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– Ya me acuerdo -dijo-. Una noche después de rumbear, Rosario me dijo que tenía hambre y fuimos a comer perros calientes, por ahí, en uno de esos carritos de la calle, y ¿sabés lo que me pidió?: perro caliente sin salchicha.

– ¿Y? -No se me ocurrió qué más preguntar.

– Cómo que «¿y?». Cualquiera se enamora con eso.

Yo no sé si un perro caliente sin salchicha lo puede hacer perder a uno, pero de lo que sí estoy seguro es de que Rosario ofrece mil razones para enamorarse de ella. La mía no la puedo especificar, no hubo una particular que me hiciera adorarla, creo que fueron las mil juntas.

– ¿A vos te gusta Rosario? -me preguntó Emilio.

– ¿A mí? Vos estás loco -le mentí.

– Te ponés contento cuando estás con ella.

– Eso no quiere decir nada -volví a mentir-. Me cae muy bien, somos muy buenos amigos. Eso es todo.

– ¿Y de qué hablan todo el día? -preguntó Emilio con un tonito que no me gustó.

– De nada.

– ¿De nada? -volvió a preguntar subiendo el tonito.

– Pues hombre, de cosas, ¿sí?, hablamos de todo un poquito.

– Me parece muy raro.

– ¿Qué tiene de raro? -le pregunté.

– Pues que conmigo no habla nada.

Rosario y yo nos podíamos pasar toda una noche hablando, y no miento cuando digo que hablábamos de todo un poquito, de ella, de mí, de Emilio. Las palabras no se nos cansaban de salir, no sentíamos sueño ni hambre cuando nos dedicábamos a conversar, las horas pasaban de largo sin darnos cuenta, sin estropear nuestra conversación. Rosario hablaba mirando a los ojos, me atrapaba con ellos por más tonto que fuera el tema, me llevaba a través de su mirada oscura hasta lo más hondo de su corazón; de su mano me mostraba los pasadizos escabrosos de su vida, cada mirada y cada palabra eran un viaje que sólo hacía conmigo.

– Si te contara -decía antes de contarme todo.

Hablaba con los ojos, con la boca, con toda su cara, lo hacía con el alma cuando hablaba conmigo. Me apretaba el brazo para enfatizar algo, o me ponía su mano delgada sobre el muslo cuando lo que me contaba se complicaba. Sus historias no eran fáciles. Las mías parecían cuentos infantiles al lado de las suyas, y si en las mías Caperucita regresaba feliz con su abuelita, en las de ella, la niña se comía al lobo, al cazador y a su abuela, y Blancanieves masacraba los siete enanos.

Casi nada quedó por hablar entre Rosario y yo. Fueron muchos años de horas y horas entregados a nuestras historias, ella siguiendo mi voz con su mirada y yo perdiéndome en sus palabras y en sus ojos negros. Hablábamos de todo un poquito, menos de amor.

– ¿Es su novia? -me preguntó una enfermera ociosa.

– ¿Quién? ¿Rosario?

– La joven que trajo herida.

Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario Tijeras. Por lo demás, éramos sólo dos buenos amigos que se abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de tanto quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la traicione metiéndole amor.

– Parcero -me decía Rosario-. Mi parcero.

De los años que pasé junto a ella, sólo me quedaron dos dudas: la pregunta que nunca me respondió, y qué hubiera pasado con nosotros si Emilio no hubiera estado por medio.

Ahora pienso que tal vez no hubiera pasado nada distinto, lo digo por esa manía absurda que tienen las mujeres de unirse no al hombre que quieren, sino al que les da la gana.

– Vos le gustás a Rosario -insistía Emilio.

– No digás güevonadas -insistía yo.

– Es que es muy raro.

– ¿Qué es lo raro?

– Que a mí no me mira como te mira a vos

TRES

Un vecino de más arriba, casi donde termina el barrio, fue la primera víctima de Rosario Tijeras. Por él le pusieron el apodo y con él aprendió que podía defenderse sola, sin la ayuda de Johnefe o Ferney. Con él aprendió que la vida tenía su lado oscuro, y que ése le había tocado a ella.

– Ese día había bajado al centro a comprarme unos trapos con un billetico que me dio Johnefe. Gloria me acompañó a hacer las vueltas, y ya de regreso, como ella vivía más abajito, se quedó primero y yo seguí sola. Una oía muchas historias, pero a mí nunca me dio miedo andar por esas calles, nunca pensé que se metieran conmigo siendo hermana de Johnefe. Pero ya casi llegando me salieron dos tipos de arriba, eran del combo de Mario Malo, un tipo al que todos le corrían, menos Johnefe, por eso pensé que ni ellos se meterían conmigo, pero esa noche se metieron. Estaba muy oscuro y yo no reconocí sino a uno, al que le dicen Cachi, al otro no lo vi bien. Los dos me arrastraron hasta una zanja mientras yo gritaba y pataleaba, pero vos sabés que por allá mientras más grite uno, la gente más se asusta y más se encierra. La cosa fue que me volvieron el vestido mierda y después me volvieron mierda a mí. El otro me tenía y me tapaba la boca mientras el Cachi hacía lo que hacía. Cuando le tocó el turno al otro, pude gritar porque me soltó para acomodarse, y una gente me oyó y después se asomaron, pero este par de maricas salieron corriendo por la cañada. Ya te podés imaginar cómo llegué a donde mi hermano, estaba vuelta nada y llorando como una loca, pero más loco se puso él cuando me vio, me preguntó qué me había pasado, quién me había hecho eso para matar a ese hijueputa, pero yo no le decía nada, yo sabía que era la gente de Mario Malo, y que si yo hablaba se iba a formar la guerra más tenaz y que ellos eran muy capaces de matar a Johnefe, pero él insistía, me decía que si no le contaba me mataba, y yo le dije que entonces me matara porque yo no los había visto, que a lo mejor era gente de otro lado.

Rosario interrumpió su historia, se quedó mirando un punto fijo de la mesa; yo miré para otro lado porque no sabía para dónde mirar, después vi que encogió los hombros y me sonrió.

– ¿Y entonces? -me atreví a preguntar.

– ¿Entonces? Nada. Quedé vuelta mierda mucho tiempo; además, Johnefe no me hablaba, estaba furioso porque yo no le conté quiénes habían sido, pero yo no quería que le pasara algo a él, ya con lo mío era suficiente. Pero lo que Johnefe nunca supo fue que después me pude desquitar. Imaginate que como a los seis meses, un día en que fui a visitar a doña Rubi, me encontré por la calle con el Cachi. Casi me muero del susto, pero parece que no me reconoció. Lo que yo creo es que él no me vio bien la cara esa noche, porque yo sé que esa gente queda muy tocada cuando se meten con uno porque piensan que uno los va a sapear o les va a ajustar cuentas, pero éste, sabés lo que hizo, se puso a coquetearme y a decirme güevonadas. Qué tal, ¿ah?

– ¿Y entonces?

– ¿Entonces? Pues que cada vez que iba a donde doña Rubi me lo encontraba, y fue hasta que le perdí el miedo, hasta que decidí que ese tipo me las tenía que pagar, entonces yo le seguí el jueguito de las risitas y el coqueteo hasta ponerlo bien contento, y al tiempo, como al mes, un día que no encontré a doña Rubi, le dije que pasara, que entrara que mi mamá no estaba, y no te imaginás cómo se le abrieron los ojos, y claro, yo ya sabía lo que iba a hacer, entonces lo entré al cuarto que era mío, le puse musiquita, me dejé dar besitos, me dejé tocar por donde antes me había maltratado, le dije que se quitara la ropita y que se acostara juicioso al lado mío, y yo lo empecé a sobar por allá abajo, y él cerraba los ojos diciendo que no lo podía creer, que qué delicia, y en una de esas saqué las tijeras de doña Rubi que yo había metido debajo de la almohada y, ¡taque!, le mandé un tijeretazo en todas las güevas.