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– De hecho, es una vida muy solitaria. -Stephen se recostó en el respaldo de la silla y fijó la mirada en Hayley, que seguía sin mirarle-. Tengo seis feudos y soy responsable del bienestar de cientos de agricultores. Paso gran parte del tiempo visitando mis distintas propiedades. Mis obligaciones me dejan muy poco tiempo para hacer amistades.

– El señor Mallory, quiero decir, el duque de Blackmoor, es amigo suyo -dijo Andrew tras dar un mordisco a una pasta.

– Uno de los escasísimos amigos que tengo. Ahora soy muy afortunado, espero, por poder contar con tu familia entre mis amigos.

Callie, que estaba sentada a la derecha de Stephen, deslizó su manita en la de él.

– Nunca había tenido un «parqués» como amigo -le confió con una sonrisa.

Nathan puso los ojos en blanco en señal de disgusto por el imperdonable error que había cometido su hermana.

– Es un marqués, no un «parqués», Callie.

Stephen apartó puntualmente la mirada de Hayley y sonrió a la encantadora carita de Callie.

– Y yo nunca había tenido una damita tan dulce como amiga. -Luego centró la atención en Pamela y en el doctor Wembridge, que estaban sentados delante de él-. Me he enterado de que van a contraer matrimonio. Mis felicitaciones a ambos. -El rubor tiñó las mejillas de Pamela.

Volvió a dirigir la mirada a Hayley. Estaba contemplando fijamente su plato, y el rostro se le había puesto pálido como la nieve. Stephen deseaba tanto acercarse a ella, tomarla en brazos y sacarla de allí que tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse sentado. Sin apartar la mirada de Hayley, dijo:

– Hablando de matrimonio, he estado pensando bastante en ese tema últimamente.

– ¿Y qué ha estado pensando, si puede saberse, lord Glenfield? -preguntó Callie.

Con los ojos clavados en Hayley, dijo con dulzura:

– He decidido casarme.

Hayley palideció y cerró los ojos. Acto seguido se puso en pie bruscamente, murmuró algo sobre un terrible dolor de cabeza y salió corriendo de la terraza.

Capítulo 31

Hayley salió corriendo de la terraza como si la persiguiera el mismísimo diablo. Para su profunda vergüenza, era perfectamente consciente de que todo el mundo en la mesa, incluyendo al propio Stephen, se habría dado cuenta de por qué se había ido tan repentinamente, pero no podía soportar de ninguna manera quedarse allí sentada ni un solo instante más.

Él iba a casarse.

Al oír aquellas palabras, Hayley sintió como si le hubieran arrancado las entrañas. Subió corriendo las escaleras, sin detenerse hasta alcanzar el santuario de su alcoba. Se dejó caer en su silla favorita y se cubrió el rostro con las manos, intentando, sin éxito, detener el caudal de lágrimas que resbalaba por sus mejillas.

«¿Por qué? ¿Por qué se ha tenido que presentar aquí? Debería haberle obligado a marcharse por donde ha venido. Debería haberlo echado de casa en cuanto le he visto. Debería haberle echado los perros.» Pero, sabiendo lo feliz que hacía a Callie su presencia, no había tenido el coraje de echarlo. En lugar de ello, había intentado ignorarlo con todas sus fuerzas, rogando a Dios que fuera capaz de mantener la compostura hasta que él se marchara.

Pero, cuando Stephen anunció su intención de contraer matrimonio, no pudo seguir fingiendo ni un minuto más. Con el corazón hecho añicos, huyó. A pesar de todos sus esfuerzos por olvidarlo, seguía enamorada de él, algo que le disgustaba enormemente. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más rabia sentía.

«¿Cómo se atreve a presentarse aquí ese sinvergüenza y anunciar tranquilamente sus planes de boda? -pensó mientras se secaba impacientemente las lágrimas con el pañuelo-. ¡Con todo el descaro! Me gustaría…»

– Hayley.

Una grave voz masculina interrumpió sus pensamientos. Se volvió y la embargó una profunda indignación cuando vio a Stephen entrando en su alcoba. Luego cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella.

– ¡Sal de esta habitación! ¡Ahora mismo! -le gritó furiosa mientras se levantaba de un salto.

– He de hablar contigo de ciertas cosas… -le dijo con voz calmada, mientras se acercaba lentamente a ella-. Después, si sigues queriendo que me vaya, me iré.

– Ya he oído todo cuanto tenía que oír de tu boca. -Hizo un gran esfuerzo por evitar que le temblara la voz y se sintió orgullosa de casi conseguirlo-. ¿Cómo te atreves a entrar en mi alcoba?

Stephen siguió avanzando hacia Hayley. Ella no estaba dispuesta a dejarle creer que la intimidaba. Se quedó donde estaba, a pesar de que él no se detuvo hasta que sólo les separaba medio metro.

– Según recuerdo, una vez me acogiste en esta habitación -dijo él con voz ronca-. Me acogiste en tus brazos. En tu lecho. En tu cuerpo.

La humillación, la vergüenza y el dolor estallaron en el interior de Hayley, clavándosele en las entrañas, partiéndola por dentro.

– ¿Cómo te… se atreve…? Debe saber -prosiguió tratándolo de usted a causa de la furia y el desprecio que sentía- que usted no es el hombre que acogí en esta habitación. Me he enterado, lamentablemente demasiado tarde, de que aquel hombre no existía. No era más que una sarta de mentiras y engaños.

Stephen tendió una mano temblorosa hacia Hayley para tocarle una mejilla, pero ella se alejó bruscamente de él.

– Era yo -dijo Stephen con un doloroso susurro-. Un yo que ni siquiera sabía que existía. Un yo capaz de tener sentimientos que no sabía que existieran. Hasta que llegaste tú, Hayley.

Ella bajó la cabeza, luchando contra la tempestad de emociones que habían desatado aquellas palabras.

– Te traté terriblemente, Hayley, y lo siento más de lo que puedo expresar. La noche en que te vi en la fiesta de Victoria había estado pesando en ti. ¡Dios! No podía dejar de pensar en ti. Cuando me volví y te vi allí, me puse tan contento de verte…

– Supiste disimular muy bien tu sin par alegría -dijo Hayley con una amarga sonrisa.

– Sabía que estaba en peligro -prosiguió él-. Justin y yo le habíamos tendido una trampa a la persona que intentaba matarme, y yo era el cebo. Estaba desesperado por alejarte de mí para mantenerte a salvo. Me habría muerto si alguien te hubiera hecho daño. Pero tú no te querías ir. -Respiró hondo-. Y luego cometí la peor equivocación de toda mi vida.

– Todas aquellas cosas que me dijiste…

– Fue un error imperdonable. -El sacudió repetidamente la cabeza-. Mi única excusa es que en toda mi vida nunca he conocido a nadie con una bondad y una generosidad como las tuyas. Y durante un maldito momento de insensatez le encontré mucho sentido a la posibilidad de que hubieras acudido a mí para ver lo que podías sacarme. Por mi título, me temo que lamentablemente ese tipo de cosas ocurre con una pasmosa frecuencia. Tengo muy pocos amigos porque hay muy pocas personas en quienes pueda confiar realmente… muy pocas personas que no quieran obtener algo a cambio de mi «amistad». Pero tú… -A Stephen se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que guardar silencio durante varios segundos-. Tú eres incapaz de semejante egoísmo y estoy profundamente avergonzado de haber pensado que lo eras.

– ¿Y qué me dices de todas las mentiras que me contaste cuando te acogí en mi casa?

– De nuevo, alguien quería verme muerto. Pensé que, si ocultaba mi identidad, sería más difícil que me descubrieran mientras me curaba de las heridas. Como tú sabes, no estaba en condiciones de viajar ni de defenderme.

– La forma en que me dejaste -susurró ella-, aquella horrible carta.

– Lo siento. ¡Dios! No te puedes imaginar lo mucho que me he arrepentido de habértela escrito. Intenté decirte que tenía que marcharme, pero, cuando me pediste que me quedara, cuando me dijiste que me querías… -Se pasó las manos por el pelo-. Perdí el control, te deseaba tanto… Y después de estar juntos, no podía soportar la idea de ver cómo el amor se desvanecía de tus ojos al enterarte de que te había mentido. Creía que no volvería a verte nunca más y quería que mi última imagen de ti fuera mirándome con ojos llenos de amor. Fue puro egoísmo por mi parte, y no tengo ninguna excusa. Pero, por si quieres saberlo, me he arrepentido cada momento desde entonces.