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Los dejé solos. Por un mes no supe de ellos, ignoraba si seguían en la finquita y en qué estado; yo por mi parte me dediqué a recuperarme, había encontrado a mi familia hecha un manicomio por mi culpa, todavía más cuando me vieron entrar, cuando me vieron caer arrodillado pidiéndoles ayuda, aunque ellos no me entendieron, pensaron que yo quería salvarme de la droga que contamina el cuerpo y las venas y no de la otra, la que entra por debajo y por los ojos, la que se enquista en el corazón y lo corroe, la maldita droga que los más ingenuos llaman amor, pero que es tan nociva y mortal como la que se consigue en las calles envuelta en paqueticos.

– ¿Cómo se quita esto? -le supliqué a mis padres, pero no me entendieron.

Un día muy temprano, Emilio y Rosario me llamaron por teléfono. Seguían donde yo los había dejado y en peores circunstancias. Me pidieron que subiera, que me necesitaban urgentemente, cosa de vida o muerte. Rosario fue quien habló.

– Si no venís me muero -me dijo con una voz distinta a la de siempre, con un «me muero» agonizante pero sobre todo ambiguo, con un «si no venís» suplicante y obligatorio. No dijo nada más, solamente esa frase, no necesitó de más para que yo estuviera con ella, con ellos, al instante. Aunque sabía que era ella cuando la vi, se me escapó su nombre en forma de pregunta como si no la hubiera visto nunca antes.

– Parcero -me dijo apretando su cara contra la mía-, parcerito, siquiera viniste.

Emilio me recibió como un loco, me abrazó y me dio una serie de inexplicables palmaditas en la espalda, aunque en su cara no se le notó alegría por verme, más bien horror, no supe si por mí o por lo que vivían, pero el miedo lo tenía desfigurado, también irreconocible. En ese instante entendí a mi familia cuando me vio llegar, y, al igual que yo hice con Rosario, me llamaron con mi nombre en forma de pregunta como si no hubieran reconocido a su hijo. Esa vez fue cuando Emilio me salió con el cuento de que había matado a un tipo, y que ella después aclaró que no había sido él sino ella y él después de que habían sido los dos, en fin.

– Fui yo, parcero -insistió Rosario-. Yo soy la que mato.

No pude saber si era cierto. Si el crimen no sería más bien producto de sus delirios, de sus excesos de droga, de su encierro. También dudé si se referían al hombre que nos había chocado en el carro, tal vez ella sí lo había matado, o quizás era otro nuevo, no sé, era tal la confusión y el desorden de sus ideas que nunca pude saber lo que había pasado en mi ausencia.

Incluso después, cuando volvieron a estar en sus cabales, les pregunté por el incidente, pero ninguno de los dos recordaba nada, a duras penas una vaga idea del infierno que habíamos vivido en la finquita.

La razón por la cual me habían llamado me hizo arrepentirme de haber ido a su encuentro. Me dijeron que necesitaban plata y yo generosamente les ofrecí la poca que me quedaba. Pero eso no era lo que buscaban.

– No, parcero -me dijo Rosario -, es que necesitamos mucha plata.

– Pero ¿cómo cuánta? -insistí.

– Como mucha, viejo, como mucha -dijo Emilio.

Pero lo grave resultó no ser la cantidad sino el origen, el sitio donde yo, el elegido unánimemente por ellos, debería reclamar esa plata y la forma como tenía que reclamarla.

– Solamente deciles que vas de parte mía -dijo Rosario.

– Pero ¿por qué yo? -pregunté angustiado-. ¿Por qué no van ustedes?

– Porque por ahora no me quieren ver -explicó Rosario.

– Entonces ¿por qué te van a dar plata?

– Porque se la voy a pedir -dijo ella-. Acordate muy bien:

tenés que decir que yo se la mando pedir por las buenas, acordate: por las buenas.

– ¿Cómo así? -volví a preguntar todavía más angustiado-.

¿Cómo así que por las buenas?

– Ellos entienden, parcero, limitate a hacer lo que te digo.

– ¿Y por qué no vas vos? -le dije a Emilio.

– ¡¿Yo?! -contestó la gallina-. No ves que yo soy el novio.

– Mirá, parcero -me dijo Rosario tratando de ser paciente-, si en algo me querés, haceme ese favor.

«Si en algo me querés… -pensé yo-, el amor esgrimiendo una de sus peores armas». Pues claro que la quería, pero ¿qué tanto ella a mí para meterme en ésas? ¿Hasta dónde tendría que bajar yo para justificarle o justificarme su «si en algo me querés»?

¿Qué validez tiene el chantaje en el amor, donde todo se vale?

¿Será que alguien quiere a los cobardes? ¿Al último de la fila?

– Pero ¿para qué tanta plata? -me resolví por otro tema.

– No preguntés güevonadas -me dijo Emilio-. Vas a ir ¿sí o no?

– Pues claro que va a ir -dijo ella y me tomó la mano con cariño-. Claro que vas a ir.

Su juego sucio me hizo descubrir el tope del amor por alguien, el punto crítico donde ya no me importaba morir por Rosario. La veía con mi mano entre las suyas, con sus ojos tiernos así fuera mentira su mirada, con su lengua mojando inútilmente sus labios secos y no podía, no quería decirle que no. No me importaba su descaro al utilizarme, ni el falso amor de esas manos, de esos ojos y de esa lengua. Si ya estaba perdido nada perdía con perderme.

– Entonces ¿qué tengo que hacer?

– Nada -dijo ella como si fuera cierto-. Solamente preguntá por él.

– ¿Y cómo le dijo? -pregunté-. Señor, doctor, don…

– Como vos querás -dijo ella, dulcemente.

– ¿Y si me matan? -pregunté embrutecido por su dulzura.

– Pues te enterramos -contestó Emilio cagado de la risa.

Ella me apretó la mano más fuerte, y me miró engañándome más amorosa y su lengua asesina volvió a salir esta vez un poco más húmeda.

– Si te matan yo los mato y después me mato yo misma.

A «él» no llegué a conocerlo. Para mi suerte, la misión resultó un fracaso, un intento que no traspasó la portería del edificio donde supuestamente se refugiaban porque ya les habían montado la cacería. Lo único que conseguí fue que cinco monstruos acorazados me llevaran arrastrando hasta un garaje para someterme a un interrogatorio de una hora, intimidado por sus armas, insultos y risitas tenebrosas. Pero lo peor es que todo había sido en vano: cuando volví a donde Rosario y Emilio, todavía sin poderme sostener por el temblor en las piernas, los encontré más ausentes y más extraños que nunca.

– ¿Cuál plata? -me preguntó Emilio.

– ¿De dónde es que venís? -me preguntó Rosario.

– Te la fumaste verde, viejo -me dijo él.