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Él se acercó a ella e hizo que se pusiera en pie para abrazarla.

– Estoy aquí -le dijo.

– Lo sé.

– Todo va bien.

– No, no es cierto.

A él no le gustó el tono de resignación que tenía su voz, ni la verdad de lo que decía. Las cosas no iban bien y hasta que él averiguara lo que estaba sucediendo, no podrían ir bien.

– Sólo tengo que superar la vista con el juez -susurró Liz-. Puedo hacer eso, ¿no? Sólo es un día más.

Un día más y después se marcharía. Él sabía que era lo mejor, que ella estaría segura cuando llegara a casa. Pero en realidad, no quería que se fuera. La atrajo hacia la butaca e hizo que se sentara en su regazo y que se apoyara en él. Le acarició suavemente la larga melena.

– Vas a estar a salvo. Me aseguraré de que no te quedes sola ni un segundo hasta que se celebre la vista. Si yo no puedo estar aquí, enviaré a alguien de la embajada para que esté contigo. Tendrás escolta.

– Te lo agradezco.

– ¿Te ha explicado Maggie lo que ocurrirá durante la vista?

Ella asintió.

– Tenemos que ver al juez. Es el último paso antes de poder conseguir los visados para los niños. Hay un período de espera de diez días, pero normalmente se pasa por alto. Así que cuando terminemos en el juzgado, iremos a la embajada a recoger los visados y después, de vuelta al hotel a hacer las maletas. Nuestro vuelo sale a medianoche.

Un día más, pensó él con tristeza.

– ¿Quieres que nos vayamos a mi apartamento? -le preguntó.

– Preferiría no mover a Natasha. Ha estado dormida durante todo esto, pero no quiero tentar más a la suerte.

– Entonces yo me quedaré aquí.

Al darse cuenta de que ella miraba a la cama, añadió:

– En la butaca.

– No vas a dormir mucho.

– He sobrevivido a cosas peores.

– ¿Pasas mucho tiempo rescatando a norteamericanos?

– Normalmente no, pero estoy feliz por esta excepción.

– No sé qué habría hecho sin ti -susurró ella.

– No tienes por qué preguntártelo. Estoy aquí.

Y se quedaría hasta que ella se marchara. La abrazó y le besó la cabeza. El deseo, siempre latente, se encendió. Él no le prestó atención a las señales que le enviaba. No tenían importancia. Tenía que conseguir que Liz y Natasha estuvieran a salvo. En cuanto subieran al avión y se marcharan a casa, las olvidaría. O al menos, lo intentaría.

Al amanecer, David volvió a su apartamento y envió a Ainsley Johnson al hotel para que acompañara a Natasha y a Liz a la vista.

– ¿Elizabeth Duncan? -preguntó Ainsley cuando Liz abrió la puerta de la habitación-. Soy Ainsley Johnson. Trabajo con David Logan. He venido para asegurarme de que tu día transcurre sin problemas.

– Gracias. Por favor, pasa.

Liz sonrió e intentó no tirar del bajo de su camiseta. Se sintió desaliñada en comparación con la agente, que llevaba un magnífico traje de color azul claro y unas sandalias de cuero a juego.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Ainsley.

– Cansada, pero bien.

– David me ha explicado lo que está ocurriendo. Siento que tu experiencia con la adopción haya sido tan difícil.

– Gracias.

Liz intentó no imaginarse a David con aquella estupenda rubia desayunando en una terraza después de haber pasado la noche juntos. Ainsley no llevaba alianza.

Intentó apartarse aquellas ideas de la cabeza. Sabía que la falta de sueño era la causa de aquellos nervios. ¿Qué importaba que Ainsley y David tuvieran una relación? Pero en realidad, sí le importaba, lo cual no tenía sentido.

Ainsley se acercó a la cama y comenzó a hablar suavemente con Natasha.

– Así que tú eres el motivo de todo este lío. Verdaderamente, eres una niña muy guapa. ¿Estás lista para deslumhrar al juez e irte a casa con tu nueva mamá?

Natasha se rió, movió los brazos y tiró al suelo su jirafa de juguete.Ainsley se agachó para recogerla.

– Eres una niña muy especial -canturreó-. Tu mamá debe de estar muy feliz -dijo y se volvió hacia Liz-. Sé que todo esto es muy estresante, pero terminará muy pronto.

Estupendo. Ainsley era guapa y además, encantadora. Aquélla no era la forma en que Liz quería empezar el día.

– Estoy lista -dijo-. La bolsa de Natasha está llena de pañales, comida y mudas.

– Bien. Las vistas individuales no suelen durar mucho -le dijo Ainsley-.Ya he hablado con tu asistenta social. A causa de lo que está pasando, hemos pensado que será mejor hacer el camino en grupo. Todo el mundo se quedará en el juzgado durante el tiempo que duren las vistas y después iremos en caravana a la embajada americana. Después de conseguir el visado, os quedaréis allí hasta que llegue el momento de ir al aeropuerto.

Liz tuvo un momento de pánico.

– Pero no he hecho las maletas.

– No te preocupes. Yo me ocuparé de ello. Es parte de nuestro plan de protección.

Liz miró el reloj y se dio cuenta de que no tenía tiempo de meterlo todo en las maletas en los pocos minutos que le quedaban. Pero al menos, podría recoger lo que había en aquella habitación temporal. Diez minutos después, Ainsley le dijo que era hora de marcharse.

Mientras iban hacia el juzgado, Ainsley le señaló varias vistas de la ciudad. Sin embargo, para Liz Moscú había perdido todo su atractivo. Para ella, era la ciudad en la que casi había perdido a Natasha.

Sólo quedaban unas horas, se dijo. Primero, la vista y después, estaría en la embajada hasta que saliera su vuelo a casa.

– Creo que te va a gustar tu nueva casa -le dijo a Natasha-.Tienes una habitación preciosa con mucha luz. Te he comprado una cuna, juguetes y mucha ropa bonita. Seremos muy felices.

Y estarían a salvo. En aquel momento, el hecho de no sentir temor le parecía un sueño imposible.

Las vistas se celebraban en un edificio de piedra. Liz subió las escaleras de la entrada con Natasha en brazos. Ainsley las seguía con la bolsa de las cosas del bebé.

Había ocho parejas con sus hijos adoptivos. Ainsley colocó a Liz en medio del grupo mientras se movían por la gran sala donde iban a comparecer ante el juez. La sala podría haber albergado, fácilmente, a un centenar de personas. El techo tenía una altura de tres metros y medio y sus pasos resonaban inquietantemente mientras el grupo se repartía entre los bancos y ocupaban sus sitios.

Pareja por pareja, los padres fueron llamados para presentarse al juez, un hombre de aspecto severo con el pelo gris y con gafas. Él revisaba los documentos, hacía unas cuantas preguntas que les eran traducidas a los padres por un hombre situado a la izquierda del juez y después, firmaba un papel. Cuando todo aquello terminaba, decía siempre lo mismo:

– No se exige la espera de diez días. Enhorabuena.

Con sus preciosos documentos, la familia feliz volvía a su banco.

“-Elizabeth Duncan.”

Liz se puso en pie y apretó a Natasha contra su pecho. Maggie la acompañó ante el juez, como había hecho con todos los demás. Ella tenía en la mano la carpeta con los duplicados de los papeles de Natasha.

El juez no la miró. En vez de eso, pasó las páginas varias veces. Liz notó que se le encogía el estómago. Por fin, el juez la miró y dijo algo en ruso.

Ella se quedó petrificada, incapaz de moverse ni de respirar.

– Por favor, diga su nombre completo.

Liz estuvo a punto de caer de rodillas del alivio. Era la misma pregunta que el juez había hecho en primer lugar a todos los padres. Todo iba a salir bien.

Ella dijo su hombre y después respondió a las otras preguntas. El ritmo de los latidos de su corazón se normalizó mientras veía al juez firmar varios documentos.

Él habló de nuevo.

– Tiene una niña preciosa -dijo el traductor-. En diez días, podrá solicitar el visado en su embajada. Hasta ese momento, no podrá sacar a la niña del país. Siguiente.