Sin embargo, nada de aquello iba a ocurrir. Nancy Alien no sabía que él estaba vivo.
Everett se volvió y encontró una pequeña mesa junto a la pared. Dejó su bandeja y se sacó un libro del bolsillo trasero del pantalón. Leería mientras comía, como siempre. Solo. Deseando que las cosas fueran distintas, pero sin saber cómo cambiarlas.
Abrió el libro por la página en la que se había quedado y comenzó a leer. Al mismo tiempo, tomó su sandwich y le dio un mordisco. Sin embargo, aquel gesto diario no consiguió reconfortarlo. No podía concentrarse en la lectura mientras siguiera oyendo aquella risa que provenía del otro lado de la cafetería.
Le lanzó otra mirada furtiva a Nancy. Era muy guapa. Tenía el pelo castaño y era alta y delgada. Algunas veces, cuando se permitía el lujo de fantasear con ella, pensaba que harían una pareja estupenda.
Que ella era el tipo de mujer que haría que al caminar, un hombre pareciera más alto, más orgulloso. Con ella, él se sentiría… especial.
Nancy alzó la vista y lo sorprendió mirándola. Everett desvió la mirada rápidamente y se concentró en el libro. No quería que ella supiera que le gustaba, que pensaba en ella. No quería que Nancy sintiera lástima por él.
Intentó perderse en la novela que estaba leyendo, pero las palabras estaban borrosas y el sandwich estaba seco.
Ojalá todo fuera diferente. Ojalá él fuera como los médicos que trabajaban en el hospital, que siempre sabían qué decirles a las mujeres que conocían. Había intentado ensayar unas cuantas frases, pero todas le sonaban estúpidas. En realidad, se le daban mucho mejor los números que las personas. Pero si las cosas fueran distintas…
– Hola.
Asombrado, Everett alzó la vista desde el libro. Nancy Alien estaba junto a su mesa.
– Eh… hola.
Ella sonrió y le señaló la silla vacía que había frente a él.
– ¿Te importa que me siente?
– Eh… por favor.
Ella se sentó y lo miró.
– ¿Trabajas en el hospital o en Children's Connection? Te he visto más veces por aquí.
Él se quedó contemplándola. Observó que sus ojos castaños tenían el brillo del sentido del humor. Sus labios llenos se curvaban suavemente y el pelo le resplandecía cuando movía la cabeza. ¡Dios, era muy hermosa! Perfecta. Y acababa de hacerle una pregunta.
– ¿Có… cómo dices?
Ella sonrió y se inclinó hacia él.
– Bueno, ahora deberías decirme que tú también me has visto por aquí, o me sentiré muy tonta.
– Oh, claro. Claro. Por supuesto que te he visto.
Ella se ruborizó y bajó la cabeza. Después le sonrió.
– Me alegro, porque venir hasta aquí a hablar contigo me ha costado reunir mucho valor y si te he molestado…
– No, no. Por favor. Es estupendo que hayas venido.
Entonces le tocó a él avergonzarse. No podía creer que aquello estuviera sucediendo. Que ella estuviera sentada allí, hablando con él.
Ambos se quedaron en silencio y él se estrujó desesperadamente el cerebro en busca de algo que decir. Cualquier cosa. Quería hacerle un cumplido, conseguir que se sintiera especial, hacerle saber que era la mujer más asombrosa que hubiera conocido nunca. Sin embargo, las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
Ella ladeó la cabeza.
– Podríamos comer juntos algún día.
El alivio que sintió Everett estuvo a punto de hacer que se mareara. Claro. ¿Por qué no se le había ocurrido a él?
– Buena idea. Me gustaría mucho.
– Bien. Lo haremos -dijo Nancy. Miró su reloj y dejó escapar un suspiro-. Bueno, tengo que volver a mi planta. ¿Nos veremos pronto?
– Claro. Por supuesto.
Ella se levantó y le tendió la mano.
– A propósito, me llamo Nancy Alien. Soy enfermera de la planta de maternidad.
Él ya lo sabía, pero no se lo dijo. No quería que ella pensara que era algún tipo repulsivo que la había estado espiando.
Everett se puso de pie y le dio la mano. La piel de Nancy era suave y cálida y él sintió una punzada de deseo.
– Everett Baker -dijo él-. Soy contable de Children's Connection.
– Un hombre con cabeza para los negocios. Eso me gusta.
Él sonrió, porque hablar le resultaba casi imposible.
– Nos veremos por aquí, Everett -le dijo ella, mientras le soltaba la mano y se dirigía hacia la puerta.
Él la vio marcharse y entonces, lentamente, volvió a su silla. La cabeza le daba vueltas. Nancy había hablado con él. Parecía que le caía bien. ¡Aquél iba a resultar el mejor día de su vida!
Liz se sentó en una mecedora y sostuvo a Natasha contra el pecho. Inhaló el olor a polvos de talco y a piel de bebé e hizo todo lo que pudo por atesorar aquel momento. Al mirar los ojos azules y grandes del bebé se sentía relajada y pensaba que todo era posible. Incluso su cerebro se había tranquilizado después de casi quince horas de dar vueltas y preocuparse.
No debería haberse acostado con David. La experiencia había sido asombrosa, pero las cosas se habían vuelto difíciles después y ella sólo había querido esconderse. Él se lo había permitido y cuando ella había llegado a su habitación del hotel, había comenzado a echarlo de menos y a arrepentirse de haberse escapado a la menor señal de miedo, pero qué otra cosa iba a hacer si…
¡Alto!
Se obligó a calmarse. En realidad, no parecía que el cerebro se le hubiera calmado demasiado. Entre el deseo de ver a David de nuevo, la certidumbre de que sería mejor no verlo y la preocupación por Natasha, apenas había dormido.
– Pero estoy aquí contigo -le dijo a la niña- y ésa es la mejor parte de mi mundo.
Sophia entró en la guardería. La muchacha llevaba el pelo recogido y tirante y tenía ojeras, como si ella tampoco hubiera dormido.
– Buenos días -le dijo Liz con una sonrisa-. ¿Estás bien?
– Sí, gracias -respondió Sophia y le acarició la mejilla a Natasha-. Se acuerda de usted, de ayer.
– Eso espero. Está despierta, pero muy tranquila.
– Es muy buena. Algunos bebés lloran durante todo el día, pero ella no.
– Me han dicho que has pasado mucho tiempo con ella -dijo Liz.
– Con ella y con los demás. Me gusta estar con los bebés -respondió Sophia. Después, apretó los labios.
¿Por qué? Liz no sabía lo que estaba pensando y no estaba segura de si debía preguntárselo.
– Sophia, ¿cuántos años tienes?
– Diecisiete.
Parecía más pequeña.
– ¿Tienes familia por aquí?
– No. En el campo. Hay un trayecto largo en tren -respondió la chica y tocó la manta que envolvía al bebé-. A ella le gusta que la tomen en brazos después de comer y le gusta tomar el sol. Y que le canten.
– Has sido muy buena con ella -dijo Liz y sonrió-. La vas a echar de menos.
Sophia se encogió de hombros.
– Hay muchos bebés en Moscú. Bebés sin familia. Vendrán otros que ocuparán su lugar. Estarán solos y tristes. El mes pasado hubo unos mellizos. Se marcharon a América. Natasha tendrá una vida mejor allí, ¿verdad?
– Sí.
Liz estaba decidida a conseguirlo.
– Entonces, todo es perfecto.
La muchacha sonrió y se dio la vuelta, pero no antes de que Liz viera que tenía los ojos llenos de lágrimas. A Liz se le encogió el corazón. Debía de ser horrible encariñarse con aquellos bebés y después ver cómo otra persona se los llevaba a otro país. ¿Sería suficiente la promesa de una vida mejor?
Liz no pudo evitar pensar en Sophia. ¿Dónde vivía y qué hacía cuando no estaba ayudando en el orfanato? ¿Realmente tenía familia o aquella muchacha estaba completamente sola?
Liz pasó casi todo el día con Natasha. Mientras la niña dormía, ella asistió a una reunión en la que Maggie Sullivan les explicó el resto del proceso de adopción y les habló de lo que Liz y los otros padres adoptivos podrían esperarse del resto de su estancia en Moscú.