– Tengo miedo, parcero.
Yo me apoyé en los codos para incorporarme, todavía sentía mis manos como dos brasas, todavía estiradas, pero no lo suficiente como para sacar a Rosario de su miedo.
– ¿Qué es lo que pasa, Rosario?
Vi sus dedos juguetear con el escapulario de su muñeca, la vi mirar hacia otro lado para darse tiempo para hablar, cogiendo fuerzas para que su voz no se quebrara, esperando a que el corazón bajara su ritmo.
– Tengo miedo de que maten a Ferney, parcero. Lo encochinaron y me lo quieren matar.
No pude decirle nada. Me quedé callado buscando una frase rápida para ayudarla en su temor. No encontré palabras para desafiar la inminencia, nada que alimentara la esperanza, ni siquiera una mentira.
– Ferney es lo único mío que me queda.
«Tal vez lo único que te queda de tu pasado, Rosario, porque si quisieras, yo te quedaría para siempre y no necesitarías nada más», me dije en silencio, dolido por su exclusión. Pero tengo que admitir que busqué reconfortarme con mi egoísmo y mis celos, porque me era imposible evitar sentir algún alivio al imaginármela sola, desprotegida, sin ninguno de los que pretendieron apropiársela. Sola, únicamente conmigo como isla.
– ¿Por qué estás así? -me preguntó de pronto, cambiando el tema.
– ¿Cómo que así?
– Con las manos así -explicó imitándome-, como si te fueran a tirar un balón.
– Me quemé las manos. Con la olla.
Una carcajada le borró su tragedia, le devolvió la belleza y el brillo en los ojos.
– A ver, yo veo -me dijo y se acercó. Me tomó las manos con una suavidad que no parecía suya. Me las acercó a su boca y las sopló, me las refrescó con un aire frío que me hizo pensar que era cierto que Rosario tenía un hielo por dentro, un hielo que ni su pasión ni su voltaje derretían y que mantenía su sangre helada para que nunca le flaqueara la voluntad de hacer lo que hacía.
– Vos sí sos güevón, parcero -dijo y me dio un beso en el dorso de las manos-. Por eso es que te quiero.
«Por güevón». No sabía si ponerme a reír o a llorar.
«Maldita», la insulté en mi pensamiento, pero ella en cambio siguió con mis manos entre las suyas, soplándolas sin mirarme, regocijándose con una risita burlona que me hizo sentir más güevón de lo que ella me había dicho. Pero después, cuando cerró los ojos y puso mis dedos en su mejilla y comenzó a acariciarse con ellos, a mimarse con esa suavidad que seguía pareciéndome ajena, pensé que valía la pena seguir sintiéndome así.
CATORCE
De todas maneras lo mataron. No supe cuándo se fue del apartamento de Rosario, ni en qué estaba metido. No habíamos vuelto a hablar de él. Nuestras vidas parecían haber retomado su curso normal y pasamos un par de semanas más bien tranquilos. Emilio había regresado a pedir cacao y se lo dieron, a mí sin pedirla me sirvieron la mierdita diaria y me la comí, y a Rosario la veíamos pensativa mientras Emilio pasaba bueno y yo maluco. Una mañana en que habíamos amanecido en su apartamento, llegó el periódico con la foto de Ferney en las páginas judiciales. Yo lo vi primero, Rosario y Emilio todavía no se habían levantado. Leí la noticia que acompañaba a la foto, se referían a él como un peligrosísimo delincuente que había sido dado de baja en un operativo de la policía; volví a mirar la foto para confirmar lo leído, era él, con nombre y apellido y con un número en su pecho para que no quedaran dudas de que era peligroso y tenía antecedentes. Corrí hacia el cuarto de ellos pero la sensatez me detuvo, tenía que pensar en Rosario, cómo darle la noticia, cuál sería su reacción. Primero tendría que hablar con Emilio, planear algo entre los dos, pero él seguía durmiendo, pegué mi oreja a la puerta por si escuchaba algún indicio de que ya estaban despiertos, pero nada, y el tiempo pasaba y nada, ellos sin despertar. Cuando no me aguanté más fui y les toqué la puerta, Emilio contestó con una palabra a medio decir.
– Emilio -dije desde afuera-: te necesitan al teléfono.
Apenas hablé corrí hasta la sala y levanté la extensión, justo a tiempo de que Emilio colgara al no haber nadie en la línea, lo cogí en su último «aló».
– ¡Emilio! -le dije ensordeciendo mi voz-. Salí que necesito que hablemos.
– ¿Y dónde estás? -dijo casi dormido.
– ¡Aquí, güevón! -El tono del teléfono no me dejaba hablar-.
Pero no digás que soy yo.
¿Y por qué no entraste? -volvió a preguntar.
– No puedo, marica. Salí que necesito hablar con vos.
– Dejame dormir.
– ¡Emilio! -el tono comenzó a sonar ocupado, enloquecedor para mi desesperación-. ¡Emilio! Mataron a Ferney.
En un par de segundos, como si la conversación no se hubiera interrumpido, Emilio apareció en la sala, despelucado y con los ojos muy abiertos a pesar de la hinchazón.
– ¡¿Qué qué?!
– Mirá.
Emilio cogió el periódico antes que yo pudiera poner el dedo sobre la foto. Se fue sentando en cámara lenta mientras leía, se estregaba los ojos para quitarse la borrosidad que deja el sueño, y cuando terminó me miró con estupefacción.
– Andá, vestite que la cosa es grave -le dije.
– ¿Y quién le va a contar?
Esa pregunta ya me la había hecho yo. Para nosotros lo grave no era la muerte de Ferney sino la reacción de Rosario. La conocíamos bien, sabíamos que una muerte de ésas desencadenaría muchas más y que no era raro que ahora nos incluyera a nosotros dos.
– Pues vos -le dije-. Vos sos el novio.
– ¡¿Yo?! A mí es capaz de caparme. No ves que yo a ese tipo no lo quería. Contale vos que a vos te tiene más confianza.
Otra vez el mismo cuento. «A vos te tiene más confianza», como si esa confianza me hubiera servido para algo, todo lo contrario, me estorbaba, me ponía en el lugar de las amigas; además, este imbécil me la ponía y me la quitaba cuando le convenía. ¡A la mierda con ese cuento!
– ¡Claro! -le dije iracundo-. ¡Para comértela sí le tenés confianza, pero para enfrentártele, no!
– ¡Pero ¿vos sos güevón o qué?! -Ahora él comenzaba a calentarse-. ¡No ves que ella es capaz de pensar que yo lo mandé matar, ¿no ves?!
– ¡Claro! Si es que se me había olvidado que aquí el güevón era yo. ¡Yo soy el que me tengo que quedar callado, el que traga entero, el que se tiene que contentar con ver, al único que le dan confianza pero para que coma mierda!
– ¿Cómo así? -preguntó Emilio-. ¿Qué es lo que estás diciendo?
Me quedé sin saber qué contestar, esperando a que si la rabia ya me había metido en esto, ahora me ayudara a salir. Pero para bien o para mal, en ese instante no lo supe, tuvimos que quedarnos mudos los dos y ante la sorpresa, olvidarnos de los gritos.
– ¿Qué es lo que está pasando, muchachos? -preguntó Rosario, mirándonos al uno y al otro.
– ¡Rosario! -dijimos en coro.
Del calor pasamos al frío y de la agitación a la rigidez. Nos miramos buscando una respuesta, una señal, una luz, un milagro, cualquier cosa que nos zafara del repentino nudo que se había armado. Pero nada ocurrió, salvo un incómodo silencio que Rosario volvió a romper con su pregunta.