– A ése… lo dejaron sin con qué seguir jodiendo.
Aunque al hombre lo dejaron sin su arma malvada, a ella nunca se le quitó el dolor, más bien le cambió de sitio cuando se le subió para el alma.
– Ocho añitos -repitió- Qué putería.
Doña Rubi no quiso creer la historia cuando Johnefe se la contó iracundo. Tenía la manía de defender a los hombres que ya no estaban con ella, y de atacar al de turno. La consabida manía de las mujeres de querer al hombre que no se tiene.
– Ésos son cuentos de la niña, que ya tiene imaginación de grande -dijo doña Rubi.
– La que la tiene grande es usted, mamá -le replicó Johnefe furioso-. Y no estoy hablando de la imaginación.
Él quería a Rosario porque era su única hermana de verdad, «hijos del mismo papá y de la misma mamá», eso afirmaba la madre. Lo que les parecía extraño era que se llevaban muchos años, y no se conocía hombre que le durara tanto tiempo a la señora. Pero a pesar de las sospechas a la única que admitió y llamó como hermana fue a Rosario, los demás fueron simplemente «los niños de doña Rubi».
– ¿Cuántos hermanos tenés, Rosario? -le pregunté por casualidad.
– ¡Jum! Ya ni sé cuántos seremos -dijo-, porque después de que me fui supe que doña Rubi siguió teniendo niñitos. Como si tuviera con qué sostenerlos.
Rosario se fue de su casa a los once años. Inició una larga correría que nunca le permitió estar más de un año en un mismo sitio. Johnefe fue el primero que la recibió. La habían echado del último colegio donde se arriesgaron a recibirla a pesar de la historia del «rayón» y de otras cuantas faltas similares, pero esta última -secuestrar toda una mañana a una profesora y cortarle el pelo a tijeretazos locos- no tuvo perdón sino, más bien, nuevas amenazas de enviarla a una correccional.
– Pues si en la cárcel no te reciben -le dijo doña Rubi, fuera de sí-, en esta casa tampoco. Te largás ya mismo.
Rosario se refugió feliz y dichosa donde su hermano. Nadie dudaba que lo quería más que a su mamá, y más que a nadie en el mundo.
– Más que a Ferney, inclusive -decía orgullosa.
Ferney era amigo de Johnefe, parceros y compañeros de combo. Tenían la misma edad, unos cinco años mayores que Rosario. Ella lo quiso desde siempre, desde que lo vio entendió que Ferney era un hermano con el que se podía pecar.
– Nunca me imaginé que yo fuera a tener un rival de las comunas -decía Emilio.
– Te van a matar -le advertíamos inútilmente.
– Primero lo matan a él. Ya verán.
Cuando Emilio conoció a Rosario, ella ya no estaba con Ferney. Hacía tiempo que había abandonado sus barrios y su gente. Los duros de los duros la habían instalado en un apartamento lujoso, por cierto muy cerca del nuestro, le dieron carro, cuenta corriente y todo lo que se le antojara. Sin embargo, Ferney seguía siendo su ángel de la guarda, su amante clandestino, su servidor incondicional, el reemplazo de su hermano muerto. Ferney también se volvió el dolor de cabeza de Emilio, y éste, la piedra en el zapato de Ferney. Aunque se vieron muy pocas veces, entablaron una enemistad de la cual Rosario fue la mensajera. Ella era quien llevaba los recados del odio mutuo.
– Decile a ese hijueputa que se cuide -le mandaba decir Ferney.
– Decile a ese hijueputa que ya me estoy cuidando -le mandaba a decir Emilio.
– ¡Y por qué no se matan de una vez y me dejan a mí tranquila! -les decía Rosario-. Me tienen hasta acá con el lleve y traiga.
Rosario se quejaba pero en realidad siempre le gustó el duelo. En cierta forma, ella fue quien más lo propició, era la que más llevaba y traía, y respaldada por sus mentiras, le encantaba enredar la pugna.
Cuando por fin mataron a Ferney, pensamos que Rosario se iba a resentir con nosotros, especialmente con Emilio, que sentía un rencor muy fuerte por él, pero no, no fue así, uno nunca sabía qué esperar de Rosario.
– La policía lo está buscando -me dijo de pronto una enfermera.
– ¿A mí? -le contesté, todavía pensando en Ferney.
– ¿No trajo usted a la mujer del balazo?
– ¿A Rosario? Sí, fui yo.
– Pues salga que quieren hablar con usted.
Afuera había por lo menos una docena de tombos. Por un instante pensé que nos habían montado todo un operativo, como los de las buenas épocas en que me dio por acompañar a Emilio y a Rosario en sus locuras.
– No se asuste -me dijo la enfermera al verme la cara-. Los fines de semana hay más policías que médicos.
Me señaló a los que estaban encargados de nuestro caso: un par de oficiales opacos, como sus caras, como sus uniformes.
Con la displicencia que aprendieron sueltan su interrogatorio como si yo fuera el criminal y no ellos. Que por qué la mató, con qué le disparó, quién era la muerta, qué parentesco o relación tenía conmigo, dónde estaba el arma asesina, dónde estaban mis cómplices, que si estaba borracho, que quedaba detenido, que los acompañara por sospechoso.
– Yo no he matada a nadie, tampoco he disparado, muerta no hay porque todavía está viva, se llama Rosario y es amiga mía, no tengo arma y mucho menos asesina, no tengo cómplices porque el que disparó fue otro, ya no estoy borracho porque con el susto se me bajaron los tragos, y en lugar de estar preguntándome carajadas y buscando donde no es, deberían dedicarse a coger al que nos metió en esto -les dije.
Di media vuelta sin importarme lo que pudieran hacer. Me gritaron que no me fuera creyendo tan machito, que más tarde nos veríamos otra vez, y volví a mi rincón penumbroso, más cerca de ella.
– Rosario -no me cansaba de repetir-, Rosario.
He tenido que luchar con la memoria para recordar cuándo y dónde la habíamos visto por primera vez. La fecha exacta no la ubico, tal vez hace seis años, pero el lugar sí. Fue en Acuarius, viernes o sábado, los días que nunca faltábamos. La discoteca fue uno de esos tantos sitios que acercaron a los de abajo que comenzaban a subir, y a los de arriba que comenzábamos a bajar. Ellos ya tenían plata para gastar en los sitios donde nosotros pagábamos a crédito, ya hacían negocios con los nuestros, en lo económico ahora estábamos a la par, se ponían nuestra misma ropa, andaban en carros mejores, tenían más droga y nos invitaban a meter -ése fue su mejor gancho-, eran arraigados, temerarios, se hacían respetar, eran lo que nosotros no fuimos pero en el fondo siempre quisimos ser. Les veíamos sus armas encartuchadas en sus braguetas, aumentándoles el bulto, mostrándonos de mil formas que eran más hombres que nosotros, más berracos. Les coqueteaban a nuestras mujeres y nos exhibían las suyas. Mujeres desinhibidas, tan resueltas como ellos, incondicionales en la entrega, calientes, mestizas, de piernas duras de tanto subir las lomas de sus barrios, más de esta tierra que las nuestras, más complacientes y menos jodonas. Entre ellas estaba Rosario.
– Cómo fue que te enamoraste de ella -le pregunté a Emilio.
– Apenas la vi, quedé listo.
– Yo sé que cuando la viste te gustó, pero yo me refiero a lo otro, a enamorarse, ¿si me entendés?
Emilio se quedó pensativo, no sé si tratando de entender lo que yo le decía o buscando ese momento cuando uno ya no se puede echar para atrás.