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– Tal vez el alcohol que emana de tu aliento le hace sentirse indispuesto.

El rostro de Gregory se tiñó de rojo carmesí. Hizo el ademán de levantarse de la silla, pero Melissa le puso la mano sobre el brazo para retenerlo.

– Gregory, por favor, no montes una escenita.

La atención de Gregory se centró en su esposa, a quien dirigió una mirada asesina.

– ¡Quítame la mano de encima! ¡Ahora!

El pálido rostro de Melissa adquirió el mismo color carmesí que el de su marido. Retiró la mano y, durante un breve instante, antes de que volviera a bajar la mirada, Stephen creyó ver un destello de odio en sus ojos.

Gregory hizo el gesto de cepillarse con la mano la manga donde su esposa le había puesto la mano.

– Tu contacto me pone enfermo. Limítate a quedarte sentadita y a mantener tu estúpida boca cerrada.

Los dedos de Stephen se apretaron alrededor de su copa de vino.

– Ya basta, Gregory. Y, en lo que respecta a tu teoría sobre H. Tripp, espero que no te hayas apostado más de lo que te puedes permitir perder.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué motivo?

– Porque yo conozco bastante bien a H. Tripp, y te aseguro que lleva pantalones.

Stephen supo inmediatamente por la expresión de consternación que se dibujó en el rostro de Gregory que su hermano se había excedido en sus apuestas.

Pero la beligerancia sustituyó rápidamente a la consternación, y Gregory lo miró con los ojos entornados.

– ¿Dónde lo conociste?

– No estoy autorizado a decirlo.

– ¿Y cómo sé que estás diciendo la verdad?

– ¿Acaso estás poniendo en duda mi palabra, Gregory? -preguntó Stephen en un tono gélido y fingidamente sereno.

Los ojos acuosos de Gregory se movían nerviosamente.

– ¿Me das tu palabra de caballero?

– Absolutamente -dijo Stephen sin atisbo de duda-. De hecho, pienso pasarme por el club en cuanto me sea posible para poner fin a esas habladurías.

Con una indiferencia que estaba lejos de sentir, Stephen se volvió hacia Victoria y le preguntó sobre la fiesta que estaba organizando, sabiendo que ella se extendería sobre los preparativos por lo menos durante un cuarto de hora.

Se aseguraría de pasarse por el club de camino a casa aquella misma noche para acallar aquel maldito rumor. Nadie se atrevería a cuestionar la palabra de honor del marqués de Glenfield.

Se dio cuenta de que probablemente aquélla era la primera vez en toda su vida que se sentía agradecido por el título que ostentaba.

– Una cena encantadora, Justin -comentó Stephen varias horas después cuando él y su amigo se retiraron a la biblioteca. El duque y la duquesa se habían excusado, sin duda ansiosos por encontrarse con sus respectivos amantes, y Gregory había salido del comedor tambaleándose y echando pestes contra Melissa, quien lo siguió sumisamente. Victoria se había retirado a su alcoba alegando un fuerte dolor de cabeza. A Stephen no le extrañó nada, pues a él también le latían las sienes a consecuencia de la tensión que se podía palpar en aquella atmósfera tan viciada.

Sirviéndose una generosa copa de brandy, Stephen se la bebió de un trago. El licor le quemó la garganta y le relajó los tensos músculos. Enseguida volvió a servirse otra copa y se la llevó, junto con la garrafa, a la butaca orejera que había cerca del fuego, dejando el licor en una mesita baja de caoba, al lado del sillón.

Justin se sirvió un dedo de brandy y tomó asiento en la butaca que había enfrente de la de Stephen. Los dos hombres permanecieron en silencio durante varios minutos, mirando fijamente la danza de las llamas.

Justin se aclaró la garganta.

– Si continúas bebiendo a ese ritmo, vas a acabar en un estado incluso peor que el de Gregory al marcharse. -Miró la copa de brandy que Stephen tenía en la mano-. Tal vez ya lo estés.

– Todavía no, pero ésa es mi meta -contestó Stephen. Apuró la copa y se sirvió otra.

– Ya entiendo. Entonces, antes de que lo consigas, ¿quieres oír mis observaciones sobre la cena de hoy?

– Por supuesto, aunque estoy seguro de que coincidirán con las mías.

– ¿Cuáles son las tuyas?

– Mi hermano es un borracho ambicioso, ofensivo y endeudado que estoy seguro de que ha deseado verme muerto por lo menos una docena de veces durante la cena. -Volvió a dar otro trago al brandy, deseoso de alcanzar la insensibilidad-. ¿Tienes algo que añadir?

Justin negó con la cabeza.

– No. -Tras varios minutos de violento silencio, preguntó-: ¿Quieres hablar sobre lo que realmente te preocupa?

El nudo que se le hizo a Stephen en la garganta estuvo a punto de cortarle la respiración.

– No. -Dando un buen trago al brandy, miró fijamente las llamas. «¿Por qué diablos no consigo mitigar el dolor? ¿Cuánto brandy necesitaré beber para que desaparezca de una vez por todas?»

– No es mi intención criticarte, Stephen, pero… ¿consideras que beber hasta la inconsciencia es el mejor remedio a seguir? -le preguntó Justin con voz serena-. Sea quien sea, la persona que ha intentado matarte está ahí fuera, esperando otra oportunidad. Apenas podrás defenderte si estás como una cuba.

Stephen apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El fuerte licor se iba filtrando en su interior, y él estaba empezando a alcanzar el estado de vacío mental que buscaba. Tal vez el alcohol no le ayudaría a encontrarse bien, pero, por lo menos, le evitaría encontrarse tan mal. De hecho, con un poco de suerte y unas cuantas copas más, dejaría de recordar cualquier cosa que le resultara dolorosa.

– Te importa. Ella te importa, ¿verdad? -La afirmación de Justin, formulada con una gran delicadeza, golpeó a Stephen como un jarro de agua fría-. Por eso te sientes tan desgraciado.

Stephen abrió los ojos e inmediatamente se percató de su estado de embriaguez. Tres Justin flotaban en el aire delante de él. Volvió a cerrar fuertemente los ojos.

– No sé de qué me estás hablando -le dijo arrastrando la voz.

– Sí, lo sabes -dijo Justin implacablemente-. No has sido el mismo desde que volviste a Londres. Estás triste, enfadado, con un humor de perros, y saltas a la más mínima contra todo el que se te acerca. No es que te merecieras ganar ningún premio de sociabilidad antes de tu estancia en Halstead, pero ahora estás insoportable, casi imposible.

– No me adules tanto que luego no pasaré por la puerta.

– Si te importa tanto esa mujer, ¿por qué no vas a verla? Dile quién eres en realidad. Sé sincero con ella. Si le importabas cuando no eras más que un tutor, le encantará saber que eres un marqués y el heredero de un ducado.

– Me detestaría por haberla mentido -dijo Stephen en tono sepulcral y desapasionado. Dio un buen trago al brandy-. Hayley valora la sinceridad y la honestidad por encima de todo. Créeme, Justin, ella está mucho mejor sin mí.

– En tu estado actual, no lo dudo. Pero está más claro que el agua que tú no estás mejor sin ella.

– Aunque quisiera volverla a ver, no puedo. No en mi actual situación -dijo Stephen con voz gangosa y cansina-. Mi vida corre peligro. Si Hayley estuviera conmigo, ella también correría peligro. Si yo volviera ahora a Halstead, pondría a toda su familia en peligro. Si me siguieran, guiaría a un asesino hasta su puerta.

Justin lo miró fijamente, con un destello de comprensión en los ojos.

– ¡Por Dios, Stephen! No sólo te importa, estás enamorado de ella, la quieres.

Stephen negó con la cabeza y se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho cuando el movimiento le desencadenó al instante un fuerte martilleo en las sienes.

– No digas ridiculeces. El amor no es más que un conjunto de palabras biensonantes recitadas por hombres como lord Byron.

– Tal vez pensaras eso antes, pero me apuesto lo que quieras a que últimamente has cambiado de opinión.

Stephen hizo un gran esfuerzo por abrir sus pesados párpados y miró el fuego. Ante él danzaban bellas imágenes, imágenes que llevaba las dos últimas semanas tratando de olvidar. Pero no lo conseguía. Por mucho que trabajara o por mucho que bebiera, no podía quitarse a Hayley de la cabeza.