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Todavía de rodillas, se desplazó hasta el borde de la cama con los ojos clavados en aquella parte de la anatomía de Stephen que parecía a punto de explotar.

Excitado más allá de lo soportable, Stephen le cogió la mano y la guió hacia su prominente miembro.

– Tócame, Hayley. No tengas miedo.

Dubitativa y tan hermosa que a él se le antojaba increíble, le tocó suavemente la punta del miembro con el índice. El gemido de Stephen retumbó en el silencio de la habitación. Nunca una caricia íntima le había hecho alcanzar tan doloroso placer. Moriría si ella continuaba. Moriría si se detenía.

– Tócame otra vez -le suplicó con voz ronca-. No pares, por favor.

Ella deslizó los dedos a lo largo de la tensa virilidad de Stephen y él tuvo que apretar los dientes ante aquella maravillosa sensación. Cuando Hayley rodeó su erección con los dedos y presionó suavemente, a él casi se le detuvo el corazón. Hayley deslizó la mano a lo largo del miembro varias veces más hasta que Stephen le cogió la muñeca. Si ella no paraba, Stephen corría el riesgo de derramar el elixir de su pasión sobre la palma. Y no era eso lo que deseaba. No era lo que ninguno de los dos deseaba. Stephen ya no podía aguantar mucho más.

Empujándola suavemente hacia atrás, se tendió sobre ella, mirando sus luminosos ojos.

– Probablemente esto te dolerá…

– Tú nunca podrías hacerme daño, Stephen.

– Inclinándose sobre ella, la besó en la boca, y el imperioso deseo eliminó toda posibilidad de conversación. Abriéndose paso entre sus muslos, Stephen la penetró suavemente, muy poco a poco, hasta que topó con una barrera… Intentó franquearla con delicadeza, pero fue inútil. Sólo tenía dos opciones: retirarse o embestir.

La cogió por las caderas.

– No quiero hacerte daño -le dijo apretando los dientes.

– No me importa -contestó ella entre jadeos. Empujó hacia arriba en el mismo momento en que él se hundía profundamente entre sus piernas, y juntos rasgaron la fina barrera que separaba a la niña de la mujer.

Stephen apoyó la frente en la de Hayley y se quedó completamente inmóvil. O todo lo inmóvil que le permitían su respiración agitada y su palpitante corazón. ¡Dios! Estaba tan húmeda y se contrajo con tal fuerza alrededor del miembro de Stephen… Como una mano que lo estrujase enfundada en un guante de terciopelo.

Gotitas de sudor salpicaron la frente de Stephen mientras se esforzaba por permanecer inmóvil para dejar que ella se fuera acostumbrando a la sensación de tenerlo dentro.

– ¿Estás bien, Hayley? -dijo con un ronco susurro.

– Nunca he estado mejor. ¿Hay más o esto ha sido todo?

Stephen levantó la cabeza y la miró a los ojos. No pudo evitar sonreír.

– Hay más.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y se retorció bajo su cuerpo.

– Enséñamelo. No te olvides de nada.

Dejando de lado cualquier duda, él empezó a moverse lentamente dentro de ella, retirándose casi por completo, sólo para volverse a hundir completamente en sus profundidades otra vez. La mirada de Stephen estaba clavada en la de ella, hipnotizado por el juego de emociones que reflejaba su expresivo rostro. Aceleró el ritmo de las embestidas, temblándole los brazos bajo su peso, decidido a darle a ella placer antes de encontrar el suyo.

Stephen observó cómo la tensión iba creciendo dentro de ella. Hayley se aferró a sus hombros, buscando sus embestidas, con la respiración entrecortada. Cuando alcanzó el clímax, arqueó la espalda, tiró la cabeza hacia atrás e hincó las uñas en la piel de Stephen.

– Stephen. Oh, Dios… Stephen…

Gritó su nombre una y otra vez. Stephen observó cómo Hayley se dejaba llevar por el placer, devorando con ojos y orejas aquella respuesta tan desinhibida. Las contracciones de Hayley estrujaron el miembro de Stephen, llevándole al límite. Volviendo a embestir, derramó su semilla dentro de ella, entregándole un trozo de sí mismo, un trozo de su alma.

Cuando, al final, remitieron los espasmos, Stephen la rodeó con ambos brazos y los dos se tumbaron sobre el costado, todavía unidos íntimamente. Él hundió la cabeza en los despeinados rizos de Hayley y respiró profundamente, llenándose los sentidos de aquel dulce perfume a rosas y del olor a almizcle de sus sexos.

Ella se acurrucó contra el cuerpo de Stephen y le dio un tierno beso en el cuello.

Al notar el beso, Stephen buscó la mirada de Hayley. Los ojos le brillaban con una cálida languidez. Tenía el aspecto de una mujer a la que acaban de hacer bien el amor.

– ¿Te ha dolido? -le susurró él al oído.

– Sólo durante un momento. Luego, ha sido… -Su voz se desvaneció en un suspiro de éxtasis.

Él le acarició el puente de la nariz con un dedo.

– ¿Cómo ha sido?

– Indescriptible. Increíble. -Un brillo malicioso iluminó sus ojos-. ¿Acaso estás esperando algún tipo de elogio, Stephen?

Él soltó una risita y negó con la cabeza.

– No. Ya sé lo maravilloso que ha sido. Yo también estaba ahí, contigo.

– Sí, lo estabas. -Luego arrugó la frente y añadió-: No es que pretenda meterme donde no me llaman, pero supongo que no es la primera vez que haces… esto, ¿verdad?

Stephen reaccionó con recelo. Lo que menos le apetecía en aquel momento era hablar con Hayley sobre su disoluto pasado.

– ¿Por qué lo quieres saber?

– Me estaba preguntando si siempre es tan maravilloso, tan mágico. Puesto que es la primera vez que hago algo semejante y no tengo con qué compararlo, esperaba que tú me lo aclararas.

Stephen pensó brevemente en sus experiencias pasadas, la larga lista de mujeres hermosas con quienes había compartido lecho. No recordaba los nombres de la mitad de ellas, y en aquel momento no conseguía evocar el rostro de ninguna. Todas eran como él, aristócratas egoístas en busca de placer cuya única meta era la gratificación sexual.

– No, Hayley. No siempre es tan maravilloso ni tan mágico. Hasta hoy, nunca lo había sido para mí.

– Entonces ya habías hecho antes el amor-dijo ella con la boca pequeña-. Sabía que debías de haberlo hecho. Me has desnudado con una facilidad indicativa de una gran experiencia.

Stephen sintió una fuerte opresión en el pecho. Comparar lo que acababa de compartir con Hayley con las experiencias sexuales que había tenido con las mujeres que la habían precedido le resultaba repugnante. No había comparación posible, y él sabía por qué. Más allá de la mera atracción física, nunca habían desempeñado ningún papel las emociones, ni por su parte ni por la de sus compañeras de cama.

– No, Hayley. Ahí te equivocas. Sí, me he acostado con otras mujeres, pero nunca he hecho el amor con ninguna de ellas. -Ahuecó ambas manos alrededor de su rostro y le acarició el carnoso labio inferior con los pulgares-. Nunca había hecho el amor. Hasta hoy. Hasta ti. -Su voz denotaba un gran asombro, como si él mismo no se acabara de creer sus propias palabras. Pero eran ciertas.

Una trémula sonrisa curvó los labios de Hayley.

– Amor… Eso es lo que siento por ti, Stephen.

Él cerró los ojos y tragó saliva.

– Lo sé.

– Hazme otra vez el amor.

Stephen abrió los ojos de par en par y la miró fijamente.

– ¿Otra vez? ¿Ahora? -Pero, aunque él lo creía imposible, su virilidad volvía a estar a tono.

Una chispa de malicia brilló en los ojos de Hayley.

– ¿Se te ocurre un momento mejor? Tengo mucho que aprender. -Luego frunció los labios-. Creía que lo tuyo era la enseñanza. Tal vez necesite otro profesor.

La imagen de otro hombre compartiendo lecho con Hayley, de Hayley estirada bajo otro cuerpo, mirándolo con amor, riéndose y bromeando con otro hombre llenó a Stephen de unos celos tan intensos que estuvo a punto de ahogarse en ellos. Era suya, ¡maldita sea! Era su ángel. Su parte racional le decía que no tenía ningún derecho a sentir aquello, pero no podía evitar sentirlo. Era como si pudiera matar a cualquier hombre que osara ponerle las manos encima.