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Grimsley se enderezó cuanto le permitían sus huesos, que amenazaban quebrarse.

– ¿A quién has llamado viejo estúpido?

– A ti. Y te he llamado viejo estúpido y mezquino. Por lo visto, aparte de viejo estúpido y mezquino, eres sordo.

– Bueno, es difícil oír nada sobre el fondo cacofónico de esa rueda que se supone que has reparado -contestó Grimsley levantando arrogantemente la nariz.

– Por lo menos yo la he reparado. -Winston le devolvió el golpe-. Y he hecho un trabajo condenadamente bueno. ¿Verdad, zeñorita Hayley?

Hayley se mordió la cara interna de una mejilla. Durante los tres años que el ex primer oficial de cubierta de su padre llevaba viviendo con los Albright, Hayley había intentado mejorar la forma de hablar del ex marinero, aunque no siempre con éxito.

– Ha hecho un buen trabajo reparando la rueda, Winston, pero ahora mire hacia aquellos árboles. -Volvió a señalar en la dirección de la sombra que se movía junto a la arboleda. Un escalofrío de pavor le recorrió la columna vertebral-. ¿Quién anda ahí? ¡Dios mío, ruego a Dios que no se trate de una banda de ladrones!

Hayley palpó disimuladamente la falda para asegurarse de que llevaba el ridículo bien sujeto y oculto entre los pliegues del tejido. «¡Santo Dios! Cuando pienso en los riesgos que he corrido, las mentiras que he tenido que decir para conseguir este dinero… No pienso entregárselo a ningún salteador.»

La invadió un profundo sentimiento de culpabilidad. Nadie, incluyendo a Grimsley y a Winston, tenía la menor idea del motivo de aquel viaje a Londres, y a ella le interesaba que las cosas siguieran así. Odiaba tener que mentir y sabía que los secretos llevaban a la falsedad, pero su familia necesitaba el dinero y ella era la única responsable de su seguridad.

Luchando contra el miedo, que iba en aumento, Hayley miró alrededor. Nada parecía fuera de lo corriente. La cálida brisa veraniega jugueteaba con su cabello, y ella se apartó de la cara varios rizos rebeldes. El penetrante olor a pino le hizo cosquillas en la nariz. Los grillos entonaban su ronca canción. Inspiró profundamente para calmarse, y casi se ahoga. La enorme sombra se separó de la arboleda y se les acercó.

Hayley se quedó helada. Su mente le decía: «no te dejes llevar por el pánico», pero su cuerpo se negaba a obedecer. «¿Dios, qué será de mi familia si muero en este camino oscuro y solitario? Tía Olivia a duras penas puede cuidar de sí misma, y mucho menos de mis cuatro hermanos pequeños. ¡Callie sólo tiene seis años! Y Nathan y Andrew también me necesitan, al igual que Pamela.»

La sombra se acercó más y el cuerpo entero de Hayley respiró aliviado. «Un caballo -se dijo-. No es más que un caballo.»

Winston le puso una mano en el hombro.

– No se preocupe, zeñorita Hayley. Si hay algún indeseable ahí fuera, no permitiré que le haga daño. Le prometí a su padre, que en paz descanse, que la protegería de todo mal y lo haré -añadió sacando pecho-. Si hay algún bandido ahí fuera, le romperé el escuálido cuello, le sacaré las tripas con mis propias manos y lo ataré con sus propias vísceras. Le…

Hayley interrumpió la macabra diatriba de Winston con una tos seca.

– Gracias, Winston, pero no creo que haga falta. De hecho, parece ser que nuestro «bandido» no es más que un caballo sin jinete.

Grimsley se rascó la cabeza y se dio cuenta de que llevaba las gafas encima de la calva. Colocándoselas sobre el puente de la nariz, volvió a mirar hacia la oscuridad.

– ¡Vaya! Ahí hay un caballo, parado en medio del camino. ¡Qué raro!

– Lo acaba de decir la zeñorita Hayley, cretino -espetó Winston-. Aunque, la verdad, me sorprende que lo hayas visto antes de que te muerda en ese culo tan huesudo que tienes.

Casi mareada por el alivio, Hayley ahogó una risita y decidió ignorar el lenguaje de Winston. Antes de que ninguno de los dos sirvientes pudiera ayudarla, saltó del asiento de la calesa y se acercó cautelosamente al animal. Era inmenso, pero ella todavía no se había encontrado con ningún caballo que no pudiera seducir. Cuando llegó a su lado, cogió las riendas que colgaban sobre la silla.

– ¡Qué bonito eres! -dijo con dulzura, alargando el brazo para acariciar la aterciopelada nariz del semental-. Eres el caballo más bonito que he visto nunca, y mira que he visto y acariciado caballos en mi vida. ¿Qué haces aquí tan solo? ¿Quién es tu dueño?

El animal restregó el hocico contra la palma de la mano de Hayley y relinchó. Ella acarició las magníficas y resplandecientes crines del animal para que éste se fuera habituando a su olor.

Cuando el animal empezó a respirar más lentamente, Hayley llamó a los sirvientes sin levantar la voz:

– Grimsley, traiga la lámpara, por favor. Y, Winston, sostenga las riendas mientras exploro al animal.

– Miren aquí -dijo Hayley poco después mientras se agachaba-. Tiene sangre en la pata delantera. -Le palpó la herida con delicadeza. El caballo levantó y bajó bruscamente la cabeza e intentó alejarse, pero Winston lo retuvo.

– ¿Es grave? -preguntó Grimsley, atisbando por encima del hombro de Hayley.

– No, gracias a Dios. Necesita tratamiento, pero no tiene la pata rota. -Se puso en pie y le cogió la lamparita a Grimsley. El caballo tenía varios rasguños en el flanco derecho y la cola llena de hojas y ramitas.

– Parece como si hubiera corrido atropelladamente por el bosque -dijo Hayley pensativa-. Es un hermoso ejemplar y es evidente que está bien cuidado. Los rasguños son recientes y está ensillado, pero no hay ninguna casa en bastantes kilómetros a la redonda. Ha debido de tirar al jinete. -Se volvió hacia la espesura. Mirando en dirección a la oscuridad, se apretó una mano contra el nudo que se le estaba haciendo en la boca del estómago e hizo de tripas corazón para luchar contra el miedo-. Deberíamos buscar al jinete. Podría estar malherido.

Grimsley abrió los ojos de par en par y tragó saliva con dificultad.

– ¿Buscarlo? ¿Aquí? ¿Ahora?

– No, viejo estúpido y enmohecido -contestó Winston con un bufido-. La semana que viene.

Grimsley hizo caso omiso.

– Pero, está muy oscuro, señorita Hayley, y ya vamos con horas de retraso por la reparación de la dichosa rueda. Todo el mundo estará preocupado…

– De modo que no viene de un cuarto de hora -le interrumpió Hayley con sequedad. Sabe Dios que no había nada que deseara más que llegar a casa, pero… ¿cómo iba a irse sabiendo que alguien podía necesitar ayuda? No podía hacerlo. Su conciencia no le dejaría vivir tranquila.

Firmemente decidida, dijo:

– No podemos irnos sin comprobarlo. El hecho de que un animal tan estupendo esté perdido, con una herida en la pata, lleno de rasguños y sin jinete es una clara indicación de que algo malo ha ocurrido. Tal vez alguien necesita ayuda desesperadamente.

– Pero… ¿y si el caballo pertenece a un asesino o a un ladrón? -preguntó Grimsley con voz débil y trémula.

Hayley dio una palmadita en la mano al anciano.

– Lo dudo, Grimsley. Los asesinos y los ladrones no suelen tener caballos tan magníficos, y… ¿a quién esperarían matar o asaltar en un camino tan poco frecuentado?

Grimsley carraspeó.

– ¿A nosotros?

– Bueno, si está herido, no creo que pueda hacernos mucho daño y, si no lo está, nos limitaremos a devolverle su caballo y proseguiremos tranquilamente nuestro camino. -Hayley dirigió una mirada seria y penetrante a sus compañeros de viaje-. Además, después de lo que les pasó a mi madre y a mi padre, los dos saben mejor que nadie que nunca me perdonaría a mí misma abandonar a alguien que está sufriendo.

Winston y Grimsley guardaron silencio y asintieron. Volviendo a centrar su atención en el semental, Hayley acarició el sudoroso cuello del animal.

– ¿Está cerca tu dueño? -le preguntó con ternura-. ¿Está herido?