Veinte minutos después, David Logan tenía que admitir al menos, que Liz era una persona muy decidida. Había recogido a la niña dormida de la guardería y los había llevado a los dos a una oficina pequeña y vacía que tenía una gran ventana al sur. La luz del sol se derramaba por la estancia, algo raro para un día a mediados de octubre, en Oregón.
– La luz es magnífica en esta habitación -dijo Liz, mientras se quitaba la cazadora de ante gastado-.También hay mucho silencio. Nadie nos molestará.
Comenzó a mover la butaca de cuero del despacho hasta que estuvo satisfecha con su posición. Mientras ella trabajaba, David la observaba y admiraba su capacidad de concentración y la forma en que la luz volvía dorado su pelo caoba, largo y ondulado y después rojo y después dorado de nuevo.
Liz era hermosa de una manera fiera, explosiva. Era delgada, pero tenía curvas. Llevaba unos pantalones negros ajustados y una camisa de color verde oscuro, desabotonada hasta el borde de su sujetador de encaje. Los pendientes de aro que llevaba le colgaban casi hasta los hombros.
Tenía un cuerpo que podría volver locos a los hombres, pero la cara de un ángel. Los ojos verdes, enormes, los labios gruesos y la expresión inocente. Era una combinación que habría conseguido que él la mirara dos veces seguidas en cualquier situación.
Liz lo colocó en la silla y después le puso al bebé en los brazos. A él le gustó sentir el ligero roce de Liz en la piel y la manera en que se perdía en el trabajo. Le gustaba lo suficiente como para nublarle el juicio.
– No estás cómodo -le dijo ella, al ver que estaba sujetando con rigidez a la niña.
– Pues claro que no -respondió él-. No quiero romperla.
– No lo harás. Piensa que esto es una práctica para tu propia familia. Además, es demasiado pequeña como para juzgarte.
– ¡Qué consuelo!
Después de que ella lo hubiera toqueteado unos minutos, subiéndole y bajándole las mangas de la camisa, volvió a colocarlo y tomó su carpeta de dibujo.
– Quédate tan quieto como puedas -le dijo, mientras comenzaba a dibujar-. Respira profundamente para relajarte. No pienses en mí ni en el dibujo, piensa sólo en la niña que tienes en brazos. Es muy pequeña y tú eres la única persona de la que puede depender en el mundo.
David miró a la niña. Él nunca había pensado demasiado en los niños y no se sentía cómodo con aquel bebé entre los brazos. ¿La única persona de la que podía depender era él?
– Pequeña, tienes problemas -murmuró.
Liz se rió.
– No es cierto, David. Serás un padre estupendo. Imagínate que ha crecido un poco. Tiene tres o cuatro años. Tú llegas del trabajo y ella corre hacia ti. Se le ilumina la cara de amor y alegría. Su papá está en casa.
Su voz y sus palabras crearon una poderosa imagen. David casi podía ver a la niñita corriendo hacia él.
– Tiene siete años -continuó Liz, en voz baja-. Le estás enseñando a lanzar una buena bola. Es tu hija y no quieres que lance como una nena.
Él sonrió.
– ¿Y si soy yo el que lanzo como una nena?
– ¡Oh, claro! Eso sí que es probable.
Él contempló a la niña.Tenía la piel suave y pálida y la boquita era un capullo de rosa perfecto. Tenía algunos mechones de pelo por la frente. David se preguntó cómo y por qué había ido a parar a Children's Connection. ¿La adoptaría alguien? ¿Sería la hija de algún empleado?
– Tiene doce años -continuó Liz-. Es alta y larguirucha y muy tímida. Tú te das cuenta de lo guapa que va a ser, pero los demás no. Los chicos se burlan de ella y vuelve a casa llorando. Necesita que la consueles y cuando le das un abrazo, ella se siente pequeña, como si las palabras maliciosas pudieran romperla. Y tú harías cualquier cosa por protegerla.
David se puso tenso, como si realmente tuviera que defender a una niña casi adolescente. Como si aquella niña fuera suya.
– ¿Por qué me cuentas estas historias? -le preguntó.
– Después contestaré a tus preguntas. Ahora sólo sigúeme el juego, ¿de acuerdo?
– Claro. Estoy a punto de encontrar a esos niños y sacudirles.
– Eso me gusta en un padre. Ahora tiene dieciséis años y va a ir a su primer baile de la escuela. Es tan guapa como tú pensabas que sería. Pero está creciendo y se está alejando poco a poco y aunque pensando con la cabeza fría sabes que siempre será tu hija, en el corazón sientes que todo se va haciendo distinto.
Sin pensarlo, David agarró al bebé con más fuerza. No podía crecer tan rápidamente. No…
– Bueno ya está -dijo Liz, en tono de triunfo y también ligeramente sorprendida-. Ha sido muy rápido, incluso para mí. Supongo que yo también me he dejado llevar por la historia. Ya puedes relajarte.
Por primera vez, David se dio cuenta de que tenía los músculos agarrotados de permanecer inmóvil. Se puso al bebé contra el pecho y movió el brazo bajo ella.
– Dámela -dijo Liz, mientras posaba el bosquejo en la mesa y alargaba los brazos.
David se la entregó y miró el dibujo.
– Es asombroso -comentó con sinceridad, contemplando la imagen.
Era exactamente lo que ella había descrito: las manos de un hombre sosteniendo a un bebé. Sencillo, pero intenso. Había poder en aquel dibujo. Las manos del hombre, sus propias manos, sujetaban al bebé de una manera que transmitía la protección y el amor. Aquél no era un padre que permitiría que se le hiciera daño a su hija.
– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó. ¿Sería la curvatura de sus dedos, o las sombras? Él nunca había tenido un bebé en brazos. Y basándose en aquel bosquejo, uno podría pensar que lo había hecho durante años.
– Primero dibujé al bebé -respondió Liz, mientras acostaba a la niña en el cochecito-. Cuando yo te hablaba, tú comenzaste a sostenerla de una forma distinta. No puedo explicarte por qué, pero conectaste con lo que te estaba diciendo. Esperé a que realmente estuvieras involucrado en ello y empecé a dibujar como loca -le explicó sonriendo-. Lo de hablar es una técnica que aprendí en una clase. El profesor dijo que la mejor forma de conseguir que una persona haga exactamente lo que tú quieres es hacer que sienta lo que quieres que sienta la gente cuando vea el dibujo. Suena raro, pero algunas veces funciona.
Tomó la carpeta y observó el boceto.
– Les va a encantar. Lo cual significa que eres mi modelo oficial y que necesito que firmes un contrato.
El bebé comenzó a gimotear.
– Por aquí hay alguien que se está despertando y me imagino que ninguno de los dos está listo para la responsabilidad de tratar con la niña. Voy a llevarla a la guardería y después te daré un formulario de contrato. ¡Ah! Y me costean los gastos de este trabajo, así que incluso puedo pagarte.
– ¿Dinero?
– Ésa es la manera más corriente, sí -respondió ella, con los ojos muy abiertos de diversión e impaciencia-. ¿Se te había ocurrido algo distinto?
– Una comida.
– Acepto.
David eligió un pequeño restaurante junto al río. Era tarde, casi la una y media y la mayoría de la gente ya había comido y se había marchado. David y ella tenían el restaurante casi para ellos solos.
– Cuéntame qué tal se vive de ilustradora comercial -le dijo David, cuando estuvieron sentados en su mesa-. ¿Siempre trabajas por libre?
Liz sacudió la cabeza.
– No, no -respondió. En aquel momento, apareció un camarero con una jarra de agua fría-. Pero tampoco por cuenta ajena. Yo encuentro los encargos y me distribuyo la jornada de trabajo. Estoy intentando reunir una carpeta de buenos trabajos, así que últimamente soy muy quisquillosa con los encargos que acepto. Son tiempos de escasez, pero me las arreglo.
– ¿Y cómo encaja Children's Connection en tus planes?
Liz arrugó la nariz.
– Esto no lo hago por dinero. Pagan muy poco. Pero es una buena oportunidad de darme a conocer.Además, soy toda una fan de lo que hacen.