Stephen reflexionó sobre las palabras de Justin.
– De acuerdo. Terminemos de una vez. ¿Cuándo es la fiesta?
– Dentro de cuatro días. Yo quería celebrarla inmediatamente, pero Victoria insistió en que necesitaba ese tiempo para organizarlo todo. Bueno, de hecho insistió en que necesitaba dos semanas, pero yo sólo le di cuatro días.
– Ella no sabe nada de…
– Por supuesto que no -le interrumpió Justin-. Pero no podía organizar una fiesta sin ella. También he contratado a varios agentes de la ley para que vigilen a tu hermano.
– Parece que lo tienes todo controlado -comentó Stephen entre sorbos de brandy.
– Alguien tiene que hacerlo. Es evidente que tú tienes la cabeza en otra parte.
Stephen dirigió a su amigo una mirada represora.
– Dijiste que habías invadido mi santuario por dos motivos. ¿Cuál es el otro? ¿O acaso no lo quiero saber?
– Mi querida esposa me ha encargado que te pida que nos honres con tu presencia en la cena de esta noche.
– Podía haberme enviado una invitación con un mensajero.
– Sabía que la rechazarías, de modo que me ha convencido para que te lo pida en persona. Has rechazado sus tres últimas invitaciones.
– No puedo ir.
– Le darás un disgusto a Victoria -dijo Justin-. Y a mí también.
Stephen apuró su brandy y dejó bruscamente la copa sobre la mesa. Avanzó a pasos largos hasta la ventana y miró hacia fuera. Al otro lado de la calle se extendían los caros terrenos que rodeaban los prados de Hyde Park. Ante sus ojos ciegos desfilaban lujosos carruajes con elegantes caballos que transportaban a destacados miembros de la aristocracia londinense.
– ¿Te esperamos a las siete? -preguntó Justin.
Stephen quería rechazar la invitación. No le apetecía nada conversar educadamente con nadie. De hecho, se sentía completamente incapaz de hacerlo. Pero había pocas cosas que podía negarle a su hermana, y como ya había rechazado sus últimas invitaciones, se sintió obligado a aceptar.
– ¿Habrá alguien más?
– De hecho, sí. Hemos invitado también a tus padres y a Gregory y a Melissa.
A Stephen se le escapó una carcajada.
– ¿Una íntima cena familiar? Olvídalo, Justin.
– Quiero observar cómo reacciona Gregory en la intimidad. Tú no tendrás que hacer nada más que estar sentado, comer y beber brandy.
– ¿Cuánto brandy tenéis?
– Suficiente.
Stephen dudaba que hubiera suficiente brandy en todo el asqueroso reino para aliviar su dolor.
– De acuerdo. Allí estaré, a las siete. Seguro que es una velada encantadora.
El lujoso carruaje avanzaba lentamente por Hyde Park mientras su único ocupante miraba fijamente por la ventana con los ojos llenos de odio. «Has vuelto a salir con vida, indeseable. ¿Porqué no te mueres de una vez?» Sus manos, enfundadas en guantes negros, se cerraron en apretados puños. «Tú eres la única cosa que se interpone entre mí y todo lo que siempre he deseado y merecido. No habrá más errores. Ni más estúpidos asesinos a sueldo. Te mataré con mis propias manos.»
– Estás bastante pálido -comentó la madre de Stephen mientras lo observaba por encima del borde del vaso de vino-. ¿Estás enfermo?
Stephen miró fijamente al otro lado de la mesa, donde se sentaba la mujer que le había traído al mundo y enseguida se había olvidado de que tenía un hijo salvo cuando a ella le convenía. Estaba innegablemente estupenda, y era una anfitriona encantadora, así como un miembro honorable de las listas de invitados de todas las celebraciones de la alta sociedad. Pero también era el egoísmo personificado y no se esforzaba por disimular que le traía sin cuidado todo lo que no estuviera directamente relacionado con su persona. Stephen sabía que, en el fondo, no le preocupaba en absoluto su salud, sólo la posibilidad de que le pudiera contagiar alguna enfermedad, obligándole a interrumpir sus numerosos compromisos sociales. Se percató de que llevaba una nueva gargantilla, una gran esmeralda tallada en forma de cuadrado flanqueada de diamantes. Obviamente, un obsequio de su último amante, su marido hacía años que había dejado de comprarle joyas.
– Estoy bien, madre. Es muy amable de su parte preocuparse por mi salud. -Podía palparse el sarcasmo en sus palabras, como él bien sabía, pero su madre sonrió, visiblemente aliviada por la respuesta.
– ¿Tienes las cuentas de las propiedades de Yorkshire listas para que las revise?
Stephen se volvió hacia su padre. Con cincuenta y dos años, el duque de Moreland, alto y espigado, todavía tenía una figura imponente. Vetas grises salpicaban su pelo oscuro, y profundas líneas enmarcaban una boca incapaz de esbozar una sonrisa. Tenía la mirada más fría que Stephen había visto en toda su vida.
– No, necesito un día más para concluirlas.
– Ya entiendo. -El duque acompañó aquellas dos palabras con una larga, silenciosa y gélida mirada que indicaba claramente su desaprobación. Volvió a centrarse en la cena, despreciando a su hijo mayor como si le hubiera cerrado una puerta en las narices.
Stephen se dio cuenta de que aquel breve intercambio había sido la conversación más larga que había mantenido con su padre desde su regreso a Londres.
– He oído una noticia interesante esta tarde en el club White -dijo Gregory mientras asentía para que un lacayo le sirviera otra copa de vino-. El libro de apuestas está al rojo vivo.
La mirada de Stephen recorrió la larga mesa hasta detenerse en su hermano. El estilo de vida disipado de Gregory estaba empezando a pasarle factura, estropeando su atractivo rostro; la expresión somnolienta provocada por el alcohol nunca desaparecía completamente de sus ojos. El color de sus mejillas anunciaba un estado de inminente embriaguez. Si Gregory no fuera un indeseable completamente inmoral, Stephen hasta le tendría lástima.
– ¿Qué has oído? -preguntó Victoria.
– Se rumorea que el autor de una serie de relatos que se publican por capítulos en Gentleman 's Weekly es una mujer.
Stephen se quedó helado.
– ¿Qué?
Gregory dio un sorbo a la copa, salpicando su corbata blanca de gotas de vino de Borgoña.
– ¿Soléis leer Las aventuras de un capitán de barco, escritas por H. Tripp en Gentleman's Weekly?
– Ya lo creo que sí-dijo Justin desde la cabecera de la mesa-. Tú también las lees, Stephen.
– Sí. Prosigue, Gregory.
Claramente convencido de que tenía cautivados a sus oyentes, Gregory dijo:
– De todos los autores de los relatos por capítulos que se han publicado en la revista, H. Tripp es el único escritor que nunca ha aparecido en público. ¿Por qué no es miembro de ninguna sociedad de autores? ¿Por qué no asiste a ninguna reunión social? Se especula que la razón es que se trata de una mujer.
– Tal vez sea tímido o esté enfermo o viva demasiado lejos -sugirió Melissa con la boca pequeña.
Gregory fulminó a su esposa con su hosca mirada.
– ¡Vaya sugerencia tan aguda! -se mofó con evidente sarcasmo-. No me puedo imaginar cómo podríamos proseguir la velada sin tus ocurrentes intervenciones.
Sendas pinceladas de roja humillación colorearon los escuálidos pómulos de Melissa mientras bajaba la mirada.
Poniendo cara de póquer para ocultar sus sentimientos, intervino Stephen.
– Lo que acaba de sugerir Melissa explica con suma lógica por qué nadie ha visto nunca a H. Tripp.
– Entonces explícame por qué el señor Timothy, editor de la revista, se altera visiblemente cuando sale el nombre de H. Tripp en la conversación -le desafió Gregory-. Se pone lívido y le empieza a sudar la frente.
Una amarga sonrisa curvó los labios de Stephen.