Guardándose la inquietante carta en el bolsillo, Justin se dirigió hacia el vestíbulo y abrió las pesadas y sólidas puertas de roble. Un joven que estaba sentado en el escalón de la entrada miró hacia arriba con expresión expectante.
– ¿Es usted el señor Mallory? -preguntó el joven, levantándose de un salto.
– Sí. Puede decirle a la señorita Albright que me espere para esta tarde. -Sin esperar respuesta, cerró la puerta y se dirigió al piso superior. Tardaría unas tres horas en llegar a Kent. Tenía muchas cosas que hacer antes de partir, incluyendo encontrar una excusa plausible para cancelar la cena con su mujer.
Se detuvo a medio paso.
«¿Qué tipo de ropa llevan los tutores?», se preguntó.
Al llegar a la casa de los Albright, Justin desmontó mientras su mirada curiosa inspeccionaba los alrededores. La casa, de considerable tamaño, se encontraba en un claro de bosque en medio de un vergel, rodeada de hayedos. Era una estructura laberíntica, cubierta de hiedra, en la que daba la impresión de que los sucesivos dueños habían ido haciendo añadidos de gustos diferentes. El efecto acumulativo era un batiburrillo sorprendentemente agradable a la vista.
La casa en sí misma tenía un aspecto un tanto deteriorado que estaba a un paso de parecer dejado. En el tejado había varias áreas sin tejas por reparar y en la fachada se veían varias contraventanas desvencijadas. Contrariamente, el jardín, muy bien cuidado, contenía una profusión de flores de gran colorido, cuya fragancia impregnaba el aire veraniego. Un espumoso riachuelo discurría junto a los árboles antes de describir una curva, adentrarse en el bosque y desaparecer en la distancia.
Justin llamó a la puerta. Le abrió inmediatamente un hombre gigantesco vestido con ropa de trabajo. El hombre corpulento miró a Justin con ojos entornados y evidente recelo.
– ¡Que me cuelguen del palo mayor y me ondeen al viento! -dijo el gigante con voz grave y ronca, mientras acercaba el rostro al de Justin-. Tengo trabajo que hacer. No me puedo pasar todo el día contestando a la asquerosa puerta. ¿Quién diablos es usted y qué diablos quiere?
Justin retrocedió dos pasos y carraspeó.
– Me llamo Justin Mallory. Creo que me esperan.
– ¿Quién ha llamado a la puerta, Winston? -preguntó una voz femenina que procedía de detrás del gigante. La puerta se abrió de par en par y apareció una mujer.
– Alguien de la compañía de recogida de basuras. Dice que le esperábamos, pero ya tenemos todos los cubos de basura que necesitamos. -El gigante dirigió una mirada fulminante a Justin, como si estuviera decidiendo si se lo comía como aperitivo o se limitaba a aplastarlo contra el suelo.
Sin sentirse especialmente atraído por ninguna de las dos posibilidades, Justin esquivó al poco amigable «mayordomo» y tendió la mano a la joven.
– Soy Justin Mallory.
– Hayley Albright-contestó ella con una cordial sonrisa, al tiempo que estrechaba firmemente la mano de Justin.
Justin sintió un gran alivio al comprobar que la señorita Albright parecía mucho más contenta de verle que el gigante que le había abierto la puerta. Después de mascullar algo ininteligible, el gigante salió de la casa pisando fuerte y se dirigió al jardín.
Justin estudió a la mujer que tenía delante. Era mucho más alta de lo que estaba de moda, pero muy atractiva. También se percató de que lo miraba con una vivida curiosidad.
– Señor Mallory, entre, por favor-dijo ella, guiándolo a un pequeño vestíbulo-. Le estábamos esperando. -Luego, bajando la voz y señalando con la barbilla al hombre que acababa de salir, añadió-: Espero que disculpe a Winston. Tiende a ser un poco sobreprotector.
Justin enarcó las cejas.
– ¿ Ah, sí? No me había percatado.
Hayley lo miró de soslayo y se rió.
– Winston actúa de buena fe, y ya se sabe: «Perro ladrador, poco mordedor.»
– No se puede imaginar lo mucho que me alivia oír eso, señorita Albright.
Ella volvió a reír -su risa era dulce y acogedora- y guió a Justin a través de varias habitaciones espaciosas pero escasamente amuebladas, saliendo luego por unas puertaventanas hasta llegar a una pequeña terraza. Mientras la seguía, Justin no pudo evitar admirar las atractivas curvas de sus caderas, que ni siquiera aquel sencillo vestido marrón podía ocultar. Se preguntó qué papel habría desempeñado la encantadora señorita Albright en el cambio de planes de Stephen.
– El señor Barrettson está allí, en el jardín -dijo ella señalando una figura en la distancia-. Siga este sendero y llegará hasta él. Cuando hayan acabado de hablar, por favor, vengan a buscarme y les serviré un refrigerio. -Hayley dio media vuelta y entró de nuevo en la casa, y Justin bajó rápidamente por el sendero.
– Sí que has tardado en venir -dijo Stephen a modo de saludo, varios minutos después, al ver a Justin. Stephen hizo un esfuerzo por contener la risa cuando observó la expresión de absoluta perplejidad de su cuñado.
– ¿Stephen? ¿Eres realmente tú?
– En carne y hueso -confirmó Stephen-, aunque, con la cara cubierta de barba y la cabeza vendada, apenas me reconozco ni yo mismo. Y todavía no lo has visto todo.
Stephen se puso en pie y contuvo la risa al ver que Justin se quedaba boquiabierto. El cuerpo de Stephen parecía haberse encogido dentro de una enorme camisa cuyas mangas le colgaban muy por debajo de las muñecas. Y arrastraba unos pantalones de montar de varias tallas más que la suya.
– ¡Válgame Dios! -Dijo Justin-. Pero… ¿qué te ha pasado? Te has encogido y consumido hasta los huesos. ¿Te encuentras mal?
– No, por lo menos ya no -dijo Stephen con una tímida sonrisa-. Estas prendas pertenecían al padre de Hayley. Ahora ya sabes por qué te pedí que me trajeras algo de ropa. Al parecer, papá Albright era bastante corpulento.
– ¿Qué quieres decir con que ya no te encuentras mal? ¿Has estado enfermo?
En vez de contestar, Stephen indicó a Justin, haciéndole un gesto con la mano, el sendero que discurría ante ellos.
– Venga, demos un paseo. Tengo mucho que contarte.
– De acuerdo -contestó Justin.
No habían dado ni tres pasos cuando Stephen se sintió minuciosamente examinado.
– Casi no te reconozco con esa barba, Stephen. He de admitir que te da un aire bastante atormentado. Estás imponente. Seguro que las damas de la alta sociedad londinense te encontrarían incluso más irresistible que de costumbre.
Stephen se llevó la mano a la cara y se frotó el rostro hirsuto.
– El único motivo por el que no me he quitado esta horrible barba es que nunca me he afeitado y no quiero desangrarme en el intento. Pero tendré que librarme de ella de alguna forma. Es horrible cómo pica.
Tras una pausa, Justin dijo:
– Seguro que sabes que me corroe la curiosidad. Tu críptica nota no explicaba nada. ¿Qué demonios está sucediendo? Explícamelo todo, hasta el último detalle.
Mientras avanzaban por un sendero flanqueado por árboles que se adentraba en el bosque, Stephen explicó a Justin los acontecimientos de la última semana. Cuando acabó, su amigo lo miró con expresión seria.
– ¡Dios mío, Stephen! Esa joven te ha salvado la vida.
– Sí.
– ¿Y crees que ha sido la segunda vez que intentan matarte?
– Eso parece. Tomé el incidente del mes pasado por un robo, pero ahora no lo veo así.
– ¿Por qué no me lo explicaste?
– No resulté herido y no lo consideré importante.
– ¿Que no fue importante? ¡Por Dios, Stephen! ¿Quién puede querer matarte? ¿Y por qué?
– Me he ganado muchos enemigos a lo largo de mi vida, supongo, pero no sé quién puede querer verme muerto.