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Grimsley miró la prenda con los ojos entornados y dijo sofocado:

– ¡Pero son sus enaguas, señorita Hayley!

Hayley inspiró profundamente y contó mentalmente hasta cinco.

– Éstas son circunstancias extremas, Grimsley. Podemos prescindir de los formalismos. Estoy segura de que mi padre haría exactamente lo mismo si estuviera aquí.

A Winston parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas.

– ¡El capitán Albright jamás llevó enaguas! Si lo hubiera hecho, la tripulación le habría azotado. ¡Y le habrían tirado a los tiburones!

Hayley volvió a contar mentalmente, esta vez hasta diez.

– Me refiero a que mi padre habría prescindido de los formalismos en estas circunstancias. Habría hecho todo lo necesario para salvar a este hombre. -«Dios, dame paciencia. No me obligues a utilizar la fuerza con estos hombres que tanto aprecio, aunque a veces me saquen de quicio.»

Sin discutir más, Grimsley fue cortando la enagua en tiras y se las fue pasando a Winston, quien, a su vez, las iba mojando en agua y se las iba entregando a Hayley. Ella limpió la herida lo mejor que pudo y luego aplicó presión sobre ella utilizando las vendas limpias de la bolsa de provisiones. No podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre. Temía que cada respiración pudiera ser la última. «No te mueras en mis brazos. Por favor. Déjame salvarte.» Cuando consiguió contener la hemorragia y el chorro de sangre se convirtió, por fin, en un goteo, le vendó el brazo.

Luego se centró en la raja de mal aspecto de la cabeza. Casi había dejado de sangrar. También se la vendó, tras limpiarle la suciedad. Después, le palpó el cuerpo con delicadeza en busca de posibles heridas. Él dejó escapar un grave quejido cuando ella le tocó el torso.

– Rotura o fisura de costillas -comentó Hayley-. Igual que cuando mi padre se cayó de la barandilla del porche en 1811. -Winston y Grimsley asintieron en silencio. Ella prosiguió con el reconocimiento por la larga figura del herido, con manos suaves pero firmes.

– ¿Algo más, señorita Hayley? -preguntó Grimsley.

– Creo que no, aunque siempre existe la posibilidad de que tenga una hemorragia interna. En tal caso, no sobrevivirá a esta noche.

Grimsley inspeccionó con la mirada los desolados alrededores y movió repetidamente la cabeza en gesto de negación.

– ¿Qué vamos a hacer con él?

– Llevarlo a casa y cuidarlo -contestó ella sin dudar ni un momento.

El arrugado rostro de Grimsley palideció visiblemente.

– Pero, señorita Hayley, ¿y si resulta ser un loco o algo parecido? ¿Y si…?

– Su vestimenta… bueno, lo que queda de ella, es fina y elegante. No hay duda de que es un caballero o que trabaja para un caballero. -Cuando Grimsley abrió la boca para hablar, Hayley levantó la mano pidiendo silencio-. Si resulta ser un asesino demente, le golpearemos en la cabeza con una sartén, lo echaremos de casa y lo enviaremos a los tribunales. Mientras tanto, se quedará con nosotros en casa. Llevémoslo ya, antes de que se muera mientras nosotros hablamos.

Grimsley suspiró y miró hacia arriba, donde se encontraba el caballo.

– Sabía que iba a decir eso. Pero ¿cómo vamos a cargarlo ladera arriba?

– Cargándolo, viejo fósil enclenque -gritó Winston junto a la oreja de Grimsley, haciendo estremecer al anciano-. Estoy más fuerte que un toro, ya lo creo que sí. Podría cargar a ese tipo durante treinta kilómetros si fuera necesario. -Se giró hacia Hayley-. Puede contar conmigo, zeñorita Hayley. No soy ningún endeble saco de huesos, como alguien que sabemos los dos. -Entornó los ojos y dirigió a Grimsley una mirada fulminante.

– Muchas gracias a los dos. Grimsley, usted irá primero, guiándonos con la lamparita.

– Yo lo cogeré por los pies, señorita Hayley -dijo Grimsley con dignidad-. Lleve usted la lamparita.

A pesar del cansancio, Hayley esbozó una sonrisa, y el enfado que le acababa de provocar la actitud del anciano se desvaneció por completo.

– Se lo agradezco, Grimsley, pero yo ya me he puesto perdida y usted se orienta mucho mejor que yo. Lleve la lamparita, por favor. -Hayley vio que Winston estaba a punto de hacer un comentario y le dirigió una mirada asesina. Él puso los ojos en blanco y mantuvo la boca cerrada.

– Ahora -prosiguió Hayley-, tenemos que darnos prisa para llevarlo a casa y acostarlo en una cama caliente lo antes posible.

Winston cogió al hombre por las axilas mientras Hayley se peleaba con los pies. «¡Dios, este hombre pesa más que Andrew y Nathan juntos, y eso que mis hermanos no son ningún peso pluma! Hayley pensó que tal vez había evitado herir los sentimientos de Grimsley, pero al día siguiente le dolería la espalda. Por primera vez en su vida, dio gracias a Dios por su estatura y su fuerza tan poco femeninas. Tal vez sacaba una cabeza a la mayoría de los hombres y eso le impedía bailar en pareja con elegancia, pero le permitiría cargar a un hombre pesado montaña arriba.

Resbalaron dos veces mientras ascendían por la pendiente y ambas veces a Hayley se le encogió el corazón cuando el hombre se quejó y odió no poder evitar hacerle daño al trasportarlo. El terreno era accidentado, lleno de rocas y lodo. Hayley tenía la ropa completamente destrozada y las rodillas en carne viva, por los rasguños y rozaduras que se había hecho con los afilados cantos de las rocas, pero en ningún momento pensó en tirar la toalla. De hecho, aquel dolor incluso incrementó su determinación. Si ella estaba sufriendo, aquel hombre estaba sufriendo mucho más.

– ¡Caray, este tipo pesa más de lo que parece! -dijo Winston entre jadeos cuando, por fin, llegaron arriba.

Tras descansar brevemente para recuperar el aliento, llevaron al hombre hasta la calesa mientras Grimsley guiaba al caballo tirando de las riendas. El hombre gimió dos veces más y a Hayley se le volvió a encoger el corazón. Estaban avanzando lentamente, pero, por lo menos, Winston y Grimsley habían dejado de discutir.

Cuando llegaron al vehículo, Hayley dio instrucciones a los dos hombres:

– Lo estiraremos sobre el asiento para que esté lo más cómodo posible. -Una vez hecho esto, Hayley soltó un largo y hondo suspiro de alivio. El herido seguía con vida-. Grimsley, vigile al hombre. Winston, conduzca la calesa. Yo montaré el caballo.

Tardarían otras dos horas en llegar a casa. Montando a horcajadas el imponente caballo, Hayley apretó los talones contra los costados del animal y emprendió la marcha. Mientras avanzaban, oró fervientemente para que el hombre sobreviviera al viaje.

En un oscuro callejón cerca del puerto de Londres, se detuvo un coche de caballos arrastrado por un corriente caballo de alquiler. El único ocupante observó el exterior a través de una rendija que abrió en la cortina mientras se aproximaban dos hombres.

– ¿Está muerto? -preguntó el ocupante del coche de caballos con un leve susurro.

– Por supuesto que está muerto. Le dijimos que nos desharíamos de ese engreído y lo hemos hecho. -Los pequeños y brillantes ojos de Willie, el más alto de los hombres, miraban amenazadoramente.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Boca abajo dentro de un riachuelo, aproximadamente a una hora de Londres -contestó Willie, y luego dio indicaciones exactas de la localización.

– Excelente.

Willie se inclinó y dijo:

– El trabajo ya está hecho, de modo que ahora nos gustaría recibir nuestra paga.

Se abrió ligeramente la cortina y una mano enfundada en un guante negro de piel salió por la ventana y dejó caer una bolsa en la mano abierta de Willie. Sin una palabra más, se cerró la cortina. El chofer recibió una indicación y el coche de caballos desapareció en la oscuridad de la noche.

Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del ocupante del carruaje.

Estaba muerto.

Stephen Alexander Barrett, octavo marqués de Glenfield, por fin, estaba muerto.

Capítulo 2