Todavía podía oír la voz de Stephen preguntándole con ternura desde la noche anterior: «¿Te ha dolido? ¿Te he hecho daño?» Lágrimas de puro dolor se apretaban fuertemente contra el fondo de sus globos oculares mientras ella luchaba por contener el llanto.
«Sí, Stephen. Me has hecho daño. Y mucho.»
De todos modos, sólo podía culparse a sí misma. Él nunca le había prometido nada y sólo le había dado lo que ella deseaba: la oportunidad de convertirse en mujer. Con un supremo esfuerzo, dobló las dos cuartillas con serenidad y se dispuso a introducirlas en el sobre.
Tuvo dificultades al intentar cerrar el sobre, de modo que miró en el interior para ver cuál era el impedimento. Había algo en el fondo. Invirtió el sobre y su contenido cayó revoloteando sobre su palma.
El fondo del sobre estaba lleno de pensamientos marchitos.
Y Hayley no pudo contenerse más las lágrimas.
Capítulo 23
Stephen estaba sentado en su despacho londinense, revisando las cuentas de sus propiedades con su secretario, Peterson. Se masajeó las sienes a fin de aliviarse el palpitante dolor de cabeza que le estaba torturando, pero el masaje no surtió efecto. La voz de Peterson le zumbaba monótonamente en los oídos, intentando ponerle al corriente sobre lo que había ocurrido durante su ausencia. Stephen llevaba en su casa de Londres casi dos semanas, pero todavía no se había puesto al día con las finanzas.
Miraba, fijamente pero sin ver nada, los papeles que tenía delante; las pequeñas filas de números le bailaban ante los ojos sin que nada tuviera sentido. Por primera vez en la vida, le traían sin cuidado sus intereses financieros. Para ser francos, le importaban muy pocas cosas.
– ¿Le gustaría revisar las cuentas de sus propiedades de Yorkshire, milord? -le preguntó Peterson, observándole por encima de las gafas.
– Disculpe, ¿qué me acaba de preguntar?
– Las propiedades de Yorkshire. ¿Quiere revisar…?
– No -Stephen se levantó con brusquedad y se pasó las manos por el pelo-. Tendremos que acabar esto mañana por la mañana, Peterson.
– Pero, milord -protestó Peterson-, las propiedades de Yorkshire…
– Haga lo que crea conveniente -le dijo Stephen, tajante, mientras le indicaba con la mano que podía irse. Peterson, sin palabras, cogió precipitadamente el fajo de papeles y salió del despacho visiblemente consternado.
Stephen vació su copa de brandy y se alejó de la chimenea para volver a llenarla. Las dos últimas semanas habían sido la peor época de su vida. En su casa de Londres todo funcionaba a la perfección. Tenía un servicio impecable, y sus comidas, formales y aburridas, eran obras maestras del arte culinario. Sin niños, sin perros, sin ruidos y sin caos.
Odiaba cada minuto de aquella asquerosa vida.
El día de su regreso había entrado en la cocina, sembrando el pánico entre el abnegado personal del servicio con tan impropia visita. Un marqués nunca entraría en la cocina a menos que hubiera encontrado algo horrible o imperdonable en la comida.
El segundo día Stephen le había pedido a Sigfried que le enseñara a afeitarse. Su ayuda de cámara le miró como si se hubiera vuelto loco y pidió inmediatamente una infusión reconstituyente para su señoría.
En aquel preciso momento, mientras apuraba su segundo brandy, la mente de Stephen retrocedió hasta la velada que había pasado con Hayley en el despacho de la casa de los Albright. Una sonrisa iluminó su rostro cuando la recordó bebiéndose el brandy de un trago y estando a punto de ahogarse cuando el fuerte licor le quemó la garganta. Luego él le había recitado un poema. Y la había besado. Stephen cerró los ojos y casi pudo notar la suave caricia de aquellos labios en los suyos, aquellas manos rodeándole el cuello, aquella lengua…
– No tengo ni idea de en qué estás pensando -la voz rota de Justin venía de la puerta-, pero debe de ser fascinante. Llevo casi un minuto intentando captar tu atención. -Entró en la habitación y se sirvió un brandy-. ¿Quieres compartir conmigo tus pensamientos?
– No -espetó Stephen arrugando la nariz, y luego ignoró completamente a su amigo.
– Creía que estarías poniéndote al día con las finanzas -comentó Justin con aire despreocupado. Dio un sorbo a su brandy y estudió a Stephen por encima del borde de la copa.
– He despachado a Peterson por el resto del día.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Porque no podía concentrarme y estaba malgastando tanto su tiempo como el mío. -Stephen miró con dureza a su amigo-. ¿Has invadido mi intimidad por alguna razón en particular, aparte de para beberte mi brandy?
– Ya que lo preguntas, hay dos razones. La primera es que tenemos que hablar sobre el último atentado contra tu vida.
Stephen suspiró sonoramente.
– ¿Y qué sentido tiene que hablemos sobre ello?
Justin arqueó una ceja.
– Alguien intentó atropellarte ayer por la noche a la salida del club White. ¿No te parece un suceso digno de comentar?
– Creía que lo habíamos comentado ayer por la noche.
– El hecho de que alguien haya intentado asesinarte otra vez bien merece nuestra atención. Es evidente que tenemos que vigilar a Gregory de cerca.
– Gregory estaba dentro del club cuando ocurrió el incidente -le recordó Stephen-. No hacía ni cinco minutos que yo le había dejado sentado en la mesa del farolito.
– Es fácil contratar a alguien -señaló Justin.
Stephen se encogió de hombros.
– Supongo que sí.
– La verdad es que se te ve bastante tranquilo, dadas las circunstancias.
– ¿Cómo se supone que debería comportarme? -preguntó Stephen-. ¿Quizá preferirías que me desmayara o que estallara en llanto?
– Me tranquilizaría si te viera por lo menos un poco preocupado -dijo Justin-Debemos averiguar quién está detrás de todo esto antes de que vuelva a atacar. Tal vez no tengamos tanta suerte la próxima vez. Ya lo hemos retrasado bastante. Gregory es nuestro principal sospechoso.
Stephen volvió a encogerse de hombros.
– Sí, supongo que lo es.
– Entonces ya es hora de que le tendamos una trampa. Me he tomado la libertad de organizar una situación donde los dos podréis estar juntos y a solas. Tú te dejarás ver y, cuando él haga un movimiento para atacarte, lo cogeremos.
– Vale -dijo Stephen, trayéndole sin cuidado lo que le acababa de decir su amigo.
– Sé que es peligroso -dijo Justin poniéndose serio-, pero debemos hacer algo, y rápido. Si nuestro plan sale bien, lo cogeremos y a ti nadie te tocará ni un pelo.
– Pero… ¿y si sale mal? -dijo Stephen sarcásticamente-. Me imagino que en tal caso me tocarán bastante más que un pelo.
– Eso no ocurrirá, Stephen -le prometió Justin solemnemente.
– ¿En qué has pensado concretamente?
– En una fiesta. En la casa que tengo a las afueras de Londres. Grandes espacios. Mucha gente. Probablemente Gregory intentará llevarte a algún lugar apartado de las miradas de la gente para atacarte.
Stephen levantó las cejas.
– ¿No crees que es bastante improbable que intente algo con tanta gente alrededor?
– Creo que lo verá como la perfecta oportunidad para atacar. Creo que se adherirá al axioma de «ocultarse a la vista de todos». Hay más confusión en una multitud, más oportunidades para escabullirse sin que nadie se dé cuenta, como ayer por la noche. Podría haberse levantado de la mesa, haber salido de la sala, matarte, volver en cuestión de minutos y encontrar a media docena de testigos que jurarían que había estado allí todo el rato.
»Si esto falla -prosiguió Justin-, sencillamente te haremos salir a pasear solo por los jardines, lejos de la casa, para que quienquiera que desee acabar contigo tenga la oportunidad de seguirte. Ni yo ni varios agentes de la ley [14] te quitaremos la vista de encima. Con medio Londres en la fiesta, aunque Gregory resultara no ser nuestro hombre, seguro que el verdadero culpable estará presente.
[14] A principios del siglo XIX, en Londres no había cuerpo de policía propiamente dicho, sino un pequeño grupo de «ayudantes» reclutados por el juez de paz de Wesminster, a los que se les conocía como Bow Street Runners. Se dedicaban a investigar crímenes y posteriormente evolucionarían al cuerpo de policía de Scotland Yard.