– ¿La señorita Hayley Albright? -preguntó el lacayo, mirando alternativamente a Hayley y a Pamela.
– Yo soy Hayley Albright -dijo Hayley, dando un paso adelante.
El lacayo le alargó un trozo de papel vitela color marfil lacrado en rojo.
– Tengo un mensaje para usted de la condesa de Blackmoor. La condesa me ha pedido que esperara para recibir su respuesta.
– ¿La condesa de Blackmoor? -repitió Hayley completamente desorientada. Cogió el grueso trozo de papel y le dio varias vueltas-. Nunca había oído ese nombre hasta hoy. ¿Está seguro de que el mensaje es para mí?
– Absolutamente-contestó el lacayo.
– ¿Qué dice? -preguntó Callie estirando del vestido de Hayley.
– Veamos. -Hayley rompió el precinto lacrado y leyó rápidamente la nota-. ¡Qué extraordinario!
– ¿Qué? -preguntaron Callie y Pamela al unísono.
– La condesa de Blackmoor me invita mañana a su casa de Londres a tomar té. Dice que, aunque no nos conozcamos, recientemente ha descubierto que tenemos amigos comunes y que le encantaría conocerme personalmente.
– ¿Qué amigos comunes? -preguntó Pamela, intentando leer la nota asomándose tras el hombro de Hayley.
– No lo menciona.
Callie aplaudió entusiasmada mientras daba saltitos.
– ¡Tomar el té con una condesa! ¿Podré ir contigo? ¡Por favor, Hayley!
Hayley negó con la cabeza sumida en un mar de dudas.
– No, cariño, me temo que no. -Se dirigió al uniformado lacayo-. Así pues ¿la condesa espera mi respuesta?
– Sí, señorita Albright. En caso de que aceptara la invitación, le enviarían un coche de caballos a buscarla para que la acompañe a la residencia de la condesa.
– Ya entiendo. -Hayley miró a Pamela inquisidoramente-. ¿Qué hago?
– Creo que debes ir -dijo Pamela sin dudarlo ni un momento.
– Yo también -intervino Callie.
– Después de todo, ¿cuántas oportunidades tendrás en la vida de tomar el té con una condesa? -dijo Pamela con una incitante sonrisa-. Te irá de maravilla salir de casa. Además, ¿no te pica la curiosidad por saber quiénes son esos amigos comunes?
– Sí, debo admitirlo. -Hayley releyó la invitación por última vez, sin acabar de creerse que fuera dirigida a ella-. Muy bien -le dijo al lacayo-. Puede decirle a la condesa que acepto encantada su invitación.
– Gracias, señorita Albright. El coche de caballos de la condesa estará aquí mañana a la once en punto de la mañana. -El lacayo hizo una reverencia y se marchó.
Hayley, Pamela, Callie, Grimsley y hasta Winston se agolparon alrededor de la ventana, pegando las narices al cristal, y observaron cómo el elegante coche de caballos desaparecía en la distancia.
– ¡Que me cuelguen del palo mayor y me ondeen al viento! -resopló Winston-. No había visto un anillo tan lujoso en toda mi vida.
– Desde luego -dijo Pamela entre risas-. ¡Santo Dios! Hayley, ¿qué diablos te pondrás?
Hayley miró fijamente a su hermana, confundida.
– No tengo ni idea. Disto mucho de tener algo apropiado para la ocasión.
– ¿Y qué me dices del vestido azul claro…?
– No. -La tajante respuesta de Hayley cortó el aire-. Me refiero a que es demasiado ostentoso para tomar el té -se apresuró a rectificar. No quería ni pensar en aquel vestido. Le recodaba a Stephen y a la noche en que lo había llevado, y aquellos recuerdos le hacían daño.
– Puedes ponerte alguno de mis vestidos -le ofreció Pamela.
– Es muy amable de tu parte, pero soy demasiado alta para llevar ropa tuya -dijo Hayley-. Me pondré uno de mis vestidos grises.
– No lo harás -dijo Pamela con firmeza. Tomó a Hayley de la mano y la arrastró hasta las escaleras-. Callie, por favor, ve a buscar a tía Olivia. Dile que coja el costurero, y luego venid las dos a mi alcoba.
Callie se fue corriendo a hacer sus recados, y Hayley dejó que Pamela la guiara escaleras arriba.
– ¿Qué estás tramando? -le preguntó Hayley.
– Vamos a buscarte algo para que te lo pongas mañana -dijo Pamela, abriendo de par en par las puertas de su armario. Sacó varios vestidos y los inspeccionó con mirada crítica antes de tirarlos sobre la cama-. No, ninguno de éstos servirá -dijo volviendo a mirar el armario-. ¡Aja! -dijo, con expresión triunfante. Sacó un vestido color melocotón claro y se lo ofreció a Hayley-. Éste te quedará precioso.
– Pero me irá corto -protestó Hayley negando repetidamente con la cabeza-. Además, éste es uno de los vestidos que te compré para que estés bien guapa cuando te venga a buscar Marshall.
– Podemos alargarlo -dijo Pamela sin titubear-. Bastará con coserle un volante en los bajos. Los volantes están muy de moda ahora.
– Pero… ¿y Marshall?
– Marshall detesta el color melocotón -dijo Pamela, pero el rubor de sus mejillas delató su mentira.
A Hayley le embargó una gran ternura ante aquel evidente deseo de complacerla.
Tía Olivia y Callie aparecieron en la puerta de la alcoba y, antes de que Hayley supiera qué estaba ocurriendo, le habían quitado el sencillo vestido que llevaba puesto y estaban poniéndole el vestido color melocotón por la cabeza. Pamela le explicó a su tía lo de la invitación para tomar el té con la condesa y la falta de vestimenta apropiada.
A Hayley, el vestido le iba bastante bien, exceptuando que le apretaba un poco en la parte del corpiño y que le faltaban unos quince centímetros de largo. Pamela y tía Olivia se desplazaron alrededor de Hayley, soltando costuras por aquí, clavando alfileres por allá y comentando las posibles opciones. Cuando, por fin, decidieron lo que había que hacer, le quitaron rápidamente el vestido a Hayley y las tres se pusieron manos a la obra.
Estuvieron cosiendo el resto de la tarde, parando solamente para cenar. A Nathan y Andrew les impresionó bastante la invitación que había recibido Hayley. Tras la cena, las tres mujeres siguieron trabajando durante las oscuras horas de la noche, charlando jovialmente, cortando y cosiendo. Callie se quedó con ellas, junto con la señorita Josephine, hasta que no pudo mantener los ojos abiertos. Se quedó dormida en el sofá del salón, abrazada a su muñeca.
– ¡Ya está! -dijo Pamela, levantándose y desperezándose. Miró el reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea. Casi era medianoche.
– Pruébatelo, Hayley, querida -dijo tía Olivia.
Ayudaron a Hayley a ponerse el vestido encima de la combinación. Tía Olivia había cosido hábilmente un paño de puntilla en la espalda para que el corpiño le quedara más holgado. Un volante color crema, cuyo tejido habían extraído de un antiguo vestido que se le había quedado pequeño a Pamela, adornaba los bajos del vestido. Y tía Olivia había añadido una cinta de terciopelo color crema debajo de la línea del busto.
– ¡Te sienta de maravilla! -dijo Pamela entusiasmada mientras daba la vuelta alrededor de su hermana-. Es absolutamente perfecto.
– La condesa se quedará impresionada -predijo tía Olivia con una sonrisa.
– Siempre y cuando yo no haga nada que me haga quedar en ridículo -dijo Hayley.
– Tonterías. Seguro que te adora -dijo Pamela ayudándola a quitarse el vestido-. Como todo el mundo.
A Hayley le embargó una profunda tristeza.
«No, no todo el mundo.»
Al día siguiente, un elegante coche de caballos, con puertas lacadas y adornadas con el blasón de la familia Blackmoor, llegó a la finca de los Albright exactamente a la once en punto de la mañana. La familia Albright al completo, incluyendo a Pierre, escoltó a Hayley hasta la puerta del coche de caballos. Ella los abrazó a todos, prometiéndoles que les explicaría hasta el último detalle cuando volviera a casa al atardecer.
Un lacayo uniformado con librea ayudó a Hayley a subirse al coche de caballos y partieron, entre chillidos de los niños y agitar de manos.
En cuanto su familia se perdió en la distancia, Hayley se acomodó en el asiento e inspeccionó el interior del coche de caballos. Nunca había viajado en un vehículo tan lujoso. Deslizó la mano sobre los voluminosos cojines de terciopelo color vino y hundió los dedos en su suavidad.