y volverme exclusivo, imprescindible, parte, motivo, necesidad, alimento para Rosario. Cómo hacerle saber que mis abrazos tenían ganas de quedarse cerrados para siempre, que mis besos en su mejilla querían deslizarse hasta la boca, que mis palabras se quedaban a medias; cómo explicarle que ya la había tenido muchas noches y que la había paseado por mi existencia, imaginándomela en mi pasado y contando con ella para el resto de mi vida. Sin embargo, aún viéndola nueva, con planes y propósitos, aún sabiendo a Emilio culo arriba, a Ferney cada vez más lejos de sus intenciones y a los duros de los duros escondiéndose del gobierno, aún así el dilema seguía, y así todo cambiara, todo para mí seguía igual, como el primer día en que me desperté asustado, dizque enamorado de Rosario Tijeras.
Lo que al comienzo fue un encierro tormentoso, se convirtió en unas vacaciones que uno hubiera querido para siempre. Sin salir del apartamento, sentía que salía a pasear con Rosario de la mano, me sentía, al escuchar su voz con su nuevo tono, en medio de una pradera verde con brisa fresca, con los brazos abiertos y al igual que una cometa esperando viento. Quería que así siguiera la vida, sin intrusos, sin los inoportunos habitantes que vivían en Rosario. Llegué hasta perdonarme por desear perdido a mi mejor amigo, por descuidar a mi familia, por haber abandonado todo por una mujer, pensaba que valía la pena toda mi entrega, antes que traidor e ingrato me sentía redentor, que por obrar en nombre del amor se me perdonarían todos los daños. Después supe que el perdón había llegado por conmiseración, porque a quienes les fallé entendieron el error que yo no veía por ser parte de él, pero que no tardé mucho en ver, porque después de tantas noches boquiabierto escuchando a Rosario deleitarse con sus propias historias, con sus planes y sus sueños, después de muchos abrazos para comprometerme en sus buenos propósitos, después que la creía recuperada de sus males, después, una noche nos despertó el teléfono y yo contesté, precisamente yo para que no quedara ninguna duda de mi error, contesté y fui a su cuarto a despertarla.
– Es una mujer -dije todavía esperanzado en que fuera una equivocación-. No dijo quién era.
– Rosario encendió su lámpara de noche y se quedó pensativa; yo creí que se estaba dando tiempo para despertarse, pero su entumecimiento tenía que ver exclusivamente con la llamada.
– Pasámela -dijo finalmente, y después, lo peor-: Cerré la puerta.
Yo colgué mi extensión con ganas de no hacerlo, quería corroborar el motivo de mi zozobra, pero no me permití algo tan directo; me decidí por algo menos atrevido y me paré al lado de su puerta a escuchar, pero no fue mucho lo que capté, solamente una serie de «sí… sí…sí» que a medida que escuchaba me deslizaban hacia el piso, donde terminé, a ras con mi ánimo, después de tantos síes y después de un fulminante «deciles que ya voy para allá». La sentí prender luces, abrir cajones y puertas y hasta escuché la llave del baño. No recuerdo cuánto tiempo pasó antes que saliera en carrera con su bolso de viaje, con las llaves del carro en su mano, tan distraída y presurosa que no me vio echado a su puerta como un perro. No se despidió ni dejó nota, de todas maneras no me hicieron falta esos detalles, no necesitaba ninguna explicación, la vida había retomado su curso.
– Otra vez -me dije, sin poderme parar.
DOCE
Con la cola entre las patas, como el animal que me sentía, volví a casa. No tuve que decir nada, en mi cara se leía todo y la lectura debió ser patética, porque en lugar de reproches recibí sonrisas entumecidas y palmaditas en la espalda, aunque nada de eso alivió la congoja que sentía. La sensación era la de haberme chocado a gran velocidad contra un muro, dejándome tan aturdido que no podía definir sentimientos, tampoco podía entender la situación que me había llevado a sufrir ese tremendo choque, trataba de poner las ideas en orden para hacer un diagnóstico de mi mal, pero no fui yo sino alguien de mi familia quien acertó cuando se decidieron a poner el tema sobre la mesa.
– Tu adicción no es a las drogas sino a la mierda -dijo ese alguien.
El que calla otorga, y yo tuve que callar. Me dolía reconocerlo pero era cierto. No tuve el coraje para preguntarles cómo se curaba uno de ese hábito, cuál era el tratamiento, dónde, quién me podría ayudar, y pensé que si no existía un lugar que ofreciera algún tipo de terapia, la humanidad estaba en mora de instaurarlo, porque de lo que sí estaba seguro es de que yo no era el único, somos millones de comemierdas que tenemos que curarnos en silencio o, como ha ocurrido tantas veces, morirnos de una sobredosis fecal.
«De algo tiene que servir tanta mierda -no obstante me consolé-. Por algo la utilizan como abono.»
Ahora, repasando mis más importantes momentos con Rosario, pienso que no me he recuperado de mi adicción. Aquí estoy otra vez, al igual que todas las ocasiones en que ella me necesitó, no tan arrastrado como antes pero siempre atento a su destino, como si fuera el mío propio, si es que acaso no lo es.
– Vos y yo somos como almas gemelas, parcero -me dijo un día en que andaba pensativa.
– Pero somos muy distintos, Rosario.
– Sí, pero es que es muy raro, fijate en Emilio por ejemplo.
– ¿Cómo así? -le pregunté.
– Pues que él también es distinto, pero con él todo es muy diferente, ¿sí me entendés? -trató de explicar.
– No te entiendo nada, Rosario.
– Mejor dicho, es como si vos y yo fuéramos las dos caras de una misma moneda.
– Ajá.
– ¡¿Cómo así que «ajá»?! -dijo encendiéndose-. ¿No me entendiste o qué?
Claro que le había entendido, pero no estaba de acuerdo con su explicación, pero como siempre no me atreví a decirle que la cuestión no era de parecidos sino de cariño y que si percibía distinto a Emilio era porque así también serían sus sentimientos, porque uno termina pareciéndose a quien uno quiere. Tenía ganas de decirle algo así, pero ya mi «ajá» la había descompuesto, me dejó solo no sin antes restregarme lo que yo era.
– Te estás volviendo güevón, parcero -dijo-. Ya no se puede hablar con vos.
Muchas veces me dejó así, a punto de decir alguna estupidez con la que encubriría lo que realmente hubiera querido decir.
Con la susodicha sonrisa tonta que usaba para disculpar una actitud y, de paso, dejar sentado que ella tenía razón.
«No me estoy volviendo», pensé. «Vos me volviste así, Rosario Tijeras».
Después de haber vuelto a donde ellos, pasaron unos días y regresó como siempre. Una llamada en la madrugada, las frases esquivas de la culpa, el tono conciliador, «parcero, parcerito», un saludo sin preguntas ni respuestas, para qué si ya todo se sabía, si nada iba a cambiar. Rosario volvía a acomodar las fichas desparramadas en el tablero que había volcado al salir.
– ¿Y Emilio? -volvía a preguntar siempre al final.
Yo ya sabía lo que seguía. Dos o tres datos que yo le daba sobre él, más bien fríos, «por ahí anda, hace mucho que no hablo con él», sólo la información necesaria para no ser complaciente ni descortés, simplemente las palabras que ella requería para pedirme que le dijera a Emilio que la llamara.