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– Estás en la puta olla -me dijo ella y no volvieron a tocar el tema.

Rosario tenía razón respecto al sitio donde yo estaba. A mí, solamente a mí se me pudo haber ocurrido hacerle caso a ese par de degenerados que no sabían ni en qué sitio del planeta se encontraban. «Si en algo me querés…» pensé, «me pudieron haber matado y a estos dos nadie los hubiera bajado de su nube» pensé con rabia, «estoy en la puta olla» pensé con rabia y tristeza.

ONCE

Yo, aquí en el hospital, esperándola a ella, recordándola y hasta haciendo planes y preparando frases para cuando resucite, tengo la sensación de que todo sigue igual. Que estos años que estuve sin ella no han pasado y que el tiempo me ha llevado al último minuto que estuve con Rosario Tijeras. Ese último instante en que, a diferencia de otros, no me despedí. Varias veces le había dicho «adiós Rosario» vencido por el cansancio de no tenerla, pero a esos adioses siempre les seguían muchos «he vuelto» y para mis adentros los eternos «no soy capaz». Y aquí sentado me doy cuenta de que ese adiós definitivo tampoco fue el último, otra vez he vuelto, otra vez a sus pies esperando su voluntad, otra vez pensando cuántas otras veces me faltarán para llegar a la definitiva y última vez. Quisiera irme, dejarla como en tantas otras ocasiones, ya he hecho lo suficiente, ya he cumplido, está en buenas manos, en las únicas que pueden hacer algo por ella, ya no tiene sentido que yo siga aquí, volviendo a lo de antes, es Emilio quien debería estar con ella, él tiene más compromiso, pero yo, ¿qué diablos hago yo aquí?

– Parcero -recordé-. Mi parcero.

Mis pies no atienden la voluntad de mis intenciones. A duras penas me levanto, solamente para ver que todo sigue igual, la enfermera, el pasillo, el amanecer, el pobre viejo dormitando, el reloj de la pared y sus cuatro y media de la mañana. Por la ventana, una niebla madrugadora nos deja sin montañas, borra el pesebre y los barrios altos de Rosario, probablemente también nos dejará sin sol este día y hasta traerá algún aguacero, de esos que arrastran lodo y piedras y que le dejan a uno la sensación de que ha llovido mierda.

– No me gusta cuando llueve -me había dicho una vez Rosario.

– A mí tampoco. -Y que conste que no lo dije por complacerla.

– Parece que arriba estuvieran llorando los muertos, ¿no cierto? -dijo.

Me la habían devuelto media después de la temporada de drogas en la finquita. Emilio la había dejado en su apartamento y me llamó para advertirme. Él no andaba en mejores condiciones, pero al menos tenía un sitio donde llegar y no sentirse solo.

– Cuidala vos, viejo -me dijo-. Yo ya no puedo.

Me volé para donde ella. Había dejado la puerta abierta y cuando entré la encontré mirando la lluvia, desnuda desde la cintura para arriba, sólo con sus bluyines y descalza. Al sentirme se volteó hacia mí y me miraron sus senos, sus pezones morenos electrizados por el frío. No la conocía así, tal vez parecida en la imaginación de mi sexo solo, pero así, tan cerca y tan desnuda…

– Por Dios, Rosario, te vas a enfermar -le dije.

– Parcerito -me dijo ella y se me arrojó en un abrazo, como siempre que se veía irremisiblemente perdida.

La cubrí, la llevé hasta la cama, la arropé con las cobijas, busqué con la mano algún rastro de fiebre en sus mejillas, le acaricié el pelo hacia atrás, le hablé dulcemente, con el tono maricón que ella tanto odiaba, pero que yo no podía evitar al verla así, derrumbada, abatida, demacrada, pero sobre todo, tan sola y tan cerca de mí.

– Estoy mamada, parcero, mamada de todo -apenas si le salía la voz.

– Yo te voy a cuidar, Rosario.

– Voy a dejarlo todo, parcero, todo. Voy a dejar esto que me está matando, voy a dejar esta vida maluca, los voy a dejar a ellos, voy a dejar de ser mala, parcero.

– Vos no sos mala, Rosario. -Le dije convencido.

– Sí, parcero, vos sabés que sí.

Le pedí que no hablara más, que descansara, que tratara de dormir. Entonces cerró los ojos obedeciendo, y la vi tan pálida, tan consumida, tan escasa de vida que no pude evitar imaginármela muerta, me recorrió un pavor inmenso que me hizo apretarle las manos y después inclinarme, para darle sin inhibición un beso en la frente.

– Yo te voy a cuidar, Rosario.

En un suspiro botó parte de su cansancio, sentí que tomó aire nuevo, el buen aire con el que soñaba, el de sus nuevos propósitos, sentí que soltó mi mano y que descansaba, la arropé hasta el cuello, cerré las cortinas, caminé sigiloso hasta la puerta, pero no fui capaz de dejarla sola, me senté a su lado, a mirarla.

– Te quiero mucho, Rosario -lo dije en voz alta, pero con la seguridad de que estando profunda ya no me escuchaba.

Me quedé en su casa durante los días siguientes para cuidarla y acompañarla en su estado. Fueron días muy difíciles.

Rosario se hundía vertiginosamente en su depresión y de paso me arrastraba. Trataba de dejar infructuosamente la droga, en las noches me tocaba salir, presionado por su desesperación, a buscarle algo en las «ollas» más tenebrosas. Pero a la mañana siguiente volvía a llorar la culpa de su recaída, maldecía la vida que vivía y nuevamente juraba sus buenos propósitos.

– No sé qué será mejor, si morirme o quedarme así.

– No hablés bobadas, Rosario.

– Es en serio, parcero, es una decisión muy difícil.

– Entonces quedate así.

De lo que sí estaba seguro era de que su angustia no se debía exclusivamente a la droga. Fueron las circunstancias que la llevaron a ella, las que precisamente sumergieron a Rosario en el fondo de lo que ya se había llenado. La droga fue el último recurso para paliar el daño que la vida ya le había hecho, la cerca falsa que uno construye al borde del abismo.

– Tiene que haber una salida -le decía yo-. La famosa luz al final del túnel.

– Es lo mismo.

– No te entiendo, Rosario.

– Que la famosa luz no alumbra nada nuevo, nada distinto a lo que había al entrar al túnel.

Va uno a ver y es cierto. No hay gran diferencia entre los paisajes de entrada y de salida. Entonces sólo queda la mentira como única motivación para vivir.

– Si el túnel es largo como el tuyo, podés entrar con lluvia y salir con sol, eso sí se puede.

– ¿Y a mí quién me garantiza, parcero, que no vuelve a llover?

Me hizo recordar a las ballenas testarudas que no quieren regresar al mar. Por más que yo intentaba arrastrarla hacia la luz, ella ayudada por mi peso buscaba hundirse más, como si fuera un propósito. Finalmente acepté que yo no podía hacer nada por ella, que mi única alternativa era estar a su lado y esperar a que al menos rebotara en su caída.

– Si no te mentís y no te ilusionás, nunca vas a lograrlo, Rosario -fue lo último que le dije antes de mi resignación.

Yo por mi parte opté por esa fórmula. Soñé con una Rosario recuperada, llena de vida, y la mentira en su punto extremo:

llena de amor por mí. Una ilusión que duró lo que dura una pregunta.

– ¿Qué has sabido de Emilio?

Le respondí la verdad, que nada. Pero no le conté por qué no sabía nada de él. En mi respuesta le debí haber hablado de mi encierro y mi dedicación a ella, de las noches que me pasé mirándola dormir, de las alternativas que busqué para sacarla de su hueco, del placer que me producía saberme a solas con ella, así fuera en la agonía. Por eso y por mucho más -porque no le mencioné mis celos- no sabía nada de Emilio ni del mundo de afuera, ni siquiera el mes, el día y la hora, ni siquiera mi nombre porque lo único que escuchaba era su «parcero, parcerito» sonando a súplica y a lamento.