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Una vivida imagen de Hayley desnuda, ofreciéndosele, restregándose contra su cuerpo, relampagueó en su mente y lo obligó a ahogar un gemido. Apartó los brazos de ella de su cuello y colocó decididamente las manos de su amada sobre la falda del vestido de novia. Luego se alejó de ella al máximo en el asiento de terciopelo. Su esposa se merecía una noche de bodas en un lecho como Dios manda, con champán y luz de velas. Era un hombre capaz de controlarse. Podía esperar hasta la noche. Siempre y cuando dejara de tocarla.

En un intento de centrar la atención en otra cosa, Stephen sacó un fajo de cartas del bolsillo.

– ¿Te apetece jugar a cartas?

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– No.

– Entonces, ¿qué diablos te pasa? Decías que te morías de ganas por estar a solas conmigo y ahora que lo estás, ¿te apetece jugar a cartas?

El le acarició la cara con ambas manos.

– Por supuesto que no me apetece jugar a cartas, pero no puedo seguir besándote.

– ¿Puedo preguntarte por qué no?

– Porque te deseo desesperadamente. ¡Maldita sea! -Lo dijo como si fuera a explotarle el pecho, casi violentamente-. Si te vuelvo a tocar, no podré contenerme. Te mereces algo mejor que un rápido revolcón en un coche de caballos en marcha.

La comprensión se reflejó en los ojos de Hayley, y la mirada que dirigió a Stephen transmitía tal invitación sensual que Stephen sintió que el deseo le hormigueaba en todos los poros. El sudor le perló la frente mientras luchaba por mantener el control.

– Si continúas mirándome de ese modo, amor mío, te desnudaré en menos que canta un gallo, te lo puedo jurar.

– ¡Santo Dios! -Ella deslizó la yema de un dedo por el labio inferior de Stephen-. ¿En menos que canta un gallo? ¿Cuánto dura eso?

Con una sola y sutil caricia, Stephen perdió la batalla.

– Estás a punto de comprobarlo.

Con un hondo gemido, Stephen deslizó los dedos por el cabello de Hayley, esparciendo alfileres a diestro y siniestro. Apretó los labios contra los de ella en un beso desesperado y dolorido que les dejó a ambos sin aliento. Si no le hubieran temblado tanto las manos, indudablemente la habría desnudado en menos de un minuto. Los dos minutos y medio que tardó casi lo matan. A pesar de sus trémulas manos, él se desembarazó de su propia ropa en menos de treinta segundos.

– Hayley -gimió Stephen, cubriéndola con su cuerpo-. ¡Dios, cómo te quiero! -Su tacto era tan increíblemente reconfortante. Parecía que había pasado una eternidad desde que notó su piel contra la de ella por última vez. Cubrió la boca de Hayley con la suya y jugueteó con la lengua, introduciéndosela y sacándosela frenéticamente en un baile amoroso que le hizo fluir la sangre por las venas a borbotones.

Stephen intentó ir despacio, pero no podía. Estaba demasiado duro, demasiado excitado, se había contenido durante demasiado tiempo, la deseba demasiado desesperadamente. La penetró con una larga embestida que le paró el corazón y arrancó un gemido entrecortado de su pecho.

Ella se apretó contra él, suspirando su nombre una y otra vez. Él sintió las oleadas del climax atravesando el cuerpo de ella y explotó su pasión. La explosión duró un momento interminable y fue tan profunda que Stephen no sabía dónde acababa ella y dónde empezaba él. Se desplomó sobre ella, sin aliento, saciado y muy cerca de la muerte. Pasaron tres largos minutos hasta que fue capaz de levantar la cabeza y mirar a Hayley.

Ella lo miró con ojos brillantes.

– Santo Dios, creo que me gusta bastante eso de un rápido revolcón en un coche de caballos en marcha.

Stephen se tumbó al lado de Hayley y le apartó un rizo rebelde de la frente con una media sonrisa en los labios.

– Ya te había avisado de lo que pasaría.

– ¿Ah, sí?

Stephen deslizó sutilmente un dedo por el puente de la nariz de Hayley.

– He intentado comportarme como un caballero, esperando a tener una cómoda cama.

– Llevaba tres meses esperando, Stephen. No quería esperar más tiempo. Además, la puerta del establo ya estaba abierta. Tú ya sabes a qué me refiero… No veía ninguna razón para prolongar más nuestra agonía.

Stephen soltó una risita.

– Sólo tú podrías pensar en vacas en un momento como éste.

Un brillo malicioso iluminó los ojos de Hayley.

– De hecho, no es precisamente en vacas en lo que estaba pensado.

– ¿No?

Hayley deslizó las manos por el pecho de Stephen, luego le hizo cosquillas en el abdomen con las palmas y siguió bajando hasta que sus yemas rozaron su virilidad.

– Categóricamente, no estaba pensando en vacas -musitó ella, y luego deslizó la lengua por el labio inferior de Stephen mientras sus dedos rodeaban y apretaban suavemente el turgente miembro.

Stephen gimió, sin acabarse de creer que volviera a estar duro como el hierro tan pronto, pero lo estaba. Empujó a Hayley sobre la espalda y se colocó entre sus muslos.

– Sólo es un viaje de cinco horas y tenemos que recuperar el tiempo perdido durante tres largos meses, querida esposa -dijo él, deslizándose en su aterciopelada y acogedora calidez-. No podemos desperdiciar ni un solo segundo.

– No -dijo ella soltando un profundo suspiro-. Ni un solo segundo.

Epílogo

Los dolores de parto de Hayley empezaron por la mañana exactamente nueve meses después del día de la boda. Stephen deambulaba nerviosamente sobre la alfombra del despacho privado de su casa londinense intentando concentrarse en algo, cualquier cosa que no fuera el terror malsano que amenazaba con desmontarlo. Miró el reloj de sobremesa y se dio cuenta de que sólo había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado.

Alguien llamó a la puerta, y él la abrió tan bruscamente que casi arranca las bisagras de cuajo. Pamela estaba de pie ante él.

– ¿Ya está? -preguntó Stephen.

Pamela negó con la cabeza con una compasiva sonrisa en los labios.

– Podría durar varias horas más.

Stephen se pasó las manos por el pelo.

– ¿Varias horas más? ¿Es normal que dure tanto?

– Sí. -Pamela lo tomó del brazo y estiró delicadamente de él para sacarlo de la habitación-. ¿Por qué no vienes al salón? Tu madre y tu padre acaban de llegar, y Gregory, Victoria y Justin también están aquí.

Stephen se paró en secó, frenando a Pamela.

– No estoy de humor para dar conversación a nadie.

– Stephen, escúchame, por favor. Hayley está bien. Todo va a ir bien. ¡Mírame a mí! Hace sólo un mes que di a luz y me encuentro estupendamente.

– Pero está tardando tanto…

– De hecho, sólo lleva un par de horas -dijo Pamela riéndose y volviendo a tirar de Stephen-. El tiempo se te pasará mucho más deprisa si te distraes haciendo algo en vez estar aquí de pie, solo y mirando el reloj. -Tiró de él hasta que consiguió que se moviera.

Stephen entró en el salón y olvidó momentáneamente su preocupación ante una visión que le alegró la vista. Callie presidía una mesa llena de tacitas de té instalada en el centro del gran salón. Habían traído sus diminutos muebles de la casa de los Albright, y alguien se las había apañado para conseguir sillitas adicionales para la ocasión. Stephen sospechaba que había sido su padre, pero el duque se negaba en redondo a admitirlo.

Alrededor de la mesita, con sus largos cuerpos hechos un ocho en aquellas diminutas sillitas infantiles, estaban sentados Gregory, Justin, Marshall Wentbridge, Grimsley, Winston y, lo más increíble de todo, el padre de Stephen. Stephen contuvo una carcajada al ver a su indómito padre sentado en una sillita rosa, con las piernas dobladas y las rodillas clavándosele en el pecho, y bebiendo té de una tacita del tamaño de un dedal.