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– ¿La…? ¿La has besado?

– No. No tenía el menor deseo de hacerlo. -Sintió un gran alivio cuando vio que parte del dolor desaparecía de los ojos de Hayley.

– A ver si lo he entendido correctamente. Querías estar conmigo, pero has hecho un esfuerzo por comportarte con nobleza alejándote de mí y dejando el campo libre a Jeremy porque vas a irte pronto de Halstead y no querías interferir en mi oportunidad de ser feliz con otro hombre. -Lo miró con expresión interrogativa-. ¿Correcto?

– Sí, más o menos, eso viene a resumirlo todo.

Ella sacudió repetidamente la cabeza.

– ¡Dios mío! ¡Vaya plan tan enrevesado! ¿Cómo se te ocurrió tramar algo tan ridículo?

– Me pareció una gran idea, al principio -musitó Stephen-. De hecho, podría haber funcionado perfectamente, salvo por un detalle.

– ¿Qué detalle?

Él le cogió las manos y se las acercó a los labios, probando el sabor salado de las lágrimas que le impregnaban las yemas.

– Cada vez que Popplepart te tocaba, cada vez que te miraba o te hablaba, tenía ganas de estrangularlo, al muy canalla.

– Popplemore.

– Ya lo creo. Poco me ha faltado para cruzar el salón, agarrarlo por su escuálido cuello y hundirlo en la ponchera.

A Hayley se le pusieron los ojos como platos.

– ¿En serio?

Stephen asintió con expresión solemne.

– Completamente en serio. -Consciente de que estaba jugando con fuego, pero incapaz de contenerse, besó los dedos de Hayley y pasó suavemente la lengua por su piel con olor a rosas. «Déjalo ya. Dile que te vas mañana. Díselo ahora y sal de su alcoba. Antes de que sea demasiado tarde. Antes de que hagas algo de lo que ambos os arrepentiréis.»

– Entonces, ¿podrías… podrías plantearte la posibilidad de quedarte?

Él levantó despacio la mirada buscando la de ella. A Hayley le ardían las mejillas, y sus ojos, todavía húmedos, eran dos inmensos estanques de agua que reflejaban una combinación de incertidumbre y esperanza.

– ¿Qué?

– Si es eso realmente lo que sientes, entonces no te vayas de Halstead. Puedes buscar trabajo en el pueblo o alguna localidad vecina. Si no encontraras nada, siempre te podría contratar yo para que dieras clases a los chicos y a Callie. -Con labios temblorosos, esbozó una dubitativa sonrisa-. Mis hermanos te han cogido muchísimo cariño, y tía Olivia cree que el sol sale y se pone sólo para ti. Hasta has conseguido ganarte a Pierre, una gran hazaña, te lo puedo asegurar. Todos queremos que te quedes. -Su voz se convirtió en un susurro-. Yo quiero que te quedes.

Stephen la miró fijamente, completamente sin habla. ¿Por qué no había previsto que le pediría aquello? Según él mismo le había explicado, podía trabajar en cualquier sitio. Entonces, ¿por qué no en Halstead? «¡Dios mío! ¡Hasta qué punto he liado las cosas!» Tenía que decirle inmediatamente que no podía hacer lo que le pedía.

– Hayley yo…

– Me he enamorado de ti, Stephen. Te quiero.

Aquellas palabras, dichas con una inmensa dulzura, calaron muy hondo en Stephen, dejándole sin habla, anulando absolutamente su capacidad para pensar. Completamente. Irrevocablemente. La miró y vio claramente aquellas palabras reflejadas en sus ojos.

Hayley le quería.

Aquel maravilloso, generoso y hermoso ángel le quería. Se sentía como un completo canalla. «¿Qué voy a hacer ahora?»

– Hayley debo decirte…

Ella le puso la yema de un dedo sobre los labios, sin dejarle continuar.

– No te lo he dicho para que te sientas obligado a decirme lo mismo. Te lo he dicho sólo porque ya no podía callármelo más tiempo. Y quería que supieras, que supieras sin ninguna duda en absoluto, que quiero que te quedes. Y que, si te quedas, siempre serás bien recibido en esta casa y formarás parte de nuestra familia.

A Stephen se le hizo un inmenso y pesado nudo en la garganta. Intentó alejarlo de allí, pero estaba firmemente alojado, como un trozo de pan seco. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por controlar la batalla que se estaba librando en su interior entre sus nobles intenciones y sus deseos. Si no se alejaba de ella rápidamente, sabía quién saldría victorioso. Pero le resultaba imposible pensar con el eco de las palabras de Hayley resonando en su interior. «Me he enamorado de ti. Te quiero, Stephen. Te quiero, Stephen.»

Él no merecía su amor. «¡Dios mío! ¡Si ni tan siquiera sabe quién soy!» Ella se había enamorado de Stephen Barrettson, tutor. Le rechazaría si supiera que le había estado mintiendo todo el tiempo, que en el fondo era un noble de vida disoluta, con una larga lista de amantes, una excusa superficial como familia y un asesino pisándole los talones. Sólo de pensar en que ella pudiera mirarle con desprecio, esfumándose el amor y la confianza de su mirada y dando paso al rechazo, Stephen sentía un dolor desgarrador, como si estuvieran partiéndole en dos.

Tenía que hacer lo que era mejor para ella. Por mucho que le costara.

Stephen soltó un suspiro y apoyó decididamente las manos en los hombros de Hayley. Mirándola directamente a los ojos, rezó para que ella percibiera la profundidad de su tristeza.

– Hayley, no tengo nada que ofrecerte. No puedo darte todo lo que te mereces, lo que querría darte, como querría dártelo. No puedo.

Aquellas palabras apagaron el tenue brillo de la esperanza en los ojos de Hayley, extinguiendo sus tiernos anhelos, instaurando el vacío donde había latido el deseo hacía sólo un momento. A Stephen el sufrimiento que traslucía aquella mirada se le clavó en las entrañas como una fría puñalada.

Zafándose de él, Hayley se acercó a la ventana y miró fijamente la negra noche con la mirada perdida. Él se quedó mirándole fijamente la espalda y tuvo que hacer de tripas corazón para no lanzarse sobre ella, estrecharla entre sus brazos. Hacerla suya.

Cuando por fin Hayley se dio la vuelta y se encaró a Stephen, tenía los dedos de ambas manos fuertemente entrelazados y la mirada clavada en el suelo.

– Lo entiendo. Disculpa mi desmesurado atrevimiento. Es obvio que no deseas… -Su voz se fue desvaneciendo y cerró fuertemente los ojos.

La visión de Hayley, destrozada y humillada, destruyó a Stephen, haciéndole añicos por dentro. Cruzó el espacio que los separaba con dos largas zancadas y la agarró por los hombros.

– ¿Qué no deseo? ¿Que no te deseo…? -Respiró entrecortadamente y se le escapó una risa llena de amargura-. ¡Por el amor de Dios, Hayley! Te deseo tan terriblemente que estoy temblando. Te deseo tanto que no puedo dormir por las noches. Sufro por ti constantemente.

Le cogió la mano y se la restregó lentamente por la entrepierna de los pantalones, presionando la palma de Hayley contra la dura prominencia de carne palpitante.

– Así es como te deseo. Pienses lo que pienses, no se te ocurra decirme que no te deseo.

Hayley se quedó helada, sintiendo cómo la turgente virilidad de Stephen palpitaba en su palma. Las emociones la bombardeaban por todos los flancos, como un barco vapuleado por la furia de un huracán. Él la deseaba. No del mismo modo en que ella lo deseaba a él, pero la prueba de su deseo era real e inconfundible, literalmente palpable. Y demasiado irresistible.

La cabeza de Hayley se rebeló contra el deseo de su cuerpo, gritándole que era demasiado arriesgado, que tenía demasiado que perder. Su reputación, el respeto de su familia. ¿Y si se quedaba embarazada?

Pero no podía acallar a su corazón. Ya tenía veintiséis años. Y durante toda su vida había sido muchas cosas: hermana, amiga, enfermera, cuidadora.

Pero nunca había sido, sencillamente, mujer.

Hayley miró aquellos hermosos ojos, atormentados por la pasión contenida, aquella mirada tan intensa que transmitía una necesidad que ella jamás había soñado con provocar en un hombre. No podía seguir esquivándolo, huyendo de aquella ardiente promesa sensual que manaba de todos y cada uno de sus poros, del mismo modo que no podía arrancar la luna del cielo.