– ¿A qué horas la trajeron? -me preguntó la enfermera, planilla en mano.
– No sé.
– ¿Cómo qué horas serían?
– Como las cuatro -dije-. ¿Y qué horas serán ya?
La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba detrás.
– «Las cuatro y media» -anotó la enfermera.
El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito.
Pongo mucha atención por si alguno viene de Rosario. Ningún grito se repite, son los últimos alaridos de los que no verán la nueva mañana. Ninguna voz es la de ella; me lleno de esperanza pensando que Rosario ya ha salido de muchas como ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba, Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por dentro.
– No soy la que pensás que soy -me dijo un día, al comienzo.
– ¿Quién sos, entonces?
– La historia es larga, parcero -me dijo con los ojos vidriosos-, pero la vas a saber.
A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me contó, lo que vi y lo que pude averiguar fue suficiente para entender que la vida no es lo que nos hacen creer, pero que valdría la pena vivirla si nos garantizaran que en algún momento nos vamos a cruzar con mujeres como Rosario Tijeras.
– ¿De dónde salió lo de «Tijeras»? -le pregunté una noche, aguardiente en mano.
– De un tipo que capé – me contestó mirando la copa que después vació en la boca.
Quedé sin ganas de preguntarle más, al menos esa vez, porque después, a cada instante, me atacaba la curiosidad y la bombardeaba con preguntas; unas me las contestaba y otras me decía que las dejáramos para después. Pero todas me las contestó, todas a su tiempo, incluso a veces me llamaba a mi casa a medianoche y me respondía alguna que había quedado en el tintero. Todas me las contestó excepto una, a pesar de repetírsela muchas veces.
– ¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?
Se quedaba pensando, mirando lejos, y por respuesta sólo me daba una sonrisa, la más bella de todas, que me dejaba mudo, incapacitado para cualquier otra pregunta.
– Vos sí que preguntás güevonadas -también contestaba a veces.
Adonde la metieron entran y salen médicos y enfermeras presurosos, empujando camillas con otros moribundos o conversando entre sí en voz baja y con cara de circunstancia.
Entraban limpios y salían con los uniformes salpicados.
Imagino cuál de todas será la sangre de Rosario, tendría que ser distinta a la de los demás una sangre que corría a mil por hora, una sangre tan caliente y tan llena de veneno. Rosario estaba hecha de otra cosa, Dios no tuvo nada que ver en su creación.
– Dios y yo tenemos malas relaciones -dijo un día hablando de Dios.
– ¿No creés en Él?
– No -dijo-. No creo mucho en los hombres.
Una particularidad de Rosario era que reía poco. No pasaba de sonreír, rara vez le escuchamos una carcajada o cualquier tipo de ruido con el que expresara una emoción. Se quedaba impávida ante un chiste o la situación más grotesca, no la movían ni las cosquillas tiernas con las que Emilio le buscaba la risa, ni los besos en el ombligo, ni las uñas correteando bajo los sobacos, ni la lengua recorriendo su piel hasta la planta del pie.
Como mucho ofrecía una sonrisa, de esas que alumbran en la oscuridad.
– Por Dios, Rosario, ¿cuántos dientes tenés?
Otra cosa que nunca supimos fue su edad. Cuando la conocimos, cuando la conoció Emilio tenía dieciocho, yo la vi por primera vez a los pocos meses, dos o tres, y me dijo que tenía veinte; después le oímos decir que veintidós, que veinticinco, después otra vez que dieciocho, y así se la pasaba, cambiando de edad como de ropa, como de amantes.
– ¿Cuántos años tenés, Rosario?
– ¿Cuántos me ponés?
– Como unos veinte.
– Eso tengo.
La verdad era que sí aparentaba todos los años que mentía.
A veces parecía una niña, mucho menor de los que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros. Más fatal y más mujer se veía Rosario haciendo el amor.
Una vez la vi vieja, decrépita, por los días del trago y el bazuco, pegada de los huesos, seca, cansada como si cargara con todos los años del mundo, encogida. A Emilio también lo metió en ese paseo. El pobre casi se pierde. Se metió tanto como ella y hasta que no tocaron fondo no pudieron salir. Por esos días ella había matado a otro, esta vez no a tijeretazos sino a bala, andaba armada y medio loca, paranoica, perseguida por la culpa, y Emilio se refugió con ella en la casita de la montaña, sin más provisiones que alcohol y droga.
– ¿Qué les pasó, Emilio? -fue lo primero que pude preguntar.
– Matamos a un tipo -dijo él.
– Matamos es mucha gente -dijo ella con la boca seca y la lengua pesada-. Yo lo maté.
– Da lo mismo -volvió a decir Emilio-. Lo que haga uno es cosa de los dos. Rosario y yo matamos a un tipo.
– ¿A quién, por Dios? -pregunté indignado.
– No sé -dijo Emilio.
– Yo tampoco -dijo Rosario.
También nos quedamos sin saber a cuántos mató. Supimos que antes de conocerla tenía a varios en su lista, que mientras estuvo con nosotros había «acostado», como ella decía, a uno que otro, pero desde que la dejamos hace tres años hasta esta noche cuando la recogí agonizante, no sé si en uno de sus besos apasionados habrá «acostado» a alguien más.
– ¿Usted vio al tipo que le disparó?
– Estaba muy oscuro.
– ¿Lo cogieron? -volvió a preguntarme la enfermera.
– No -le contesté-. Apenas terminó de besarla salió corriendo.
Cada vez que Rosario mataba a alguno se engordaba. Se encerraba a comer llena de miedo, no salía en semanas, pedía dulces, postres, se comía todo lo que se le atravesara. A veces la veían salir, pero al rato llegaba llena de paquetes con comida, no hablaba con nadie, pero todos, al ver que aumentaba de peso, deducían que Rosario se había metido en líos.
– Estas rayas son estrías -nos las mostró en el abdomen y en las piernas-. Es que yo he sido gorda muchas veces.
A eso de los tres o cuatro meses del crimen, dejaba de comer y comenzaba a adelgazar. Guardaba las sudaderas donde escondía sus kilos y volvía a sus bluyines apretados, a sus ombligueras, a sus hombros destapados. Volvía a ser tan hermosa como uno siempre la recuerda.