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– ¡Santo Dios! ¿Salteadores de caminos?

Stephen pensó inmediatamente que el hecho de que ella sospechara que alguien intentaba matarle no era lo que más le convenía en aquel momento. Seguro que lo enviaba de vuelta a Londres si creía que había la más remota probabilidad de que el asesino se presentara en su casa, y él tenía más claro que el agua que no se sentía con fuerzas para emprender el viaje. Además tampoco quería asustarla. Seguro que, fuera quien fuese quien quería verle muerto, no le encontraría allí.

– Salteadores de caminos, por supuesto -contestó él-, intentaron robarme la bolsa del dinero. ¿Lo… consiguieron? -Stephen no llevaba ninguna bolsa con dinero, ya que guardaba una pequeña reserva de fondos en un escondrijo que tenía en su pabellón de caza, pero no podía explicarle aquello a Hayley.

– Me temo que sí, porque no encontramos ninguna bolsa con dinero cuando le rescatamos. Le encontramos en el fondo de un barranco, con medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera de un riachuelo. Estaba inconsciente y sangraba abundantemente.

Stephen percibió claramente la compasión de Hayley en la seriedad de su mirada.

– ¿Cómo me encontraron?

– Vimos a su caballo parado al lado del camino. Tenía varios rasguños, estaba ensillado y sin jinete. No hacía falta ser ningún genio para suponer que había ocurrido algo malo. Lo monté y me guió directamente hasta usted.

Stephen hizo ademán de llevarse la mano a la boca, pero se detuvo a medio camino y miró fijamente a Hayley.

– ¿Acaba de decir que montó a Pericles? -Stephen no se lo podía creer. Pericles no permitía que lo montara nadie más que él. Ninguna otra persona podía dominar a aquel animal tan corpulento.

– ¿Es así como se llama? ¿Pericles?-Después de que Stephen asintiera con la cabeza, ella añadió-: Sabía que tendría un nombre regio. Es un animal fabuloso. Tan tierno y cariñoso.

Stephen la miró fijamente, sin salir de su asombro. Era obvio que no estaban hablando del mismo animal.

Sin interpretar el silencio de Stephen como una muestra de sorpresa, Hayley prosiguió:

– Cuando mi padre estaba vivo, teníamos varios buenos caballos, pero ahora sólo tenemos a Sansón. Es un caballo pío castrado, tan dócil como un corderito, pero fuerte y vigoroso.

– ¿Pericles se dejó montar? Normalmente no permite que lo monte nadie excepto yo.

Ella negó con la cabeza.

– Se me dan muy bien los caballos. Parece como si tuviéramos una afinidad mutua. Su Pericles es muy inteligente. Es obvio que sabía que usted tenía problemas y supo ver que yo podría ayudarle.

– ¿Cómo consiguió montarlo sin una silla de mujer?

A Hayley se le sonrojaron las mejillas y se mordió el labio inferior.

– Yo… bueno… lo monté a horcajadas.

– ¿A horcajadas? -preguntó Stephen. «Seguro que he oído mal.»

Hayley se sonrojó todavía más.

– Por experiencia, sé que las circunstancias extremas a menudo requieren soluciones que se salen de lo corriente.

– Entiendo -dijo Stephen, aunque, de hecho, no entendía nada. Era evidente que Hayley Albright era una mujer que se salía de lo corriente, algo por lo que él debía estar agradecido, puesto que, gracias a eso, había podido salvarle la vida.

– ¿Tiene usted algún familiar o amigo a quien podamos informar sobre su paradero? Estoy segura de que deben de estar muy preocupados por usted.

Stephen tuvo que contenerse la amarga risa que le provocaban las palabras de Hayley. «Muy preocupados. Lo dudo mucho.» Sus padres, el duque y la duquesa de Moreland, no se percatarían de su ausencia a menos que ésta interfiriera con alguno de sus interminables compromisos sociales o aventuras extramatrimoniales. Su hermano, Gregory, era demasiado egoísta, se emborrachaba demasiado a menudo y estaba demasiado metido en sí mismo para preocuparse por el paradero de Stephen. Y la apocada mujer de Gregory, Melissa, parecía tenerle miedo, de modo que era poco probable que lamentara su ausencia.

Solamente su hermana pequeña, Victoria, podría preguntarse por su paradero, pero hasta eso era poco probable, puesto que él y Victoria no tenían ninguna cita programada para la semana anterior.

Pero, fuera quien fuese quien estaba intentando matarlo, era evidente que estaría pensando en él. ¿Pensaría quien había intentado asesinarle que había logrado su objetivo? ¿O ya se había percatado de su fracaso y le estaba buscando?

Sin saber quién quería verle muerto ni por qué, Stephen decidió que tal vez sería mejor no informar sobre su verdadera identidad.

Nadie sabía que «el herido» era el marqués de Glenfield, heredero de un ducado. Ahora estaba seguro en aquel pueblecito alejado de Londres, un tranquilo refugio donde podría recuperarse y decidir qué hacer. Sería un estúpido si no se aprovechara de la situación. Un plan se empezó a fraguar en su mente.

– No tengo familia -dijo, y sintió una punzada de culpabilidad cuando los ojos de Hayley se llenaron inmediatamente de compasión.

– ¡Eso es terrible! ¡Qué triste! -susurró mientras le cogía la mano y se la apretaba suavemente.

Stephen bajó la mirada y miró su mano entre las de Hayley. Las manos de aquella mujer parecían fuertes y capaces, pero también suaves y delicadas. Él notó que le embargaba una indescriptible ternura y se preguntó por qué. Indudablemente porque aquel gesto de cordialidad tan normal era algo completamente desconocido para él.

– Seguro que hay alguien con quien le gustaría ponerse en contacto -dijo ella-. ¿Tal vez otro caballero? ¿Un amigo? ¿O tal vez la persona para quien trabaja?

«¿Trabajar?» Era obvio que ella creía que él era un plebeyo. En circunstancias normales, Stephen se habría tronchado sólo de pensarlo y su ayuda de cámara habría bufado como un gato enrabiado. Pero aquéllas no eran circunstancias normales.

Sopesó rápidamente sus opciones. Aunque no quería que nadie conociera su paradero, necesitaba confiar en alguien, y sólo había una persona que merecía toda su confianza. Su mejor amigo y cuñado: Justin Mallory, conde de Blackmoor.

– De hecho, me gustaría contactar con alguien.

– Excelente. ¿Un amigo?

– Sí, alguien con quien solía trabajar.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó ella, con los ojos brillantes de curiosidad.

– Soy… soy tutor-improvisó rápidamente-. Trabajo para una familia en Londres.

– ¿Tutor? ¡Eso es estupendo! ¿Qué asignaturas imparte?

– Ah, las habituales. Las clásicas.

– ¿Matemáticas? ¿Latín?

– Por supuesto.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Hayley.

– Lingua latina? Vero?

A Stephen por poco se le escapa un gruñido. «¡Maldita sea, todas las mujeres saben latín.» Él lo había estudiado, por descontado, pero nunca se le había dado muy bien esa lengua y hacía años que no intentaba hablarla. A la desesperada, conjugó para sus adentros unos cuantos verbos y deseó lo mejor.

– Caput tuum saxum immane mittam.

La sonrisa de Hayley dio paso a una expresión de profunda extrañeza.

– ¿Por qué le gustaría tirarme una piedra enorme a la cabeza?

Él intentó no inmutarse. Al parecer, no había dicho: «encantado de conocerla».

– Estoy seguro de que no lo ha entendido bien. -Para distraerla, carraspeó varias veces-. ¿Puedo beber un poco de agua?

– Por supuesto. -Hayley llenó un vaso y se lo dio a Stephen.

Él dio un par de sorbos y le devolvió el vaso.

– Gracias.

– De nada, Stephen. -Se le sonrojaron las mejillas-. En realidad, no debería llamarle Stephen. ¿Cuál es su apellido?

Sin pensar, Stephen contestó:

– Barrett… -Y deseó poder darse a sí mismo una patada en el culo. «Tanta complicación sólo para mantener el anonimato.» Tosió varias veces y añadió-: son. Barrettson.