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Incapaz de reconciliar aquellas emociones contradictorias, la besó casi violentamente en la boca.

– No, no necesitas ningún otro profesor-refunfuñó. Enfadado consigo mismo e irrazonablemente enfadado con ella por hacerle sentir tan inquieto e inseguro de sí mismo, la empujó para estirarla boca arriba y la penetró de una sola y fuerte embestida.

– ¡Stephen!

– ¡Oh, lo siento! -«¿Qué diablos me pasa?», pensó. Acababa de penetrarla con la falta de delicadeza propia de un escolar sobreexcitado en su primer encuentro sexual. Había estado a punto de partirla en dos-. ¿Te he hecho daño?

Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Hayley.

– ¿Te has dado cuenta de que no paramos de preguntarnos el uno al otro si nos hemos hecho daño?

Stephen se relajó y la arruga que se había formado en su frente se suavizó.

– Sí, me he dado cuenta, pero supongo que es bastante normal entre nuevos amantes, sobre todo teniendo en cuenta que uno de ellos es virgen.

– Era virgen -le corrigió ella con una sonrisa maliciosa. Súbitamente, adoptó una expresión de fingida seriedad-. Supongo que no debería estar demasiado satisfecha de ello. Probablemente debería estar avergonzada y consternada por mi escandaloso comportamiento y debería echarte a patadas de mi lecho. Por lo visto, vuelvo a merecerme el sermón que me soltaste sobre mi falta de decencia.

– ¿Ah, sí? -Stephen se retiró casi por completo y volvió a embestir, hundiéndose en la sedosa y acogedora calidez de Hayley- No sé cómo se me ocurrió semejante tontería.

– Oooh… -gimió ella-. Afortunadamente no estoy nada avergonzada y no tengo la menor intención de echarte a patadas de mi cama.

– ¡Menos mal! -Stephen volvió a retirarse y luego embistió hasta el fondo.

– Me ha gustado bastante lo que has dicho antes -susurró ella mientras se movía debajo de él.

Stephen volvió a retirarse y a penetrarla.

– ¿Qué he dicho?

– Has dicho que éramos amantes. Me gusta cómo suena eso.

Stephen se retiró y la penetró de nuevo.

– ¿Y cómo se siente esto?

Él se inclinó hacia delante y se introdujo en la boca el pezón de Hayley, contraído por la excitación, provocándole un largo gemido de placer. Empezó a succionar, primero con delicadeza, incrementando luego la presión y deteniéndose justo antes de que a ella le resultara doloroso. Hayley se agitaba violentamente bajo el cuerpo de Stephen, levantando las caderas para buscar el encuentro con él en cada embestida.

– Rodéame la cintura con las piernas -le instruyó él con la respiración entrecortada.

Ella obedeció sin dudarlo, abriéndose todavía más para él. Él se balanceó sobre ella, aumentando la duración y la profundidad de las embestidas hasta que ella empezó a gritar su nombre sofocadamente.

Stephen volvió a penetrar la acogedora calidez de Hayley, incapaz de controlarse por más tiempo. Una fuerza inexplicable se había apoderado de él. Por completo. Su cuerpo se movía involuntariamente, entrando y saliendo de ella, cada vez más deprisa, cada vez con más intensidad. El sudor le salpicaba la frente y le cubría la espalda, resbalándole por la piel. Cuando sintió que las aterciopeladas paredes de Hayley se contraían a su alrededor, perdió el control por completo. Embistió una y otra vez, cegado por la pasión, dominado por un torrente de sensaciones. Cuando alcanzó el clímax, sus espasmos fueron increíblemente fuertes. Y la penetró por última vez, con ímpetu salvaje.

Cuando por fin cesaron los espasmos, Stephen se desplomó sobre ella, incapaz de moverse, apenas capaz de respirar. Sabía que probablemente la estaba aplastando, pero no podía mover ni un músculo.

Hayley lo rodeó con los brazos, acariciando su resbaladiza espalda, empapada de sudor, y se apretó contra su pecho.

– Quiero hacer otra vez el amor -le susurró al oído al cabo de varios minutos.

Si Stephen hubiera sido capaz de reír, lo habría hecho. «¡Por Dios! ¡Esta mujer me va a matar! Pero vaya forma tan maravillosa de morir.»

Capítulo 22

Varias horas después, mientras Hayley dormía, Stephen yacía en la misma cama, con los ojos como platos, mirando el techo. Se sentía más vivo de lo que se había sentido en toda su vida, pero su estado de euforia enseguida dio paso a un profundo sentimiento de aborrecimiento y odio contra sí mismo.

Hacer el amor con Hayley había sido algo imperdonable, estúpido, aparte de absolutamente egoísta, pero no le sabía mal haberlo hecho. Intentó sentir remordimientos, pero le resultaba imposible. La noche había sido demasiado hermosa, demasiado mágica para estropearla con auto reproches.

En cierto modo, había sido inevitable. Había deseado a Hayley desde el primer momento en que la vio dormida en el sofá, agotada de tanto cuidarle. Había algo en ella que le había atraído desde el principio.

Las emociones que Hayley era capaz de despertar en él le aturdían sobremanera. El nunca había sentido nada más que deseo carnal por cualquiera de sus ex amantes, mujeres que se le acercaban porque sabían que era marqués. Ninguna de aquellas mujeres superficiales le había conmovido o provocado ninguna emoción. ¿Se le habrían acercado si no hubieran sabido que era un marqués? Tal vez, pero seguro que sólo en busca de placer sexual.

Pero Hayley no sabía quién era él. Y le había hecho sentir cosas que él habría jurado que era incapaz de sentir.

Como los celos. Stephen había experimentado su primer ataque de celos la primera vez que Hayley mencionó el nombre de Poppledart. La mera idea de que otro hombre, cualquier hombre, pudiera tocarla le ponía furioso, llenándole de una rabia gélida y malsana.

Y luego estaba aquel repentino e inaudito encariñamiento con los niños, las ancianas y los sirvientes irreverentes. ¿De dónde diablos había salido todo aquello?

Y luego estaba aquella maldita palabra.

Callie le quería. Y Hayley le quería. Un nudo del tamaño de una taza de té se le alojó en la garganta. «¡Dios! ¡Tengo casi treinta años y nadie me había dicho nunca esas palabras hasta que llegué aquí!» Su propia familia, exceptuando a Victoria, apenas le soportaban y, sin embargo, los Albright, a quienes hacía sólo unas semanas que conocía, le querían.

Stephen negó repetidamente con la cabeza. La mujer que tenía entre sus brazos le importaba mucho. ¿Cómo no iba a importarle? No tenía ni un ápice de maldad o mentira. Pero, ¿la quería? Stephen dudaba de su capacidad de querer realmente a alguien. La vida entre miembros de la alta sociedad que intentaban ascender cada vez más en la escala social y que, si te descuidabas, te asestaban una puñalada por la espalda le había vuelto demasiado cínico, demasiado hastiado y demasiado descreído. Estaba demasiado corrompido desde el punto de vista moral para creer en ese cuento de hadas al que cantan universalmente los poetas: el amor.

Hayley se agitó en sueños y los brazos de Stephen se apretaron con más fuerza alrededor de su cuerpo. El sabía que ella sufriría mucho cuando se enterara de su marcha, pero tenía que irse. Tenía un asesino que desenmascarar, un detalle que parecía olvidar con pasmosa facilidad. Tenía que concentrar todas sus energías en descubrir la identidad de su enemigo, o sería hombre muerto. Una vez que apresaran a la persona que quería verlo muerto, él podría reanudar su vida.

Y Hayley reanudaría la suya. Ella creía estar enamorada de Stephen Barrettson, tutor, pero Stephen sabía que aborrecería a Stephen Barrett, marqués de Glenfield. «Tal vez encuentre la felicidad al lado de Poppledink.»

Aquella idea llenó a Stephen de una rabia incandescente, pero luchó contra ella con todas sus fuerzas. Ella se merecía ser feliz. Él no podía quedarse allí, y sabía que su estilo de vida superficial y disoluto entre la gente de la ciudad horrorizaría a Hayley.