trayecto yo pensaba que la irritabilidad de Rosario no era nueva, ya llevaba mucho tiempo así, y aunque ella era una consumidora ocasional -«social», dicen algunos- de droga, relacioné su estado con el aumento de su hábito. Yo me había alejado un poco, como a veces lo hacía, porque esa vez su relación con Emilio parecía estar en uno de esos momentos de auge que exaltaban con mucha rumba y mucho sexo. Por eso preferí alejarme un poco. Pero fue precisamente esa euforia la que los fue sumiendo en estados irascibles y tempestuosos que nos distanciaron todavía más, hasta el punto de que pasaron un par de meses y yo no sabía nada de ellos. Hasta una noche en que me llamó Emilio y me pidió que le hiciera compañía en el apartamento de Rosario.

– Está con ellos -fue lo primero que me dijo, pero parecía no importarle. Estaba ido, cuando hablaba se veía que pensaba en otras cosas, si es que podía pensar.

– No te imaginás por las que hemos pasado -me dijo, pero no me contó. Sentí que se le había pegado mucho de Rosario, su misterio, su presunción por el peligro, su necesidad de mí.

– No me dejés solo, viejo -me suplicó-. Quedate conmigo hasta que ella vuelva.

No me quedé de muy buena gana. Emilio estaba insoportable, cualquier detalle lo exasperaba, no llevaba el hilo de ninguna conversación, me pidió plata prestada para comprar droga, me tocó acompañarlo, no se podía quedar un segundo solo, tenía que estar con él hasta en la ducha.

– Estás hecho una mierda, Emilio -no me aguanté para decirle-. Por qué mejor no nos vamos para tu casa. Allá vas a estar mejor.

Me contestó con un par de patadas, pero después se me colgó abrazado, llorando, suplicando, pidiéndome perdón, que por favor lo acompañara hasta que ella llegara, y yo no fui capaz de dejarlo, me dolía verlo así. Además, yo también tenía miedo, presentía, y no me equivoqué, que más temprano que tarde yo acabaría como él.

Como a los tres días llegó Rosario pidiéndonos que nos fuéramos de la ciudad. Estaba iracunda pero nos ordenó que no le preguntáramos nada, nos montamos en su carro y nos fuimos. Como Emilio andaba muy nervioso prefirió subirse atrás, yo me fui delante con Rosario, y a pesar de que le pedí que me dejara manejar, ella insistió en hacerlo, y si en sus cabales ella era una loca al volante, esa vez perdió toda noción de velocidad, control y respeto. Emilio tuvo la osadía de reclamarle.

– ¡¿Nos vas a matar o qué?! -dijo él-. Dale despacio que últimamente ando muy nervioso.

Yo me escurrí en el asiento, me agarré de los bordes y estiré las piernas como si pudiera frenar con ellas. Pero no hubo necesidad, porque Rosario frenó en seco, tan en seco que Emilio fue a parar a la parte de delante, en medio de ella y yo, tan en seco que el carro de atrás nos chocó, pero a Rosario pareció no importarle el estruendo de vidrios y latas, sino Emilio, el pobre de Emilio.

– ¡Con que estás muy nervioso, maricón! -le gritó en la cara-.

¿Por qué no te vas caminando a ver si te relajás?

– ¡¿Caminando?! -dijo Emilio-. No te pongás así.

– No -dijo ella-, es que yo no me pongo así, ¡vos me ponés así!

¡Te bajás ya, hijueputa!

– No es para tanto, Rosario -dije yo de metido.

– ¡Vos no te metás o te bajás también! -amenazó.

A todas éstas apareció el dueño del carro de atrás dándole unos golpecitos a la ventanilla de Rosario y mientras ella bajaba el vidrio yo le hice señas al hombre para que se fuera. El hombre no sabía con quién se había chocado.

– A ver señorita cómo arreglamos -dijo de buena manera-, porque me parece que usted frenó como intempestivamente, ¿o no?

– ¡¿Intempestivamente?! -dijo Rosario-. Mire señor, yo frené como me dio la gana, ¿o es que hay algún reglamento para frenar?

– El que da por detrás paga -dijo Emilio todavía incrustado entre nosotros dos, mientras yo le seguía haciendo señas al hombre para que se fuera.

– ¡Vos no te metás, Emilio, que el carro es mío! -dijo ella- ¡Vamos a ver qué es la güevonada suya, señor! -le dijo al hombre y se bajó del carro con su bolso, no sin antes cerciorarse de que la pistola estaba ahí.

– ¡Rosario! -le gritamos inútilmente los dos.

Lo que pasó atrás no lo pudimos ver bien porque el vidrio, aunque en su sitio, quedó roto. Apenas la imagen de Rosario pegada a la del tipo. Lo que sí escuchamos después fue un tiro que nos dejó perplejos, imaginándonos lo peor. Ella se subió rápido y cerró de un portazo.

– ¡Pasate para atrás, güevón! -le dijo a Emilio, que seguía adelante.

Ella arrancó en pique, haciendo sonar las llantas y a una velocidad más alta de la que veníamos.

– ¿Qué pasó, mi amor, qué hiciste? -preguntó Emilio, pero ella no contestó.

– ¿Arreglaste con él? -le pregunté yo.

– ¿Arreglé? Claro que arreglé -contestó por fin.

– ¿Y cómo? -volvió a preguntar Emilio, temeroso.

– Intempestivamente -dijo, más para ella que para nosotros y no volvió a abrir la boca hasta que llegamos.

En la finquita las cosas no cambiaron mucho, o tal vez empeoraron. Apenas entramos, Rosario sacó cantidades de cuanto pueda uno meterle al cuerpo: coca, bazuco, marihuana y hasta tabletas de farmacia, las esparció sobre la cama y las separó en grupos. Emilio y yo pensábamos que si lo que Rosario le había hecho al hombre del carro era cierto, probablemente se dedicaría a comer, a engordar para castigar su crimen, pero en ningún momento pidió comida.

– Cambió de menú -me dijo Emilio al oído.

– O a lo mejor no le hizo nada al hombre -dije-. Solamente lo asustó.

Nunca lo supimos. Durante los días que estuve con ellos Rosario habló poco, como poco comió y poco durmió. Tampoco hubo sexo entre ellos, no que yo me diera cuenta. De lo que sí hubo exceso fue de droga, hasta yo me propasé. Nos volvimos como tres suicidas compitiendo por llegar primero a la muerte, tres zombis frenéticos, cortándonos con nuestras rabias afiladas, con nuestros sentimientos punzantes, hiriéndonos a punta de silencio, acallando lo que sentíamos con droga, solamente mirándonos y metiendo. Después, no recuerdo al cuánto tiempo, lloró Rosario, lloró Emilio y cuando ya no pude aguantarme, lloré yo también, sin saber por qué precisamente, o si hubo un motivo uno diría que fue por todo, porque es cuando todo rebosa el alma que uno llora. Después, tampoco recuerdo cuándo, en un instante de lucidez, tiré la toalla y me devolví.