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– ¡No! -exclamé.

– Sí, imaginate. El tipo empezó a gritar como un loco, y yo más duro le gritaba que se acordara de la noche de la cañada, que me mirara bien para que no se le fuera a olvidar mi cara y empecé a chuzarlo por todas partes, y el tipo desangrándose salió corriendo, sin güevas y sin ropa, y la gente de la calle apenas miraba.

– ¿Y entonces?

– ¿Entonces? No lo volví a ver, ni a saber de él; además, doña Rubi se puso histérica con el sangrerío que le dejé en la casa y me dijo que no me quería volver a ver por allá.

– Y a todas estas, ¿cuántos años tenías, Rosario? -le pregunté.

– Acababa de cumplir trece años, eso nunca se me va a olvidar.

Cada vez que Rosario contaba una historia, era como si la viviera de nuevo. Con la misma intensidad abría sus ojazos para asombrarse como antes o manoteaba con la ansiedad de un hecho recién ocurrido y volvía a traer el odio, el amor o el sentimiento de entonces, acompañado con un sonrisa o, como la mayoría de las veces, de una lágrima. Rosario podía contar mil historias y todas parecían distintas, pero a la hora de un balance, la historia era sólo una, la de Rosario buscando infructuosamente ganarle a la vida.

– ¿Ganarle qué? -me preguntó a propósito Emilio, que no sabía mucho de estas cosas.

Ganarle simplemente, doblegarla, tenerla a sus pies como a un contendor humillado, o al menos engañarse, como estamos todos los que creemos que la cuestión se resuelve con una profesión, una esposa, una casa segura y unos hijos. La pelea de Rosario no es tan simple, tiene raíces muy profundas, de mucho tiempo atrás, de generaciones anteriores; a ella la vida le pesa lo que pesa este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida, todavía lo siguen haciendo; con el machete comieron, trabajaron, se afeitaron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres. Hoy el machete es un trabuco, una nueve milímetros, un changón. Cambió el arma pero no su uso. El cuento también cambió, se puso pavoroso, y del orgullo pasamos a la vergüenza, sin entender qué, cómo y cuándo pasó todo. No sabemos lo larga que es nuestra historia pero sentimos su peso. Y Rosario lo ha soportado desde siempre, por eso el día en que nació no llegó cargando pan, sino que traía la desgracia bajo el brazo.

– Quiubo, ¿qué se ha sabido? -me preguntó Emilio apenas contestó el teléfono.

– Nada. Siguen con ella ahí adentro.

– Pero qué, ¿qué dicen?

– No dicen nada, nadie sabe nada.

– Entonces ¿para qué me llamaste? -dijo ofuscado-. Llamame cuando sepás algo. Estoy preocupado, hermano.

– ¿Qué horas serán? -le pregunté.

– Ni idea -dijo-. Deben ser como las cuatro y media.

Johnefe pensó que a Rosario la habían embarazado con la violación. Vio cómo se fue engordando pero las cuentas no le daban. La obligó a ir al centro de salud para que lo sacaran de dudas, a pesar de que ella insistía en que no había embarazo alguno.

– Más te vale -le decía él-, porque en esta casa no vamos a criar hijueputicas.

Lo que no notó Johnefe es que Rosario podía vaciar la nevera en un día. Ella se las ingeniaba para que nadie lo notara. Volvía a colocar adentro los empaques vacíos de lo que ya se había devorado, reponía lo que se comía con lo que le fiaban en la tienda de la esquina, si es que no se lo engullía antes en el trayecto a su casa. Pero fue precisamente la cuenta del tendero la que sacó a Johnefe de dudas y de paso delató a Rosario.

– A ver, explicame -le dijo con la cuenta en la mano-: cinco libras de tocineta, tres de azúcar, dos litros de helado, una torta, veintitrés chocolatinas, ¿a qué horas puede uno comerse veintitrés chocolatinas?, seis docenas de huevos, ocho libras de carne, doce litros de leche, y aquí solamente comemos yo, vos y Deisy, y esta cuenta es de este mes, solamente de este mes, haceme el favor y me explicás.

– ¿Qué querés que te explique? -le contestó desafiante-. Me la comí toda, y si vas a chillar por esa puta cuenta yo la pago.

– Pues si a leguas se nota que te comiste todo. ¿Y vos estás pensando que yo salgo a quebrarme el culo para que vos te quedés aquí sin hacer nada engordándote como una vaca mientras a mí me toca arriesgar el pellejo poner la cara frentear la vida conseguirme el billete para que vos vivás acá de arrimada y como una reina?

– Pues si te choca tanto -siguió Rosario con el mismo tono-, me devuelvo para donde mi mamá.

– Vos sabés que doña Rubi no te quiere ni ver. Yo no sé vos qué hiciste por allá, pero como que le dejaste la casa vuelta mierda, ¿qué fue lo que hiciste, Rosario?, porque ese cuentico de la menstruación no se lo cree nadie, porque si es verdad, vos entonces te estás muriendo. Y no te pongás a llorar, no llorés, y vos tampoco Deisy, vea pues ¿por qué será que todas las mujeres se ponen a llorar cuando uno les habla?

– Yo no estoy llorando -dijo Rosario llorando.

– Yo tampoco -dijo Deisy, ahogada en lágrimas.

Rosario casi siempre lloraba por rabia, pocas veces la vi hacerlo por tristeza. Lo cierto es que no era adicta llanto, sólo recurría a él en situaciones extremas, y ver a su hermano, el amor de su vida, enfadado con ella, era una de esas situaciones.

– Por él siempre volvía a adelgazar -dijo recordándolo-. No le gustaba verme gorda, me encendía a cantaleta cuando me veía pasada de kilos. Además, cuando me veía inflada, le daba por averiguar en qué andaba yo por esos días. No le gustaba que me metiera en líos.

Varias veces me tocó verla gorda, las mismas veces que se metía en un problema de gran tamaño, las tantas veces que sincronizó un beso con un balazo.

– ¡Yo no entiendo esa manía tuya de besar a los muertos! -le decía Emilio iracundo.

– ¿Cuáles muertos? -respondía ella-. Yo los beso antes de que se mueran.

– Da lo mismo, pero qué tienen que ver los besos con la muerte.

Emilio aprendió a hablar de la muerte con la misma naturalidad con que ella mataba. En su afán por seguirla, se fue metiendo poco a poco en el mundo extraño de Rosario y cuando se dio cuenta de hasta dónde había llegado, ya estaba hasta el cuello de vicios, deudas y problemas. Por tenerla había robado con ella, y yo me volví un acompañante ocasional de su caída.

– Siento lástima por ellos -nos explicó Rosario-. Creo que se merecen al menos un beso antes de irse.