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– No me has contestado, Rosario -creo que así empezó todo.

Estaba dulce, tierna, no sabía si era por el alcohol o porque así era ella cuando quería enamorar. O porque así la veía yo cuando la quería más. Estábamos muy cerca, más que siempre, no supe si también era por el alcohol, o porque yo creía que ella me estaba queriendo más, o si era porque yo la quería enamorar.

– Contestame, Rosario -insistí-. ¿Alguna vez te has enamorado?

Aunque su sonrisa podría ser su más bella respuesta, yo quería saber más, quizás buscaba en sus palabras el milagro que tanto esperaba, mi nombre escogido entre los tantos que tuvo y que en ese instante tenía, pero elegido entre todos como un reconocimiento al más grande amor que le hubieran profesado, o si por obvias razones mi nombre no se encontraba ahí, por lo menos saber quién pudo haberle despertado ese sentimiento que a mí me mataba pero que en ella no parecía existir.

Esa vez tampoco me respondió como yo quería, no con mi nombre ni con ningún otro. Su respuesta fue en cambio una pregunta asesina, como todo lo suyo, que si no me mató sí me dejó mal herido, y no por la pregunta en sí, sino porque estaba borracho y fui sincero y saqué valor para responderle, para mirarla a los ojos cuando me preguntó:

– Y vos, parcero, ¿alguna vez te has enamorado?

QUINCE

La última vez que volvió con nosotros tardó más en regresar.

Fueron casi cuatro meses en los que nos cansamos de llamarla y averiguar por ella. Ese tiempo fue tan largo para mí que hasta llegué a pensar que Rosario se había ido para siempre, que tal vez ellos se la habían llevado para otro país y que definitivamente ya no la veríamos más. Durante ese tiempo hablé muy poco con Emilio, él me había llamado a los pocos días de la vaciada que me pegó, no sólo para suavizar su trato sino también para averiguarme por ella. Llegué al punto de buscar a diario su foto en el periódico, en las mismas páginas donde había salido la de Ferney, pero lo único que encontraba eran las reseñas de los cientos de muchachos que amanecían muertos en Medellín.

Después opté por tomar esa ausencia de Rosario como una buena oportunidad para sacármela por fin de la cabeza. Con tristeza tomé la decisión y a pesar de no olvidarla sentí que la vida comenzaba a saber mejor, claro que no faltaron los recuerdos, las canciones, los lugares que me la hicieron sentir otra vez de vuelta para complicar mi vida. Pensé que separarme también de Emilio iba a ser útil para mis propósitos, aunque a juzgar por su alejamiento sospeché que él debería tener las mismas ideas en su cabeza. Pero como toda historia tiene un sin embargo, el mío fue que las buenas intenciones no me duraron mucho, solamente hasta esa noche, al igual que las anteriores, en que al amanecer me llamó Rosario.

Con su habitual «parcero» me sacó del sueño y me hizo helar por dentro. Le pregunté dónde estaba y me contestó que había regresado a su apartamento, que no hacía mucho había llegado y que lo primero que hizo fue llamarme.

– Perdoname la hora -dijo, y yo encendí la luz para mirar esa hora en mi despertador.

Le pregunté dónde había estado todo este tiempo y me dijo que por ahí, la respuesta era la misma de siempre. «Por ahí acabando con medio mundo», pensé durante el largo silencio que siguió después.

– ¿Y qué más? -preguntó por preguntar, por sacar algún tema y para echarle una carnada a mis pocas ganas de hablar. No me sentía contento de que hubiera vuelto a aparecer, ni de que me hubiera llamado, más bien todo lo contrario, pereza, cansancio de quererla otra vez.

– Está muy tarde, Rosario -le dije-. Mejor hablamos mañana.

– Tengo que decirte cosas muy importantes, parcero. A vos y a Emilio, ¿has vuelto a hablar con él?

Ya había cumplido con la razón de su llamada, que a la larga siempre era preguntar por Emilio. Ya nos estábamos aprendiendo la historia de memoria, la rutina que utilizábamos para engañarnos los tres. Algo así como lo que busca todo el mundo para pensar que todo va a cambiar por el simple hecho de que hoy no es ayer, que el tonto dejará de serlo, que la ingrata nos va a querer, que el mezquino se ablandará, o que los humanos nos aliviaremos de la imbecilidad sólo porque el tiempo pasa y que todo se cura sin dejar cicatriz.

– ¿Me estás oyendo, parcero?

– No, no he vuelto a saber nada de él -le dije-. Casi no hablamos.

– Necesito que vengan -insistió-. Tengo que decirles algo que les va a interesar.

– Pues llamalo a ver qué pasa -le dije con unas ganas inmensas de colgar-. Después me contás.

En eso quedamos. Aunque su intención era que yo le acondicionara el terreno para acercársele a Emilio, aquella vez dejé que fuera ella la que se aguantara la vaciada, si es que él era capaz de echársela. Esa noche me quedé despierto, no por la inquietud que me dejaron sus palabras, sino por el malestar que se siente al saber que nada cambia.

A los pocos días estábamos otra vez Emilio y yo en su apartamento, no de muy buena disposición ni con buen semblante, simplemente atentos a lo tan importante que Rosario nos tenía que decir. Se le sentía la ansiedad por vernos o al menos por soltar lo que tenía guardado, se veía cansada, trajinada, y aunque no estaba gorda, sí se notaba que lo había estado, porque trató de engañarnos metiendo en su ropa de siempre una carne que necesitaba de ropas más holgadas.

– Gracias por venir, muchachos -así empezó-. Yo sé que ustedes están muy berracos conmigo, pero si les pedí que vinieran es porque ustedes son lo único que me queda en el mundo.

Comenzó hablando de pie, con dificultad para hilar las palabras, pero después de las primeras frases tuvo que sentarse, como cuando vio la foto de Ferney en el periódico, con la diferencia de que ahora luchaba por no dejar salir las lágrimas, pero se le quebraba la voz cuando dejaba ver sus sentimientos, cuando se refería a nosotros como lo único -ahora sí- que le quedaba.

– Yo sé que ustedes no están de acuerdo con muchas de las cosas que yo hago -continuó-, y que muchas veces les he prometido que voy a cambiar pero que siempre vuelvo a lo mismo, eso es verdad, pero lo que yo quiero que entiendan es que no es culpa mía, cómo les dijera, es como algo muy fuerte, más fuerte que yo y que me obliga a hacer cosas que yo no quiero.

Todavía no entendíamos muy bien para dónde iba Rosario con su historia. Miré a Emilio de reojo y lo vi igual de boquiabierto que yo, seducido y embrujado por los ojos de Rosario, que se movían hacia todos los ángulos buscando las ideas que justificarían sus acciones.

– Lo que ustedes no saben, muchachos, es lo difícil que ha sido mi vida, bueno, algo les ha tocado, pero mi historia comienza mucho más atrás. Por eso es que ahora sí estoy decidida a que todo va a cambiar, porque tengo que hacer algo que borre definitivamente todo ese pasado y toda esa vida mía que fue tan dura, pero si quiero olvidarme de todo eso me toca trabajar duro y buscar una salida definitiva, ¿sí me entienden?

Emilio y yo nos volvimos a mirar: no entendíamos nada, pero sin ponernos de acuerdo seguimos en silencio. No queríamos hablar, tal vez para agredirla, para no participar en sus pensamientos y que le tocara a ella sola desenredar su propuesta.