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– No lo hagas. Eso es agua pasada. Y no es necesario que me des las gracias. Me has demostrado que mereces mi confianza con tu trabajo y tu buen sentido de los negocios.

Volvió a hacerse el silencio; el único sonido en la habitación era el crepitar del fuego.

– Hayley me cae muy bien -dijo Gregory al cabo de varios minutos-. Es como un soplo de aire fresco.

– Sí, lo es. -«Aire fresco con olor a rosas.»

– Mamá se ha encariñado mucho con ella, y Victoria la quiere con locura -prosiguió Gregory-. Pero lo más sorprendente de todo es la reacción de papá.

Stephen soltó una risita.

– Sí. Parece un milagro, ¿verdad?

– Creo que papá ha caído bajo una especie de hechizo.

– Desde luego -asintió Stephen-. Trata a Hayley con una asombrosa ternura. Pero, en cierto modo, no me sorprende. Cuando conocí a Callie, recuerdo que me dijo que yo también iba a querer a Hayley, que todo el mundo la quería.

– Vaya niña tan lista -dijo Gregory con una sonrisa.

– Muy lista.

– Es una lástima que Hayley no tenga más hermanas -dijo Gregory con tristeza-. Pamela ya está casada, y Callie es demasiado pequeña.

– Siempre te queda la opción de tía Olivia -recordó Stephen a su hermano con una mirada maliciosa-. Creo que me has sustituido en su lista de afectos.

Gregory se rió.

– Es todo un personaje. Esta mañana se me ha salido un zapato cuando estaba en el salón y me he agachado para volvérmelo a poner. Tía Olivia ha entrado en el salón como Pedro por su casa y me ha preguntado qué hacía. Yo le he contestado: «Se me ha salido el zapato.» Ella se ha sonrojado, me ha dicho: «Si insiste», y me ha dado un fuerte abrazo de oso. Luego me ha señalado con el dedo y me ha llamado joven desvergonzado.

Una sonrisa arqueó los labios de Stephen.

– Sí. He heredado una pandilla bastante pintoresca.

– Y no te olvides de los perros -le recordó Gregory-. Ya sabes, los tres sabuesos de Mayfair [17].

Stephen resopló.

– No me lo recuerdes.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte demasiado por que alguien pueda entrar a robar en tu casa con esas bestias dentro.

– Me siento completamente seguro -asintió Stephen-. Me temo que la porcelana será la que se llevará la peor parte.

– Destrozarán hasta el último de los muebles que posees -le avisó Gregory entre risas.

La imagen de Hayley, riéndose y jugando con aquellos inmensos perros, acudió de súbito a su mente.

– Desde luego. Pero me compensa con creces, Gregory. Créeme, con creces.

La boda tuvo lugar a las diez de la mañana del día siguiente en la catedral de San Pablo. Stephen estaba de pie junto al altar, al lado de Gregory, esperando con una impaciencia apenas disimulada a que Hayley recorriera el largo pasillo de la catedral.

Callie llegó primero, sonriendo tímidamente y esparciendo pétalos de rosa. Cuando vio a Stephen, miró disimuladamente a ambos lados y luego frunció los labios y le envió un beso. Stephen miró rápidamente a su alrededor y le guiñó el ojo exageradamente, lo que provocó una risita sofocada en la pequeña.

Pamela fue la segunda en llegar, encantadora, con un vestido color melocotón claro. Sonrió a Stephen mientras ocupaba su sitio en la parte delantera de la iglesia. Stephen le devolvió la sonrisa y luego se quedó extasiado al divisar a Hayley. Se deslizaba lentamente por el pasillo, con la mano apenas apoyada en el brazo de Andrew.

Stephen contuvo la respiración y sintió que se le paraba el corazón. Vestida con un sencillo y elegante vestido de satén color marfil de cola corta, era la criatura más exquisita que habían visto los ojos de Stephen. Largos y finos filamentos de los que colgaban aguamarinas y diamantes se entrelazaban entre sus rizos castaños, titilando cuando los iluminaba la luz solar que entraba por las vidrieras de la catedral.

Pero fueron sus ojos los que cautivaron a Stephen y lo convirtieron en su eterno prisionero. Aquellos hermosos ojos de un azul cristalino lo miraban fijamente, luminosos, resplandecientes y rebosantes de un amor tan evidente que Stephen se sintió profundamente abrumado. No estaba seguro de qué había hecho para merecer el amor de aquel hermoso ángel, pero iba a aceptarlo con los brazos abiertos, agradeciéndoselo a Dios cada día.

La ceremonia duró sólo un cuarto de hora y, cuando concluyó, Stephen apretó la mano de su mujer («¡su mujer!») contra su brazo y la condujo triunfalmente hasta la puerta de la iglesia.

De vuelta a la casa de Londres, se sirvió un suntuoso banquete de boda, pero Stephen apenas probó bocado. Lo único en que podía concentrarse era en Hayley. Sus resplandecientes ojos azules, su radiante sonrisa y aquel atractivo rubor que coloreaba sus mejillas cada vez que se cruzaban sus miradas por encima de la mesa.

Stephen no podía esperar a tenerla sólo para él, y se felicitó mentalmente por su brillante plan de empezar la primera etapa del viaje de novios inmediatamente después de la comida. No tenía ningunas ganas de pasar la noche de bodas en una casa de ciudad atiborrada de gente, por muy a gusto que se sintiera con ellos. Aquella misma tarde viajarían a su finca del campo, donde pasarían una semana antes de proseguir el viaje de novios por Francia. Stephen miró disimuladamente el reloj de sobremesa e intentó ocultar su impaciencia. «Ya falta poco. Muy poco.»

Tras dos horas que a él le parecieron años, Stephen por fin ayudó a Hayley a subir al elegante carruaje negro. Ella sacó la mano por la ventana y lanzó por los aires el ramo de rosas y pensamientos. El ama de llaves de Stephen, visiblemente emocionada, lo cogió al vuelo.

Stephen tomó asiento delante de Hayley e hizo una seña al chofer para que se pusiera en camino. Los invitados despidieron a la pareja de recién casados agitando las manos en el aire y Hayley les respondió con el mismo gesto hasta que desaparecieron en la distancia.

Stephen la observó encandilado, el corazón golpeándole fuertemente contra la caja torácica, el pulso acelerado y descontrolado. Era suya. Por fin.

Ella le sonrió, con ojos brillantes, y a él se le cortó la respiración. Había tantas cosas que quería, necesitaba decirle y, sin embargo, no encontraba las palabras.

– La ceremonia ha sido hermosa, ¿verdad? -preguntó ella.

Él tragó saliva y asintió.

– Y en el banquete estaba todo delicioso. Todo el mundo ha disfrutado de lo lindo… -Su voz se fue desvaneciendo y su expresión se tornó seria-. Stephen, ¿va algo mal?

Stephen carraspeó. Tenía la garganta muy seca.

– No. Todo es perfecto.

– ¿Estás seguro? Pareces…

– Te quiero, Hayley. -Las palabras brotaron de su boca como el vapor saliendo a borbotones de una tetera hirviendo. Resopló, profundamente frustrado por su incapacidad para expresar los sentimientos que se agolpaban en su interior-. Cuando te he visto en la iglesia, avanzando hacia mí, estabas tan exquisita… Eres todo cuanto podría haber soñado. -Le cogió las manos y las apretó entre las suyas-Me gustaría tener palabras para decirte lo mucho que significas para mí, lo mucho que has cambiado mi vida, lo inmensamente feliz que me haces.

– Lo sé, Stephen -dijo Hayley con lágrimas en los ojos-. Me lo demuestras cada día con las cosas tan maravillosas que haces. Tus acciones hablan de tu amor, y tu hermosa sonrisa me dice lo feliz que eres. Las palabras no siempre son necesarias.

Él sintió un gran alivio interior. Ella lo entendía. Ella lo sabía.

Sin dejar de mirarse mutuamente, él se sentó al lado de ella y ahuecó las palmas alrededor de su rostro. Rozó suavemente los labios de Hayley con los suyos mientras el corazón le latía con fuerza, rebosante de un amor tan intenso que hasta le dolía. Cuando ella suspiró su nombre, él la rodeó con los brazos, ahondando el beso hasta que empezó a temblar del esfuerzo por contenerse.

Levantando la cabeza, Stephen miró aquellas acuosas profundidades donde flotaba el amor. Amor por él. «¡Dios! ¡Vaya sensación!» Todo su cuerpo empezó a palpitar en respuesta, llenándolo de una acuciante necesidad de hacerle el amor. Justo allí. En aquel momento.

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[17] Mayfair es una zona residencial de alto postín de Londres donde se ubica la residencia de los Barren. La autora establece un tétrico paralelismo con El sabueso de los Baskerville. (N. de la T)