– No encuentro ninguno de mis regalos -se quejó Callie el día antes de la fiesta.
– Se supone que no tienes que encontrarlos -le contestó Hayley con una sonrisa-. No habrá regalos hasta mañana.
– He buscado por todas partes. Hasta en el cuarto de Winston. -Callie se acercó a Hayley y le susurró al oído-: Tiene dibujos de señoritas medio desnudas debajo de la cama.
La sonrisa de Hayley se esfumó.
– Callie, es de mala educación meter las narices en las cosas de otras personas. Estoy segura de que esas señoritas son, ejem… amigas de Winston.
– No, no lo creo. Parecen malas y…
– ¿ Por qué no vas a buscar a Pamela y a los chicos y bañáis a Winky, Pinky y Stinky? -sugirió Hayley en un intento desesperado de cambiar de tema de conversación-. No podrán asistir a tu fiesta si van así de sucios.
– Desde luego que no -asintió Callie, cambiando de foco de atención-. Sobre todo Stinky.
Al cabo de menos de media hora, los Albright bajaron en masa al lago, cargados con cubos y jabón. Silbaron para llamar a los perros y, en cuestión de segundos, las tres inmensas bestias salieron del bosque a toda velocidad. Los chicos llenaron los cubos y tiraron agua sobre los perros mientras éstos corrían de aquí para allá.
Winky, Pinky y Stinky conocían muy bien el juego y, moviendo las colas y ladrando ruidosamente, se lanzaban contra el agua, intentando coger al vuelo la espuma. Todo el mundo estaba riendo, sin aliento y empapado, cuando una voz masculina irrumpió en la algarabía.
– Parece ser que siempre encuentro a las damas Albright en las situaciones más sorprendentes cada vez que se me ocurre venir sin avisar.
Todo el mundo se volvió hacia la voz. Marshall Wentbridge estaba de pie a unos seis metros, con una amplia sonrisa.
El rostro de Pamela se tiñó de un rojo intenso mientras dirigía a Hayley una mirada de angustiado bochorno.
– Hola, Marshall -gritó Hayley, saludándole con la mano. Luego guiñó rápidamente el ojo a Pamela y añadió-: ¿Le gustaría unirse a nosotros?
Marshall se acercó, quitándose la chaqueta mientras caminaba, con los ojos clavados en Pamela. Tras dejar la chaqueta en la hierba, se sumergió en el agua hasta las rodillas sin dudarlo ni un momento.
– ¿Qué hago? -preguntó con una maliciosa sonrisa en su atractivo rostro.
Hayley le lanzó un trapo mojado, que se estrelló contra la camisa de Marshall, mojándosela.
– Coja un perro, cualquier perro, e intente lavarlo-. Le hizo un gesto jovial con la mano-. Buena suerte.
A los seis les costó más de una hora encontrar alguna mejoría en el aspecto de los perros. En cuanto conseguían coger a un perro y lavarlo, la maldita bestia corría al bosque y regresaba cubierta otra vez de barro y hojas secas.
Pero, por fin, los animales se tranquilizaron y, entre risas y bromas, los Albright lograron bañarlos con la impagable ayuda de Marshall. En cuanto concluyeron, Hayley envió a Callie y a los chicos por delante para que se lavaran y se cambiaran de ropa. Se agachó para recoger los cubos y el poco jabón que había sobrado y, cuando se levantó, vio a Pamela y a Marshall muy cerca el uno del otro, cogidos de la mano. Hayley enseguida apartó la mirada, sin querer interrumpir un momento tan íntimo.
Se apresuró a recoger el resto de los utensilios y, cuando se disponía a volver a casa, se le acercaron Pamela y Marshall. Hayley no pudo evitar fijarse en la expresión radiante de sus rostros y en que iban cogidos de la mano.
Tuvo que hacer un esfuerzo para contener la risa al contemplar el aspecto desaliñado de Marshall. Tenía una pinta de lo más impropia de un médico. Se preguntó qué pensarían sus colegas del Ilustre Colegio de Médicos si le vieran en aquel estado.
– Ha sido muy amable de su parte ayudarnos a bañar a los perros -dijo Hayley con una sonrisa.
Marshall sonrió.
– Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien.
Hayley volvió a coger los cubos que había depositado puntualmente en el suelo.
– Bueno, si me disculpan, ahora soy yo la que necesito desesperadamente bañarme.
– Si no le importa-se apresuró a decir Marshall-, me gustaría hablar un rato con usted.
Volviendo a dejar los cubos en el suelo, Hayley le dedicó toda su atención.
– Por supuesto que no me importa, Marshall. Usted dirá.
Marshall carraspeó varias veces.
– Bueno, ejem, en ausencia de una madre o un padre de familia, y puesto que usted es la adulta que lleva la casa… -Se detuvo a media frase, ruborizándose un poco más con cada minuto que pasaba-. Bueno, siendo ésa la situación, creo que usted debe ser la primera en saber que le acabo de pedir a Pamela que se case. Conmigo. -Volvió a carraspear.
Hayley tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener una expresión de seriedad acorde con la solemnidad de la situación. Allí estaban los dos, con aquel aspecto tan desaliñado, fuertemente cogidos de la mano y con el amor reflejándose ostensiblemente en sus radiantes rostros. Se volvió hacia Pamela.
– ¿Quieres casarte con Marshall, Pamela? -preguntó Hayley en lo que esperaba que pareciera un tono serio.
Pamela asintió tan enérgicamente que Hayley temió que se fuera a marear.
– Oh, sí.
Luego Hayley se volvió hacia Marshalclass="underline"
– ¿Por qué quiere casarse con mi hermana?
– Porque la quiero-dijo sin dudar-. Quiero compartir mi vida con ella. Quiero que sea mi esposa.
Hayley sonrió.
– Eso es cuanto necesito saber. -Se acercó y los abrazó a ambos a la vez-. Estoy muy contenta por los dos -dijo, conteniendo las lágrimas. «Todo cuanto quería para ella se está haciendo realidad.» Frotándose los ojos, Hayley añadió con una risita-: Estaba pensando, Pamela, que nos hemos gastado una fortuna comprándote vestidos preciosos, y mira en qué momento se le ha ocurrido a Marshall pedirte que te cases con él. Hueles a perro muerto y pareces un gato ahogado.
Pamela se rió y miró a Marshall con ojos radiantes de felicidad, quien la rodeó por la cintura y la apretó contra su costado.
– Pero un gato ahogado muy hermoso -dijo Marshall. Miró al rostro de Pamela, que le observaba emocionada desde abajo y se desvaneció su risa. La miró extasiado y añadió-: Francamente hermoso.
Hayley era lo bastante inteligente como para saber cuándo estaba de más su presencia, y aquél era, sin lugar a dudas, uno de esos momentos. Se apresuró a disculparse y dejó solos a Pamela y a Marshall. Cargada de cubos y trapos, tomó el sendero que llevaba hasta la casa. Justo antes de que el sendero describiera un recodo, miró hacia atrás.
Pamela y Marshall estaban fundidos en un fuerte abrazo y Marshall besaba apasionadamente a su hermana. Hayley se dio la vuelta y reanudó su camino. Sabía lo maravilloso que es y lo dichosa que se siente una mujer cuando el hombre a quien ama la estrecha entre sus brazos.
Agradeció a Dios que la felicidad de Pamela fuera real y no un mero producto de su imaginación.
Más tarde aquel mismo día, Hayley estaba en el jardín, agachada arrancando malas hierbas con desgana. Aquella actividad era demasiado lenta y demasiado solitaria, y propiciaba demasiado fácilmente la introspección. Y Hayley había descubierto que la introspección no le iba bien. Le llevaba sólo a un lugar, siempre al mismo lugar.
Stephen.
Y pensar en Stephen le llevaba siempre al mismo lugar.
La aflicción.
Tras la divertida informalidad de bañar a los perros, arrancar malas hierbas le resultaba demasiado pesado y aburrido. Tal vez escribir la ayudaría a dejar de pensar en las cosas en que no quería pensar. Suspirando, se levantó y se quitó de un tirón los guantes de jardinería.