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Se besaron profundamente, siguiendo con sus lenguas el ritmo erótico de las caricias de David. Era demasiado, pero nunca sería suficiente. Liz lo deseaba como nunca jamás había deseado a un hombre.

Él alzó la cabeza. Al sentir el movimiento, Liz abrió los ojos y lo encontró mirándola. David tenía los ojos oscurecidos por la pasión y sus iris parecían del color de la medianoche. La necesidad hacía que sus rasgos estuvieran tensos.

– Estamos yendo demasiado deprisa -murmuró comenzó a apartarse de ella.

Racionalmente, Liz sabía que deberían detener aquello. Pese a la atracción que sentían, apenas se conocían.

Él comenzó a apartarse. Instintivamente, sin poder evitarlo, Liz lo agarró para que no se separara de ella.

– No pares -le susurró al oído.

– ¿Estás segura?

Ella sonrió y comenzó a desabotonarse la blusa.

– Completamente.

Liz no tuvo ocasión de desabrocharse ni siquiera el primer botón. Él la abrazó, la besó apasionadamente y comenzó a empujarla hacia la cama. Besándose y caminando a la vez, tropezaron contra la mesa, el marco de la puerta y el pequeño escritorio del pasillo. Liz tuvo una breve visión de un espacio abierto y de una enorme cama mientras entraban a la habitación. Segundos después, él ya estaba sacándole la blusa de los pantalones y desabotonándosela.

Mientras David le deslizaba la blusa por los hombros, le besó el cuello y la clavícula, de camino hacia sus senos. A ella se le puso la carne de gallina. Mientras se desabrochaba el sujetador, él siguió besándola y cuando la prenda cayó al suelo, él hundió el rostro entre sus pechos.

El primer roce de su lengua en la piel desnuda hizo que a Liz se le cortara la respiración. El segundo hizo que gimiera. Y cuando él atrapó su pezón entre los labios y succionó, ella tuvo que hacer un esfuerzo por no gritar.

Se colgó de él, incapaz de hacer otra cosa que no fuera perderse en aquel momento. Tenía el cuerpo hinchado de impaciencia y de repente, quiso estar en la cama, con David dentro de ella.

Parecía que él le leía el pensamiento. La empujó suavemente hacia atrás y comenzó a quitarle el cinturón.

– Yo me encargaré de eso -dijo Liz, con una carcajada ahogada-. ¿Por qué no te ocupas de ti mismo?

En menos de un minuto, ambos estaban desnudos. Se acercaron a la cama con movimientos sincronizados, como si lo hubieran hecho cientos de veces. Liz se dejó caer en el colchón y David se tumbó a su lado. Él comenzó a acariciarle los pechos, el vientre y después más abajo, entre las piernas. Estaba tan caliente y húmeda que él dejó escapar un gruñido de excitación. La besó mientras exploraba sus secretos. En menos de cinco segundos, encontró el punto del placer y comenzó a juguetear con él. Y en menos de dos minutos, ella estaba tensa y jadeante.

Liz notaba que se acercaba al climax y se obligó a abrir los ojos.

– Entra en mí -le susurró.

David asintió. Sacó un preservativo del cajón de la mesilla, se lo puso y se colocó entre sus muslos.

Ella lo guió hacia su interior.

David la llenó hasta que ella dejó escapar un jadeo. Entró y salió hasta que sus cuerpos se adaptaron. En instantes encontraron el ritmo perfecto y los dos comenzaron a respirar entrecortadamente.

Liz se agarró a sus caderas para clavarlo más y más en su cuerpo. El orgasmo la tomó por sorpresa. En un segundo, lo estaba alcanzando y al segundo siguiente no podía hacer otra cosa que sentir las ondas y contracciones interminables del placer mientras su cuerpo se rendía. David se quedó sin aliento y después soltó un gruñido. Comenzó a embestir con más y más fuerza, haciendo que el goce de Liz se prolongara hasta que él mismo se estremeció y se quedó inmóvil.

Las dudas llegaron al poco tiempo. En cuanto David se retiró y se tumbó boca arriba, a su lado, Liz tuvo la sensación de que acababa de cometer un gran error.

Apenas conocía a aquel hombre y se había ido a la cama con él. ¿Qué le ocurría? Se sentía expuesta y vulnerable.

– ¿Estás bien? -le preguntó él.

Ella lo miró y vio la preocupación reflejada en sus ojos. Sin embargo, no pensó en decirle la verdad.

– Claro, muy bien, ¿y tú?

– Yo también.

Siguió un silencio embarazoso. Liz se sentó en la cama y miró a su alrededor.

– Debería vestirme…

Lo que quería hacer era irse de allí, pero no sabía cómo decirlo sin que sonara demasiado mal. Recogió su ropa y se la puso. Él se vistió también. Cuando terminaron, se miraron a la luz del atardecer.

– Voy a hacer la cena -dijo David.

Liz tragó saliva.

– No tengo demasiada hambre. Ha sido un día muy largo y creo que todavía estoy agotada por el desfase horario.

Él siguió mirándola, pero no dijo nada.

Ella se cruzó de brazos.

– Lo he pasado muy bien. Quiero decir que… es evidente que nos compenetramos bien en la cama. Es sólo que…

– ¿Demasiado deprisa?

Liz asintió.

– Más o menos. Creo que nos hemos dejado llevar.

Era más que eso. Tenía miedo. Sabía que quería huir porque si se quedaba, existía el riesgo de que conectaran aún más y ella no quería. No quería enamorarse. Sabía lo que ocurriría después. El amor significaba muerte y ella tenía una niña por la que vivir.

– Vamos -le dijo él, tomándola de la mano-. Te llevaré a casa.

No hablaron durante el trayecto. Liz no sabía si disculparse y decirle que sería mejor que no volvieran a verse, o preguntarle si tenía planes para la noche siguiente. Estaba cansada, confusa y aún sentía el cosquilleo de las relaciones sexuales en el cuerpo. Nunca se había encontrado en una situación así.

Cuando David detuvo el coche frente al hotel, ella agarró la manilla de la puerta.

– No tienes que salir -le dijo.

– ¿Estás bien? -le preguntó David.

Ella sonrió.

– Sí.

David estudió su rostro con atención.

– No debería haber precipitado las cosas.

– No lo has hecho. He sido yo la que te lo ha suplicado, prácticamente. Los dos estábamos… supongo que ha sido la química. Eso pasa a veces. Buenas noches.

Ella salió del coche y David la observó hasta que entró en el hotel. Después recorrió la calle marcha atrás. No podía arrepentirse de lo que habían hecho, aunque deseara que las cosas hubieran terminado de una manera distinta. Liz era muy especial.

Pero quizá aquello fuera lo mejor. No tenía sentido continuar con una relación que estaba destinada a romperse. ¿Para qué iba a correr el riesgo de enamorarse si sabía que ella se alejaría de él en cuanto supiera que David Logan no era la persona que ella creía? Enamorarse no era una buena opción. Ni en aquel momento, ni nunca.

Everett Baker pagó la comida en la barra y salió con la bandeja hacia la zona de mesas de la cafetería del Hospital General de Portland. Era casi la una y casi todas las mesas estaban ocupadas por empleados del hospital o por familiares de los pacientes.

Vio un grupo de médicos junto a uno de los ventanales, a una familia cerca de la puerta y junto al ventanal sur, a cuatro enfermeras compartiendo mesa.

Intentó no mirar, pero no pudo evitarlo al oír reírse a las cuatro mujeres. Nancy Alien era la que se reía con más intensidad. Al percibir aquel sonido, Everett sintió una opresión en el pecho. Ojalá pudiera acercarse a aquella mesa y sentarse en una silla. Ojalá aquellas mujeres lo saludaran como a un viejo amigo, mientras Nancy le dedicaba aquella sonrisa tan especial que tenía. Él quería poner su bandeja junto a la de ella, mirarla a sus preciosos ojos castaños y que Nancy le dijera lo mucho que lo había echado de menos.