Stephen no estaba demasiado seguro de cómo responder ante aquel nuevo dato sobre el folclore familiar. «¡Santo Dios! ¿Son todos los niños tan precoces?», se preguntó. Miró aquellos perfectos y diminutos labios que acababan de decir «vete al asqueroso infierno» y «culo» y notó que se contraían sus propios labios.
– ¿Y quién es Grimsley?
– Es nuestro mayordomo. Le crujen las rodillas cuando se mueve y siempre está perdiendo las gafas. Él y Winston estaban con Hayley cuando ella le rescató. Le trajeron a casa y Hayley le ha estado cuidando desde entonces. Estaba muy grave -dijo con un inequívoco tono de reprimenda-. Estoy contenta de que ahora se encuentre mejor porque así Hayley podrá descansar. Está muy cansada y lleva una semana entera sin venir a mis meriendas. -Callie miró a Stephen con curiosidad-. ¿Le gustaría venir a mi próxima merienda? La señorita Josephine y yo servimos los mejores bollitos de todo Halstead.
Antes de que a Stephen se le ocurriera una respuesta adecuada, la puerta se abrió de par en par y Hayley entró a toda prisa en la habitación.
– ¡Callie! -Arrodillándose delante del sofá, Hayley abrazó a la pequeña y la atrajo hacia sí-. ¿Qué estás haciendo aquí? Te he estado buscando por todas partes.
– Estaba invitando a Stephen a mi próxima merienda.
Hayley se giró hacia la cama con el rostro iluminado por una tierna sonrisa.
– ¿Cómo se encuentra esta mañana, Stephen?
– Mejor. Hambriento.
Estampando un breve beso en los relucientes rizos de Callie, Hayley se liberó de los pegajosos brazos de la pequeña y se acercó a la cama. Puso la palma de la mano en la frente de Stephen y se amplió su sonrisa.
– Ya no tiene fiebre. Me desharé de este bichito y volveré enseguida con su desayuno. Ven conmigo, Callie -instó a la niña dándole un golpecito en la mano-. Las gallinas te están esperando. Te echan terriblemente de menos.
Callie saltó del sofá y dio unos pasos hacia la cama. Se inclinó hacia delante hasta que su boca estuvo a la altura de la oreja de Stephen.
– Las gallinas me echan de menos porque yo no les llamo «asquerosos y malolientes pajarracos», como Winston -le susurró al oído. Se enderezó y asintió, dirigiendo a Stephen una mirada de complicidad. Luego le dio la mano a Hayley y dejó que ésta la guiara fuera de la alcoba.
Cuando se quedó solo, Stephen emitió un suspiro de alivio. ¿Por qué no estaba aquella niña en un jardín de infancia o con su institutriz? La pequeña hablaba sin parar y, aunque habían dejado de palpitarle las sienes, todavía estaba ligeramente mareado. Levantó una mano y se tocó la frente. Sus dedos palparon un vendaje. Desplazando las yemas por su rostro, se tocó una recia barba de varios días. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una semana? No era de extrañar que le hubiera crecido tanto la barba.
Deslizó la mano hacia abajo y se palpó el vendaje de las costillas. Una inspiración profunda le bastó para confirmar que aún le faltaba bastante para estar completamente curado. Cuando probó a mover las piernas, descubrió dos cosas: que le dolían pero las podía mover y que estaba desnudo.
Miró bajo la sábana y frunció el ceño. Alguien le había quitado la ropa y le había lavado. Por alguna razón insondable, un extraño hormigueo recorrió todo su cuerpo cuando se imaginó a Hayley Albright inclinándose sobre su cuerpo desnudo.
La puerta de la alcoba se abrió y entró Hayley con una gran bandeja en las manos. Stephen se arregló apresuradamente la sábana. Un calor desconocido le inundó el rostro.
– Ya estamos aquí-dijo, colocando la bandeja sobre la mesita de noche. Miró a Stephen y arrugó la frente-. ¡Santo Dios! Se le han sonrojado las mejillas. Espero que no le haya vuelto a subir la fiebre -dijo mientras le ponía la mano en la frente.
«¿Sonrojado?», se preguntó Stephen y, acto seguido, dijo más bruscamente de lo que pretendía:
– Estoy bien. Sólo tengo hambre.
– Por supuesto. Y no está caliente. -Hayley lo observó detenidamente durante breves momentos, frunciendo los labios-. Hummm. Le resultará mucho más fácil comer si le incorporo un poco.
Alargando el brazo por delante de Stephen, Hayley cogió dos almohadones del otro lado de la cama.
– Déjeme ayudarle -dijo, incorporándolo con delicadeza y colocándole los almohadones detrás de la espalda-. ¿Qué tal?
Tras superar el mareo inicial, Stephen se encontró considerablemente mejor, aunque se sentía muy débil. Y una inspiración profunda habría estado completamente fuera de lugar.
– Bien. Muchas gracias.
Hayley se sentó en el borde de la cama y cogió de la bandeja un cuenco y una cuchara. Luego cogió con la cuchara un poco de una especie de puré de extraño aspecto.
– ¿Qué es? -preguntó Stephen, aunque no le importaba demasiado. Estaba tan hambriento que se habría comido hasta las sábanas.
Ella le acercó la cuchara a los labios.
– Una especie de porridge. [2]
Aunque a Stephen le resultaba raro que alguien le diera la comida en la boca, no tenía fuerzas para discutir. Abrió la boca obedientemente y tragó.
– ¿Le gusta? -preguntó ella, estudiando la expresión del rostro de Stephen.
– Sí. Es muy bueno. Muy peculiar.
– No me extraña, porque tenemos un cocinero muy peculiar.
– ¿Ah sí? ¿En qué sentido? -preguntó Stephen y luego abrió la boca para recibir la próxima cucharada.
– Pierre es…, bueno, bastante temperamental, digamos que tiene bastante genio. Su sensibilidad gala es fácil de herir.
– Entonces, ¿por qué le contrató?
– Oh, no le hemos contratado. Pierre era el cocinero del barco de mi padre. Cuando mi padre murió, Pierre se instaló en casa y se hizo cargo de la cocina. Pobre de quien ose entrar en sus dominios sin su permiso. Y, si Pierre le da permiso para entrar, ya se puede preparar para «cogtag» cebollas y «pelag» patatas hasta que se le caigan los brazos.
Una sonrisa tiró de las comisuras de la boca de Stephen. Pierre tal vez fuera difícil, pero hacía un porridge condenadamente rico. Y Stephen sabía muy bien lo que era tener problemas con los sirvientes. Su propio cochero se había jubilado el año pasado, y él había tardado meses en encontrar un sustituto adecuado.
Tras vaciar el cuenco, Stephen se empezó a encontrar mucho mejor. Cuando Hayley le ofreció una tostada, él aceptó y le dio un mordisco. Masticando en silencio, analizó detenidamente a la joven que estaba sentada en el borde de la cama.
Era muy bonita. Hermosa, de hecho. Con aquel rostro oval tan cerca, Stephen no pudo evitar fijarse en la nube de pequeñas pecas de color claro que tenía sobre su chata nariz, ni en la textura suave y delicada de su cutis color crema. Sus ojos eran realmente extraordinarios, expresivos, transparentes como el cristal y enmarcados por unas preciosas cejas delicadamente arqueadas. Aquellos ojos de un azul cristalino lo miraban con evidente curiosidad y preocupación.
La mirada de Stephen se detuvo en los labios de Hayley. Eran exactamente como los recordaba. Rosados, carnosos, sensuales; daban ganas de besarlos. De hecho, aquélla era la boca más sensual que Stephen había visto en toda su vida. Tragó saliva y carraspeó.
– Usted y sus lacayos me rescataron -dijo, forzándose a apartar la mirada de la boca de Hayley.
– Sí. ¿Recuerda algo de lo ocurrido?
– Me seguían dos hombres. Recuerdo que corrí con Pericles entre los árboles. Me dispararon e intenté ocultarme en el bosque. -Se tocó cuidadosamente el vendaje de la frente con expresión decepcionada-. Por lo visto, no lo conseguí.
Hayley, visiblemente alarmada, abrió los ojos de par en par y se apretó el estómago con una mano.