– Porque está enamorado de usted, aunque es demasiado estúpido para darse cuenta.
Hayley dejó caer la cabeza sobre sus temblorosas manos. Las palabras de Victoria se le estaban clavando en el corazón, atormentándola, confundiéndola.
– Desea estar con usted, Hayley, pero sabe que no puede hacerlo, no con alguien intentando matarlo. No quiere ponerla a usted ni a su familia en peligro.
Hayley levantó la cabeza.
– ¿Por eso no me dijo la verdad sobre quién era en realidad?
– Francamente, no lo sé. Sólo sé lo que acerté a oír.
– Tal vez debería explicarme qué fue exactamente lo que oyó.
– Por supuesto.
Cuando Victoria hubo acabado, Hayley se sentía tan vapuleada como si se hubiera caído desde lo alto de un precipicio. Estaba enfadada con Stephen por su doblez y sus mentiras, aterrada por su seguridad, y con el corazón destrozado por la falta de esperanzas sobre su amor por él.
Victoria se le acercó más, tomó sus manos entre las suyas y le dio un cariñoso apretón.
– Stephen nunca ha sido un hombre feliz, Hayley. Mi padre siempre ha sido muy duro con él, exigiéndole siempre la perfección absoluta por ser el heredero. Como consecuencia, Stephen es bastante frío y distante con la mayoría de la gente. Pero, desde que volvió de Halstead, está profundamente abatido. Alguien quiere verle muerto y me temo que, a este paso, lo va a conseguir, porque se lo está poniendo en bandeja.
La idea de que alguien pudiera matar a Stephen hizo que a Hayley se le helara la sangre en las venas.
– Pero… ¿y qué puedo hacer yo? Le ofrecí todo cuanto podía darle, pero, de todos modos, se marchó.
– ¿No lo entiende? Tenía que irse. Tenía que volver a Londres para averiguar quién intentaba matarle.
– Sigo sin saber qué puedo hacer yo.
– Puede hacerle feliz. ¿Le quiere?
Hayley respiró hondo ante aquella repentina pregunta. «¿Le quiere?» Un centenar de imágenes de Stephen bombardeó su mente, imágenes que había intentado borrar infructuosamente.
Imágenes del hombre de quien se había enamorado, del hombre a quien todavía quería.
Incapaz de negarlo, susurró:
– Sí. Pero seguro que usted es consciente del poco sentido que tiene ese amor. Stephen y yo pertenecemos a mundos completamente diferentes. ¡Dios mío! Él es un marqués. Yo nunca encajaría en…
– Tonterías -la interrumpió Victoria agitando la mano en el aire para quitar importancia a las palabras de Hayley-. Encajaría si quisiera encajar. Lo único que necesitaría es el apoyo y la protección adecuados, y eso ya lo tiene.
– ¿Ah, sí? ¿Quién me los podría proporcionar?
– Yo, por supuesto. -La mirada de Victoria era seria y resuelta-. Quiero ver feliz a Stephen. Incluso aunque no la encontrara encantadora, que no es el caso, usted es la mujer a quien él quiere. Y eso me basta. Ahora bien, ¿está segura de que le quiere?
– Absolutamente.
– Entonces, ayúdeme a salvarlo.
– ¿Cómo?
Una chispa de determinación brilló en los ojos de Victoria.
– Tengo un plan.
Capítulo 25
Dos noches más tarde las luces brillaban en las ventanas de la residencia de campo de los Blackmoor. Elegantes carruajes adornados con blasones nobiliarios ascendían por la avenida que llevaba a la entrada de la mansión, y los lacayos ayudaban a bajar de sus asientos a miembros de la alta sociedad. Cuando Hayley entró en el vestíbulo de suelo de mármol, la fiesta se hallaba en su apogeo.
Habían asistido más de doscientos invitados, algunos estaban en la pista de baile de parquet, otros charlaban en corrillos. Hayley divisó a Victoria en el lugar acordado, junto al tiesto de una palma, al lado de un ventanal.
Victoria vio a Hayley y fue en su busca.
– Está preciosa -le dijo en cuanto llegó a su lado-. Lleva un bonito vestido.
– Gracias. -Hayley se había puesto el vestido azul claro que le había regalado Stephen. Se apretó el estómago, que tenía algo revuelto, con ambas manos-. Estoy un poco nerviosa.
– Y yo -reconoció Victoria mientras llevaba a Hayley a un rincón-. ¿Ha visto a Stephen?
A Hayley se le humedecieron las palmas de las manos ante la idea.
– No. ¿Está por aquí?
Victoria asintió.
– Sí. Ha llegado hace unos veinte minutos, y me alegra decirle que parece estar bastante sobrio.
– Todavía no estoy segura de que esto sea una buena idea…
– Tonterías -interrumpió Victoria-. Ya lo hemos hablado un montón de veces. Cuando Stephen la vea, cuando haya hablado con usted, todo se arreglará. -Dio a Hayley un apretón de manos para animarla-. Basta con que recuerde que él la quiere. Sólo necesita darse cuenta de sus sentimientos.
– ¿Y si no lo hace? -preguntó Hayley, sintiendo una súbita punzada de inseguridad sobre el plan de Victoria.
– Créame, lo hará. -Victoria dirigió su mirada hacia el salón-. Le veo. Está cerca de las puertaventanas que dan al jardín. Vaya a hablar con él. -Dio un rápido abrazo a Hayley-. Buena suerte. Y quiero que me cuente hasta el último detalle.
– Espero poder darle buenas noticias -dijo Hayley con voz trémula.
Victoria dio a Hayley un empujoncito para incitarla a salir del rincón.
– Venga. Ahora.
Hayley vio a Stephen de inmediato y le dio un vuelco el corazón. Estaba de pie junto a las puertaventanas, solo, con una copa de champán en la mano, mirando hacia la oscuridad. Su elegante traje negro de noche acentuaba la anchura de sus hombros, unos hombros que a Hayley le parecía como si se le hubieran desplomado. Le vio sacar un reloj de mano del chaleco y mirarlo. Se bebió el champán, abrió la puerta y salió al jardín.
Para no perderlo de vista, Hayley recorrió a toda prisa el perímetro del salón de baile, y pocos minutos después salió al cálido aire nocturno que olía a flores. Las nubes ocultaban la luna, pero los jardines estaban iluminados con antorchas. Hayley vio que Stephen se disponía a coger uno de los senderos que salían del fondo del lado derecho del jardín, y se apresuró a seguirle.
Un par de ojos entornados siguieron la repentina salida de Stephen del salón de baile. Una sonrisa de satisfacción arqueó unos labios sumamente finos. «Esta noche, canalla. Esta noche morirás.»
Stephen anduvo por el sendero con la mente ofuscada. Faltaban veinte minutos para que Justin y sus hombres llegaran a sus puestos, pero no podía soportar quedarse más tiempo en el salón de baile.
El empalagoso ambiente que se respiraba en la fiesta le había hecho sentirse como un animal enjaulado. Si avanzaba a paso lento, llegaría al lugar acordado sólo unos pocos minutos antes; y ¿qué podían importar unos pocos minutos?
Quería acabar con aquello de una vez por todas. Quería desenmascarar a quien fuera que quisiera matarle para poder seguir con su vida. Con un poco de suerte, el culpable atacaría aquella noche y sería apresado. Entonces podría continuar con su vida. «¿Pero en qué diablos consiste mi vida? ¿Más fiestas? ¿El juego? ¿Las mujeres?»
Se le escapó un amargo quejido. No tocaba a una mujer desde su regreso a Londres. Y no había sentido el menor deseo de hacerlo. Había ido a ver a su amante la noche anterior, esperando quitarse a Hayley de la cabeza, pero, una vez allí, no había podido hacer nada. Monique Delacroix podría seducir a las estrellas para que bajaran del cielo con su hermoso rostro y sus voluptuosas y sensuales curvas, pero Stephen no soportó que le tocara. Su beso le dejó frió y con un sabor desagradable en la boca. Cuando ella le acarició a través de los pantalones, él tembló, pero no de deseo, sino de asco. Le pidió un brandy, hilvanó una rápida excusa y se fue. Y allí estaba él, paseando por el asqueroso jardín de flores de su hermana e intentando quitarse de la cabeza a la persona en quien no podía dejar de pensar.