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Stephen se volvió lentamente y se encaró a Justin.

– Tu esposa me ha llamado patán.

– Tu hermana me ha llamado canalla.

– También me ha llamado imbécil.

– Lo eres -dijo Justin con expresión de absoluta seriedad.

– A esa esposa tuya le sobra impertinencia y tiempo libre. Necesita un proyecto o una afición, algo que la mantenga ocupada y, espero, la ayude a mantener la boca cerrada. -Dirigió a Justin una mirada llena de intención-. Tal vez un hijo serviría. Dale a Victoria algo en que ocupar el tiempo aparte de escuchar detrás de las puertas.

– Una excelente sugerencia -dijo Justin, con un brillo malicioso en los ojos-. De hecho, puesto que tú ya te ibas, creo que haré una visita a mi esposa para ayudarla a reponer sus flaqueantes fuerzas de una forma algo más interesante que tomando té. -Se encaminó hacia la puerta-. Tú te ibas, ¿verdad?

Stephen asintió lentamente.

– Sí. Sí, ya me iba. De hecho, tengo muchas cosas que hacer.

– ¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos?

– Parece ser que tengo que hacer algunas compras.

Justin enarcó las cejas.

– ¿Compras?

– Sí. Me han invitado a una fiesta de cumpleaños. Y, desde luego, no puedo presentarme con las manos vacías, ¿no crees?

Justin lo miró durante un buen rato, con una gran complicidad. Stephen mantuvo una expresión fingidamente neutra.

– No -dijo al fin Justin, apoyando una mano sobre el hombro de Stephen-. Desde luego, no puedes presentarte con las manos vacías.

Capítulo 30

Al día siguiente por la tarde, Stephen se plantó delante de la casa de los Albright con un paquete en cada mano. Miró fijamente la puerta principal; tenía el estómago revuelto y el corazón en un puño. Todo lo que quería estaba dentro de aquella casa, cosas que no sabía que quería hasta que las había experimentado y luego las había perdido. Tras la reprimenda que le había soltado Victoria, se había dado cuenta de que tenía que ir allí, aunque sólo fuera porque le debía a Hayley una explicación de por qué le había mentido y una disculpa por las cosas tan horribles que le había dicho en el jardín de Justin. Si ella le seguía odiando después de hablar con él, se lo tenía bien merecido. Pero, en su fuero interno, él esperaba y rogaba a Dios un desenlace diferente.

Recolocándose los paquetes envueltos con colores alegres, llamó a la puerta. Al cabo de un rato, la puerta se abrió de par en par. Grimsley estaba de pie en el umbral, con los ojos entornados.

– ¿Sí? ¿Quién es? -preguntó el anciano, tocándose nerviosamente la chaqueta y frunciendo el ceño-. ¡Rayos y centellas! ¿Dónde diablos he puesto las gafas?

– Las lleva en la cabeza, Grimsley -dijo Stephen, incapaz de contener una sonrisa. «Dios, cómo me gusta estar de vuelta.»

Grimsley se palpó la cabeza, encontró las gafas y se las puso sobre la nariz. Cuando vio a Stephen, su rostro arrugado se desencajó en una expresión que sólo podía describirse como de repugnancia. Abrió la boca para hablar, pero le acalló un vozarrón que retumbó en los oídos de Stephen.

– ¿Quién diablos es y qué diablos quiere? -Winston se asomó al umbral y sus ojos se achinaron hasta convertirse en meras ranuras en cuanto vio a Stephen-. ¡Que me saquen del nido del cuervo y me tiren como carnaza a los peces! ¿No es su asquerosa y santísima señoría?

Stephen notó que se estaba sonrojando ante las duras miradas de ambos sirvientes. Parecía como si todo el mundo con quien se topaba tuviera que darle un fuerte rapapolvo.

– ¿Cómo está, Grimsley? ¿Y usted, Winston?

– Estábamos bastante bien hasta que le hemos visto ahí de pie -dijo Grimsley con evidente desdén.

– ¿Por qué ha venido? -preguntó Winston-. ¿No le ha hecho ya suficiente daño a la pobre?

A pesar de que Stephen entendía su enfado, no tenía ninguna intención de hablar sobre sus errores allí fuera.

– ¿Puedo entrar?

Grimsley frunció los labios como si acabara de probar algo ácido.

– Lo cierto es que no puede. Estamos preparando una fiesta que está a punto de empezar y todo el mundo está muy ocupado. -Empezó a cerrar la puerta.

Stephen introdujo el pie en la abertura.

– Tengo muchas faltas que expiar y no creo que pueda hacerlo si me obligan a quedarme aquí fuera.

Grimsley resopló.

– ¿Ha dicho «expiar»?

Winston cruzó sus musculosos brazos llenos de tatuajes sobre el pecho.

– Me gustaría ver cómo lo intenta.

– A mí también me gustaría -dijo Stephen sin alterarse-. ¿Me dejan entrar? -Stephen estaba dispuesto a abrirse paso a empujones si era necesario, pero esperaba fervientemente que eso no fuera necesario. Dudaba mucho que pudiera esquivar a Winston, quien le miraba como si tuviera ganas de masticarlo vivo, escupirlo y enterrarlo en un profundo hoyo.

– No, no puede entrar -dijo Grimsley echando chispas por los ojos-. La señorita Hayley por fin ha dejado de llorar. Ella cree que nadie se ha enterado de lo mal que lo ha pasado, pero conozco a esa chiquilla desde que nació. Ella salvó su despreciable vida, no una, sino dos veces. Le ofreció todo cuanto tenía, pero a usted no le bastaba, ¿verdad? -Los labios de Grimsley se deformaron en una mueca de repugnancia-. Pues bien, ahora tiene un pretendiente como Dios manda. No permitiré que vuelva a hacerla sufrir.

– No tengo ninguna intención de hacerla sufrir -dijo Stephen intentando mantener la calma y haciendo un esfuerzo por ignorar la alusión a «un pretendiente como Dios manda»-. Sólo quiero hablar con ella.

Winston frunció todavía más el ceño.

– ¡Sobre mi cadáver! Si hace falta, le sacaré las tripas con mis propias manos. De hecho…

– Ella me quiere -le interrumpió Stephen, esperando que sus tripas no acabaran en las manos de Winston.

– Lo superará.

– Y yo la quiero a ella.

Grimsley contestó a aquella declaración con un elocuente resoplido.

– Tiene una forma de lo más extraña de demostrarlo, mi señoría.

– Espero poder remediarlo.

– ¿Cómo?

De algún modo, Stephen consiguió mantener la paciencia.

– Eso es privado, Grimsley.

– Usted lo ha querido. -La puerta empezó a cerrarse de nuevo.

– Está bien. Si deben saberlo, tengo pensado pedirle a Hayley que se case conmigo.

Grimsley parecía sorprendido, pero Winston se mostró aún más sorprendido.

– ¿Qué ha dicho?

– Que quiero casarme con ella.

Era evidente que ninguno de los dos hombres esperaba aquel giro de los acontecimientos.

Winston se rascó la cabeza y preguntó:

– ¿Porqué?

– Por que la quiero. Estoy enamorado de ella.

– La ha tratado como a un trapo sucio.

– Lo sé. -Cuando Stephen vio que los ojos de Winston se ensombrecían todavía más, añadió-: Pero estaba equivocado, terriblemente equivocado. Y lo siento mucho. -Miró a los dos sirvientes, que estaban de pie como dos centinelas vigilando la puerta-. Les admiro a ambos por su lealtad. Déjenme hablar con ella. Si Hayley me pide que me vaya, les prometo que lo haré sin tardanza.

Winston maldijo para sí y empujó a Grimsley a un lado. Estuvieron susurrando durante un rato y luego volvieron a dirigirse a Stephen. Grimsley carraspeó.

– Hemos decidido que, si realmente la quiere, y la señorita Hayley tiene un corazón tan grande que es capaz de perdonarle, no nos interpondremos en su camino. Ella debe tomar sus propias decisiones.

– Pero, si vuelve a hacerla sufrir -le avisó Winston-, ataré su noble culo al ancla y luego la tiraré al mar.

Dieron un paso atrás y le indicaron con un gesto que podía entrar.

– Gracias. Tienen mi palabra de que no se arrepentirán de haberme dejado entrar.

– Ella se merece lo mejor -dijo Winston en tono malhumorado.